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La firma de acuerdos de paz a finales de 2002, dando por finalizada la guerra entre el poder oficial y grupos rebeldes en la República Democrática del Congo, no ha sido suficiente para detener las violaciones en el este del país

El cuerpo de la mujer como campo de batalla

Fuentes: l’Humanité

Traducido para Rebelión y Tlaxcala por Caty R.

Desde el este de la República Democrática del Congo.

Con la mirada ausente, Nadine (1) acaricia su vientre de muchacha embarazada. «Será un chico, espero», susurra. Su hijo… nacerá de una violación. Nadine quería llamarle Idee, que significa preocupación en suajili. Se dejó persuadir para llamarle Lucien, como para conservar las ganas de vivir. Con voz tenue, cuenta su calvario sin querer entenderlo. El pasado mes de septiembre unos hombres armados secuestraron a esta niña de catorce años cuando iba, con dos amigas, al mercado de Bunyakiri, pequeño pueblo del sur de Kivu, en el este de la República Democrática del Congo (RDC). Diez milicianos la violaron uno tras otro y después se la adjudicaron a uno de ellos como esclava sexual. Durante siete meses, Nadine tuvo que seguirlos por la selva, como muchas otras… «Éramos unas cincuenta chicas, todas violadas», susurra. Tuvo que someterse a los caprichos de su secuestrador, asistir impotente al saqueo de los pueblos, ver como a una de sus compañeras que intentaba huir le cortaron las manos y a otra que le rajaron el vientre por haber concedido sus favores, muy a su pesar, a un rival de su «protector».

Cuando los hombres vieron que Nadine estaba embarazada la soltaron. La niña no se atrevió a volver a su casa. Una ONG la orientó hacia el hospital Panzi en Bukavu, capital de la provincia. Allí el doctor Denis Mukwege tiene una consulta dedicada exclusivamente a las mujeres violadas. Todos los días llegan al centro una decena que padecen mil males. La destrucción física, por supuesto, y también la destrucción psicológica… La vergüenza terrible. El temor al sida. El miedo a estar embarazadas. La probabilidad de que sus familiares las rechacen.

¿Acaso la RDC está siempre en guerra para que semejante violencia se cebe de esta forma sobre sus mujeres? No. Después de dos guerras mortíferas (1996-1997, 1998-2002) en las que se enfrentaron el poder oficial y grupos rebeldes apoyados por los vecinos ruandés y ugandés, se firmaron acuerdos de paz en diciembre de 2002 y se instauró un gobierno de transición. El pasado 30 de julio, los congoleños votaron para elegir libremente a su futuro presidente y a sus diputados nacionales. Pero en el este del país los combates nunca han cesado. Los rebeldes siguen frecuentando los bosques de Kivu y aterrorizan a las poblaciones locales. Estos milicianos, exactamente igual que algunos militares del ejército congoleño, siguen violando impunemente…

La guerra ya causó, directa o indirectamente, cerca de cuatro millones de muertos entre 1998 y 2004, lo que en resumen constituye la peor crisis humana desde la Segunda Guerra Mundial. Hoy el terror continúa. Las violaciones no han cesado, todo lo contrario. El cuerpo de la mujer siempre es un campo de batalla para los hombres armados de todos los bandos.

En el hospital Panzi, el doctor Mukwege enlaza una operación con otra para que sobrevivan niñas de cuatro años y abuelas de sesenta torturadas en lo más hondo de su carne. Le enfurece imaginar la vida futura de sus pacientes: la violación destroza y aísla. Familias enteras se descomponen. Las mujeres no se atreven a volver a los campos y la crisis alimentaria afecta a pueblos enteros. Hasta tal punto que algunas ONG hablan de «terrorismo sexual»

«Desde hace más de un año, ninguna mujer menor de cincuenta años salía a cultivar la tierra,» cuenta Stella (1) de 68 años. «Íbamos nosotras, las viejas. Pero a nuestro regreso tuvimos que huir. Fue hace quince días. Unos militares nos sorprendieron al atardecer, nos violaron… Podrían ser nuestros hijos. ¡Y se reían!» Stella y otras cuatro «abuelas» se pusieron en camino hasta que llegaron al hospital Panzi. Esperan a que el doctor Mukwege las examine. Y luego… no saben. Pero una cosa es segura: nunca volverán a sus casas. «¿Cómo vamos a presentarnos ante nuestros hijos después de lo que nos pasó? Los militares y milicianos lo están consiguiendo. Nuestro pueblo se está muriendo. Y nosotros con él» explica Stella con los puños apretados.

La tragedia ha adquirido tanta envergadura que algunas mujeres comienzan a hablar, incluso a denunciar. Pero todavía son muy pocas y sobre todo apenas tienen posibilidades de conseguir que la justicia reconozca los crímenes de los que han sido víctimas. «La violación no sólo es tabú en nuestra sociedad, sino que además se perpetra impunemente», se enfurece Matilde Muhindo, responsable en Bukavu del centro Olame, que acoge y escucha a las víctimas de violencia sexual.

«¿Dónde está la justicia? ¿Que hace el Estado en Kinshasa? ¿Y la MUNUC [1], que se supone que debe protegernos?». Miembro de la sociedad civil, Matilde Muhindo ha sido delegada durante dos años. Dimitió de su puesto en el mes de octubre pasado, cansada de oír a sus colegas repetirle que «la violación divide más que une al gobierno». Frente a las mujeres, se traga las lágrimas e intenta mantener la esperanza. ¿Quién sabe? La nueva Constitución del país condena la violencia sexual. «Quizá el próximo gobierno elegido por los congoleños lo tenga en cuenta. ¡Soñar no cuesta nada!»

(1) Se han modificado los nombres.

 

NOTA

[1] Misión de las Naciones Unidas en la República Democrática del Congo: http://www.un.org/spanish/Depts/dpko/monuc/mandate.html

 

Texto original en francés: http://www.humanite.presse.fr/journal/2006-08-22/2006-08-22-835275

Caty R. es miembro de los colectivos de

Rebelión y Tlaxcala, la red de traductores por la diversidad lingüística. Esta traducción es copyleft y se puede reproducir libremente a condición de respetar su integridad y mencionar a la autora, la traductora y la fuente.