Un cliché de novela negra pretende que no hay crimen perfecto o que, en todo caso, un crimen sólo puede ser perfecto si su perfección se mantiene precisamente incognoscible y secreta. Pero no es verdad. Si un crimen perfecto es el que sólo deja víctimas -porque el criminal no aparece por ninguna parte- o aquel […]
Un cliché de novela negra pretende que no hay crimen perfecto o que, en todo caso, un crimen sólo puede ser perfecto si su perfección se mantiene precisamente incognoscible y secreta. Pero no es verdad. Si un crimen perfecto es el que sólo deja víctimas -porque el criminal no aparece por ninguna parte- o aquel cuyo ejecutor logra escapar definitivamente, podemos decir que la perfección criminal es menos rara de lo que creemos. Se trata de hecho de una fórmula banal y atroz, de recurrencia estadística ya llamativa, que podríamos describir de esta manera: el truco consiste en que el asesino se ponga a sí mismo en una situación tal que está condenado a sumarse a sus propias víctimas; en una situación de la que él mismo será víctima y de la que escapará definitivamente, cuando parece todo perdido, abriendo una puerta en su propio cuerpo. Este es el caso, por ejemplo, de Adam Lanza y la matanza de la escuela de Newtown; es decir: entro, mato a todo el mundo y luego me vuelvo inalcanzable y borroso camuflándome entre los muertos. Nadie puede distinguirme de los muertos que he matado yo, porque también me he matado yo, y nadie puede atraparme y castigarme porque me he ido a un sitio a donde nadie puede seguirme y porque, al marcharme, me he aplicado precisamente el máximo castigo.
Este perfecto círculo cerrado deja una apabullante sensación de vacío. No hay nadie a quien echar la culpa; nadie sobre quien descargar la ira; nadie a quien juzgar. El crimen perfecto es perfecto porque aparece como un fenómeno natural, como una irregularidad meteorológica frente a la cual los supervivientes, las familias y los vecinos lo único que pueden hacer es estremecerse y llorar. En ausencia de un culpable -porque es una de las víctimas-, la tentación es pedir una explicación a los profesionales de la conducta. Una vez consumado el acto, es fácil encontrar un rasgo de carácter -demasiado tímido, demasiado simpático- que encaje en algunos de las etiquetas definidas por el DSM-IV y que permita rubricar la perfección volcánica del gesto: un «brote» irresponsable e imprevisible al que sólo se puede responder con un aumento de la desconfianza individual y una conculcación de la presunción de inocencia. La «locura», en realidad, es una invitación a adquirir más armas y a pagar más policías. Los que, frente a esta psiquiatrización del crimen de Lanza, insisten con razón en su dimensión social, no deberían olvidar que si hay algo genuinamente estadounidense (genuinamente «liberal») en este crimen es su psiquiatrización misma.
Se entiende mejor esta atrocidad si se la describe como un truco. O como un deporte sometido a reglas muy precisas. Desde luego no es una batalla. Nunca se asaltan cuarteles o bancos. El criminal, en efecto, declara su desprecio simultáneo por la lucha y por el heroísmo al escoger siempre sectores de población muy vulnerables, incapaces de ofrecer resistencia. Esta selección recurrente es inseparable de la dimensión deportiva del impulso, cuyo objetivo evidente es derribar el mayor número de cuerpos en el menor tiempo posible. Pero para alcanzar este objetivo, superando además la marca anterior (la de la Universidad de Virginia o la de Columbine) es necesario contar con muchas y buenas armas de fuego. En cualquier mundo posible que podamos imaginar habrá locos; y los locos siempre encontrarán al alcance de la mano algún objeto con el que hacer daño a un semejante. Pero ningún deporte consiste en dañar a los semejantes: ¡eso sería una locura, un crimen! Los deportistas combinan pasión y pericia en una acción reglada cuyo propósito es la auto-afirmación pública. Los deportes requieren un equipo: zapatillas, un balón, unos esquíes. No se puede jugar al golf sin palos de golf. Al contrario de lo que pretenden muchos ingenuos, la prohibición de las armas en EEUU no impediría los crímenes; pero dificultaría mucho, sin duda, la práctica de un deporte en el que las armas de fuego son tan indispensables como lo son las raquetas en Roland Garros. Matar a cuchillo sería otro juego, mucho más aburrido, con menos practicantes y menos espectadores.
Truco, tradición, deporte: crimen perfecto. ¿La respuesta? Es la respuesta justamente la que convierte el crimen de Lanza en un juego social. Están los psiquiatras, que son en realidad críticos deportivos. Están los consumidores, que se precipitan a comprar el fusil de asalto empleado por el asesino. Están las empresas, que fabrican mochilas antibalas, naturalizando a los niños como parte del juego. Están los medios de comunicación, que se deleitan con listas de records y catálogos de pistolas. Es un truco, un buen truco. EEUU produce crímenes perfectos como los pinos producen resina y los cardos espinas. Todos lo sabemos: volverá a ocurrir. Casi todo el mundo está deseando que ocurra de nuevo. Los 28 muertos -incluido el asesino- son nuestras raquetas de tenis.