Crónica de una inmigrante latinoamericana en Estados Unidos.
Sólo le falta amarrarse las cintas de los tenis y está lista, con su uniforme bien planchado y su cabello cuidadosamente sujetado, Soledad está por comenzar su tercera jornada de trabajo. Se asoma por la puerta de la cocina y ve el salón lleno a reventar, calcula por lo menos unas quinientas personas a las que tienen que atender entre seis meseros, tres mujeres y tres hombres.
En las mañanas trabaja de costurera en una lavandería, los remiendos que hace le agrandan la billetera al dueño del negocio, a ella le paga una mínima cantidad pero que le sirve para ayudarse a pagar la renta de la casa que alquila junto a sus hijos. En las tardes limpia casas y sale de ahí despepitada para el salón de banquetes donde trabaja en las noches, otro lugar donde le pegan menos del salario mínimo como le toca a la mayoría de indocumentados en el país.
Migró hace treinta y cinco años, cuando tenía cuarenta y cinco. En Estados Unidos el tiempo para los indocumentados pasa más rápido que para cualquier otra persona, cuando sienten ya llevan décadas sin ver a sus familiares en sus países de origen y los niños que dejaron en pañales en un santiamén los han convertido en abuelos. El caso de Soledad no dista mucho del de los demás, sólo que ella con esfuerzo pudo mandar a traer a sus hijos también de forma indocumentada.
Originaria de Huitán, Quetzaltenango, Guatemala, Soledad perteneciente a la etnia mam, habla su idioma materno sólo con sus hijos porque en los años que lleva en el país no ha visto a nadie de su etnia. Tampoco ha aprendido inglés más que las palabras básicas. Lo que aprendió en Estados Unidos fue el español porque está rodeada de mexicanos y centroamericanos.
Nunca se ha comprado un par de zapatos nuevo, lo que ahorró fue para mandar a traer a sus hijos que al igual que ella trabajan en el servicio de banquetes en las noches, pero en distintos lugares. Los nietos nacieron en Estados Unidos y no quisieron aprender el idioma de sus padres ni de su abuela, hablan en inglés y cuando hablan en español lo hacen como mexicanos. