Los atentados que tuvieron lugar en Argel el 11 de abril último y que provocaron la muerte de una treintena de personas y más de 200 heridos tuvieron dos efectos. En primer lugar, pusieron de nuevo el foco de atención internacional sobre un país que se autoproclamaba en paz tras los duros años de conflicto […]
Los atentados que tuvieron lugar en Argel el 11 de abril último y que provocaron la muerte de una treintena de personas y más de 200 heridos tuvieron dos efectos. En primer lugar, pusieron de nuevo el foco de atención internacional sobre un país que se autoproclamaba en paz tras los duros años de conflicto armado vivido en la década de los noventa. En segundo lugar, situaron a Al-Qaeda y al jihadismo internacional en el centro de la conflictividad vivida en Argelia. Ambas cuestiones, la supuesta paz y la vertebración de la reciente expresión violenta argelina en torno de Al-Qaeda, requieren de algunas consideraciones.
El presente artículo aborda, por una parte, la permanencia a lo largo de los últimos años del conflicto armado iniciado a principios de los noventa; por otra parte, el fenómeno ‘Al-Qaeda’ y su encaje en la conflictividad interna; y, finalmente, aquellos aspectos pendientes que deberían ser atendidos por el gobierno argelino para favorecer el camino hacia la paz.
La continuación del conflicto armado
A pesar de los diversos intentos de poner fin al conflicto armado, iniciado a principios de los años noventa, Argelia ha sufrido episodios de violencia continuada a lo largo de todos estos años. Los índices de mortalidad producto del conflicto muestran cómo la violencia se ha cobrado miles de víctimas. Como ejemplo, en el año 2001 se hablaba de más de 2.000 muertes anuales; en 2003 organismos internacionales contabilizaban en 900 el número de víctimas mortales, y en 2006 la prensa daba la cifra de 400. El gobierno ha cuestionado estos datos, que podrían incluso ser superiores, hecho que ha puesto de manifiesto el afán de las autoridades del país de minimizar la magnitud de la violencia. En este sentido, uno de los efectos de la Ley de la Concordia Civil de 1999 fue precisamente cerrar el debate público sobre la guerra y, del mismo modo, la Carta para la Paz y la Reconciliación Nacional aprobada en 2005 ahondó en un discurso de ‘paz’ sin abordar las causas del conflicto pasado ni presente.
El origen del conflicto civil en Argelia se remonta a finales de los años setenta, cuando la confluencia de varios factores políticos y económicos favoreció el surgimiento de un movimiento islamista que capitalizó el descontento de numerosos sectores de la población argelina contra el poder. La represión del régimen, que se aferró a la defensa de los valores seculares, junto a la difícil situación económica que atravesó el país con el descenso de los precios del petróleo, generó numerosos movimientos de protesta que culminaron con la aparición del FIS (Frente Islámico de Salvación) en 1989. El triunfo de esta nueva opción política frente al partido gobernante FLN (Frente de Liberación Nacional), primero en las elecciones municipales de 1990 y después en las legislativas de 1991, desencadenó unos acontecimientos que pusieron la semilla de la cruel violencia en la que se sumiría Argelia a partir de entonces: la intervención del Ejército para apartar al Presidente y la ilegalización del FIS como partido político. Los diversos grupos armados que surgieron a partir de aquel momento -entre ellos el Ejército Islámico de Salvación (EIS, brazo armado del FIS), el Grupo Islámico Armado (GIA), y posteriormente el Grupo Salafista para la Predicación y el Combate (GSPC, nacido en 1998)- se enfrentaron al ejército, que tenía el respaldo de milicias de autodefensa formadas por ciudadanos. En total, la década de los noventa registró unas 150.000 víctimas mortales, muchas de ellas civiles, y sobre todo en los años 1996, 1997 y 1998. El conflicto estuvo ensombrecido, además de por el elevado número de muertos y de desaparecidos, por revelaciones que apuntaban a la implicación de elementos del ejército y de los servicios secretos en las matanzas a civiles, hecho que permaneció sin esclarecer. Tras el acuerdo del EIS con el gobierno en 1997 y la progresiva desactivación del GIA desde 2002, el GSPC ha sido el protagonista de la lucha armada.
El GSPC nació fruto de una escisión del GIA por el desacuerdo con los ataques de éste contra la población, por lo que su principal objetivo fueron las fuerzas de seguridad y la policía. La expresión más radical del grupo se inició en 2004 con la llegada a la cúpula del actual dirigente, Abdelmalek Droudkel. La mayoría de las víctimas del conflicto en estos últimos años han sido producto de los ataques del GSPC contra puestos de policía, gendarmería y fuerzas armadas, muchas veces a través de emboscadas, pero también producto de la represión del ejército, bien contra miembros de la organización, bien contra población supuestamente afín.
Al-Qaeda en Argelia
Referente a la aparición del fenómeno Al-Qaeda, cabe decir que éste es relativamente nuevo, tanto en Argelia como en otras partes del mundo. En el caso argelino, igual que por ejemplo en el caso afgano, la irrupción de este grupo se añade a un conflicto interno con su historia y sus causas, en las que Al-Qaeda actúa como ‘franquicia’ convirtiéndose en un elemento útil a muchos efectos para ciertos actores locales. La afiliación del GSPC a Al-Qaeda, a pesar de existir contactos previos, no se produce hasta septiembre del 2006, vínculo que se escenifica en enero de 2007 con el cambio de nombre del grupo, ahora llamado Organización de Al-Qaeda para el Magreb Islámico (OQMI). Es en este momento cuando toman mayor relevancia los ataques del GSPC contra objetivos occidentales, mostrando su adscripción ideológica y metodológica a los planteamientos jihadistas internacionales: en marzo del presente año el GSPC reivindicó el asalto a un bus de una compañía de gas rusa, proclamando su desacuerdo con la política de Vladimir Putin en Chechenia, y en diciembre de 2006 atacó un convoy con ciudadanos estadounidenses trabajadores de una empresa petrolera. Sin embargo, a pesar de este nuevo tipo de acciones, los ataques del GSPC/OQMI contra los elementos policiales y del ejército argelino no cesaron. De hecho, los atentados con este objetivo se intensificaron a finales de 2006, continuaron hasta días antes del atentado de Argel del 11 de abril, y siguen produciéndose a día de hoy. Por otro lado las fuerzas armadas han seguido con sus operaciones de contra-insurgencia, principalmente en las inmediaciones rurales y montañosas del país.
Así, el carácter de la violencia perpetrada por GSPC ha tenido y tiene un importante componente interno. Es verdad que una de las recriminaciones al régimen del Presidente Bouteflika ha sido su política pro-occidental, pero el principal objetivo del GSPC sigue siendo la erosión del poder del Estado y el cuestionamiento del régimen político existente, tal y como lo demuestra el hecho de que el ataque del 11 de abril fuera contra la sede del Gobierno. En este sentido, la vinculación del GSPC/OQMI a Al-Qaeda debe entenderse en el marco de los réditos mutuos que proporciona una alianza de este tipo. La voluntad del GSPC de beneficiarse del efecto mediático de la etiqueta ‘Al-Qaeda’, así como las posibilidades de adiestramiento más allá de las fronteras argelinas, aparecen como una motivación suficiente para el estrechamiento de lazos. Pero eso no impide que tanto con anterioridad a los vínculos con Al-Qaeda como ahora el punto de mira del GSPC/OQMI siga siendo Argelia: así lo evidencia su oposición a todo el proceso de ‘reconciliación nacional’ impulsado por el Presidente, o el boicot que hizo la organización a las recientes elecciones legislativas del 17 de mayo tras calificarlas de comedia.
