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El desdén imperial y la lucha común de nuestros pueblos

Fuentes:

Con infinito cinismo y desdén imperial, los gobiernos que han regido Estados Unidos, sobre todo los de las dos últimas décadas, regularmente dan a conocer una lista en la cual condenan a naciones y gobiernos que estarían (aparentemente) patrocinando y/o respaldando la violación sistemática de los derechos humanos, la impunidad del terrorismo internacional y el […]

Con infinito cinismo y desdén imperial, los gobiernos que han regido Estados Unidos, sobre todo los de las dos últimas décadas, regularmente dan a conocer una lista en la cual condenan a naciones y gobiernos que estarían (aparentemente) patrocinando y/o respaldando la violación sistemática de los derechos humanos, la impunidad del terrorismo internacional y el tráfico ilícito de drogas; en una especie de chantaje que siempre obvia los múltiples desmanes cometidos dentro y fuera por los propios Estados Unidos.

Como lo cita Yldefonso Finol en su libro La falacia imperialista de los derechos humanos: «Bajo el cobijo de la promoción de los valores de la civilización occidental, Estados Unidos, erigido en ejemplo y paradigma de la libertad, ha desarrollado una política exterior, cuyo emblema discursivo ha sido la democracia.

Han variado muchas cosas, los estilos, los mecanismos, pero lo que se ha mantenido inmutable es la creencia estadounidense del ‘destino manifiesto’; es decir, el derecho que se atribuyen de dirigir el destino de todo un continente. El argumento de los derechos humanos cae a pelo a esta práctica y se trasmuta en falacia mayúscula ante los horrendos saldos cosechados».

Ahora mismo, esta falacia le sirve al imperialismo gringo para desplegar sus tropas en cualquier parte del planeta, contando con la complicidad de sus socios agrupados en la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). Así, bajo la excusa de preservar la paz mundial, los gobiernos yanquis han creado matrices de opinión que se repiten cada cierto tiempo que legitiman lo que será mañana noticia de primera plana, esto es, la invasión militar a algún país considerado disidente o una potencial amenaza, tal como ocurriera con Afganistán (afirmando que era albergue de las presuntas células musulmanas terroristas que destruyeron las Torres Gemelas de Nueva York), Iraq (acusando a Saddam Hussein de poseer un cuantioso e inexistente arsenal de armas de destrucción masiva), Libia (atribuyéndole a Muammar al-Gaddafi haber emprendido masacres contra su pueblo desarmado) y, últimamente, Siria (esgrimiendo que allí hay una tiranía que el pueblo sirio aspira sacudirse a través de las armas).

Sin embargo, al escrutar objetivamente las consecuencias de tales intervenciones, salta a la vista que las mismas siempre benefician los intereses económicos y geoestratégicos de Washington; quedando, por su parte, los países víctimas devastados o en peores condiciones a las supuestamente padecidas antes que ello ocurriera.

Esta realidad -ocultada, minimizada y tergiversada sistemáticamente por las grandes empresas de la información- ha situado a los pueblos del mundo ante el dilema de sucumbir ante la nueva barbarie representada por Estados Unidos y sus socios europeos, o, por el contrario, luchar denodadamente por preservar su identidad cultural, sus recursos naturales y su soberanía, para lo cual será ineludible que se planteen a sí mismos la necesidad de la integración en bloques regionales, al modo de la UNASUR, la ALBA-TCP y la CELAC, promovidas desde Venezuela por el Presidente Hugo Chávez.

De esta forma, la resistencia a las intenciones neocolonialistas e imperialistas estadounidenses y europeas se estrellarían, una a una, ante un muro de contención eficaz, cuyo soporte principal será la organización y la conciencia humanista, pluralista y democrática de nuestros pueblos, unidos siempre en un mismo objetivo y en una misma acción colectiva.