A diferencia del discurso oficial, que ha reducido la conflictividad en el país a un fenómeno marginal (hablando incluso de los autores de los atentados como de ‘cuatro bandoleros’) o a una lucha antiterrorista (enmarcada en el escenario internacional), según la conveniencia, sí parece haber consenso entre la opinión pública argelina que se trata de un fenómeno no precisamente menor y, en todo caso, esencialmente interno. Incluso, algunos partidos de la oposición aluden a que un terrorismo residual resulta beneficioso para el poder porque le permite mantener su statu quo político y preservar los equilibrios nacionales. Para algunos, como el Frente de Fuerzas Socialistas (FFS), los atentados de estos últimos tiempos han sido sometidos a manipulaciones mediático-securitarias con la finalidad de explotar la violencia para justificar la adopción de una política destinada a controlar y a dominar la población en vez de protegerla. En todo caso, suponiendo que el Estado argelino tuviera interés en la existencia de un cierto nivel de actividad terrorista para su propio control interno, parece claro que la magnitud del atentado de abril sobrepasaría toda intención. Aún así, el régimen lo capitalizó de inmediato organizando una marcha de ‘apoyo a la reconciliación nacional’ pocos días después de los hechos.
¿Cuales serían los intereses en situar la violencia que sufre Argelia en la órbita terrorista internacional? Mediante esta situación, el régimen argelino obtiene un doble beneficio: en el plano interior, le permite eludir la responsabilidad de la situación de conflictividad, además de ofrecerle instrumentos para controlar a la población, permitiendo la permanente instauración de un estado de excepción; en el plano exterior, legitima su actuación y la represión, hecho que le abre las puertas a la cooperación en materia militar y de seguridad de varios gobiernos, incluido EEUU, sin tener que sufrir por demasiadas, o ninguna, exigencia en materia de derechos humanos, tras varios años de mala imagen internacional y de boicot en las ventas de armas.
En este sentido, Argelia se ha convertido en la potencia militar de la región y su aprovisionamiento ha venido de la mano de países europeos y más recientemente de China y de Rusia, con quién firmó en abril un acuerdo de venta de armas millonario. Además, Argelia proporciona el 11% del gas consumido por la Unión Europea. Así, queda claro que el interés de numerosos países en Argelia bien vale la sintonía con su régimen. Respecto de los Estados Unidos, su creciente presencia en el continente africano (visible con la Trans-Saharan Counterterrorism Initiative, entre otras estrategias) persigue dos objetivos que se apoyan mutuamente: garantizar el aprovisionamiento de recursos de la zona y seguir de cerca a sus gobiernos, poniendo la lucha contra el terrorismo como un elemento de frente común. Esta claro que los atentados sufridos en Argelia no pueden desvincularse completamente del resurgir del fenómeno jihadista o ‘neofundamentalista’ a nivel internacional derivado de la situación mundial. Sin embargo, más que nunca, necesitan de una lectura interna para comprender la complejidad de su origen y su posible razón de ser.
Las asignaturas pendientes
En Argelia, a pesar de la existencia de importantes recursos naturales, con unas reservas de petróleo superiores a los 60.000 millones de dólares y que le han permitido reducir la deuda externa hasta 4.500 millones, buena parte de sus ciudadanos sufren una situación socio-económica de penuria. Hace poco más de un año, numerosos altercados y manifestaciones de protesta estallaron en varias regiones del país. El alza de los precios, el paro o la corrupción se encontraban entre los muchos temas de descontento entre los ciudadanos. Con una paridad del dinar respeto al euro muy débil, el poder de compra de las capas sociales con ingresos fijos, como los funcionarios, se desmoronó. Según sindicatos autónomos, surgidos a partir del año 2000 y hostiles a la oficial Unión General de Trabajadores Argelinos, la incomprensible situación en el país hace que un profesor marroquí ingrese un salario cinco veces superior al de un profesor argelino mientras que el PNB de Argelia es diez veces superior al PNB marroquí. Por otra parte, y según datos del propio FMI, el paro entre los jóvenes alcanzaría cifras del 31%. Los niveles de corrupción, difícilmente cuantificables, podrían explicar precisamente esta disfunción, que convierte un país con unos ingresos de gran calibre en un territorio en el que una parte importante de la población afronta la pauperización.
Por otro lado, los años de masacres continuadas y de intensa violencia, dirigida esencialmente contra la población civil, han dejado una importante huella de dolor en un país que sigue sin tener espacios para digerir lo ocurrido. La Carta para la Paz y la Reconciliación Nacional impulsada en 2005 ha dejado muchos descontentos. Numerosas asociaciones de derechos humanos, nacionales e internacionales, critican varios de sus aspectos: en primer lugar, la aplicación de una amnistía, tanto a los servicios de seguridad del Estado como a los miembros de los grupos armados; en segundo lugar, la criminalización de todos aquellos que ‘utilicen o instrumentalicen las heridas de la tragedia nacional para causar perjuicio a las instituciones, fragilizar al Estado o perjudicar a la honorabilidad de sus agentes’ (apartado I de la Charte pour la Paix et la Réconciliation Nationale, votada en referéndum el 29 de setiembre de 2005). Esta disposición implica la ilegalización de las asociaciones de familias de desaparecidos (estimados en más de 7.000), prohibidas desde el 28 de febrero de 2006. Así, el hecho de que la Carta fuera aprobada por un 97’4% de la población no debe dar lugar a equívoco. Por una parte, porque los datos oficiales, incluido el de la participación (80%), fueron contestados por numerosos sectores. Por otro lado, porque tal y como reflejaron las principales ONG internacionales en materia de derechos humanos en un comunicado de abril de 2005, un referéndum no puede ser utilizado por el Gobierno como una forma de sustraerse a sus obligaciones internacionales a través de la adopción de una legislación nacional que las contraviene.
La crisis de Argelia no tiene sólo un componente económico y social, sino que va más allá. En el plano político, el descontento no es tampoco menor. Existen claros límites a la participación política y a la discrepancia: los partidos de oposición tienen enormes dificultades para hacer política y varios sectores islamistas siguen estando prohibidos. Para añadir elementos de debilidad democrática, incluso el poder del Presidente es relativamente ínfimo comparado con el que tiene el Estado Mayor. El Ejército ha dominado tradicionalmente la vida política del país desde su independencia y sigue haciéndolo, a pesar de ser una cuestión tabú. Así lo corrobora el hecho de que los generales se reunieran a finales de 2005 con motivo de la hospitalización del Presidente Bouteflika en París para hablar de su sucesión. Pero no sólo eso: es uno de los servicios del Ejército, el para muchos temible Servicio de Inteligencia, el DRS, y concretamente los generales M. Médiène y S. Lamari, los que moverían los hilos del país, disponiendo de varios Ministros próximos en el seno del Gobierno. Así las cosas, las elecciones legislativas del pasado 17 de mayo no ofrecen muchas esperanzas para la democratización, en primer término por la escasa trascendencia del Parlamento en un régimen profundamente presidencialista, pero además por unos resultados que han dado la mayoría a la coalición en el poder y con una participación de sólo el 35%.
Las mejoras socioeconómicas para el conjunto de la población, la profundización en el respecto a los derechos humanos y el inicio de la apertura democrática son asignaturas pendientes del régimen argelino. Si bien existen indudablemente factores externos que alimentan la violencia en Argelia y sobre los que difícilmente un único Estado puede incidir, resolver las cuestiones de carácter interno está en manos de los dirigentes argelinos. Se trata de una tarea imprescindible si se quiere hacer frente al conflicto armado que el país viene sufriendo desde hace ya demasiados años. Abordar los aspectos económicos y sociales para que la riqueza del país revierta en un mayor bienestar de todos los ciudadanos y del conjunto de las regiones que conforman el territorio argelino podría ofrecer unas buenas bases para empezar. Al mismo tiempo, un debate político inclusivo, que contemple los aspectos sin resolver del conflicto pasado y presente desde una perspectiva de verdad, justicia y reconciliación, debería ser visto como un elemento necesario para la paz. Evidentemente no se pueden olvidar los factores que dificultan un avance en este sentido, como el hecho de que responsables del aparato militar/estatal de la época de máxima violencia sigan hoy al mando, dificultando cualquier proceso de justicia transicional strictu sensu por carecer de su principal requisito, que es precisamente una ‘transición’. Sin embargo, ello no debería impedir a los gobernantes redirigir la mirada hacia los problemas de su población, ni tampoco a los actores internacionales con capacidad de influencia actuar responsablemente, y hacerlo desde un enfoque que no esté basado exclusivamente en la represión y en la seguridad sin rostro humano.
*Núria Tomàs es investigadora del Programa de Conflictos y Construcción de Paz, Escola de Cultura de Pau (Universitat Autònoma de Barcelona).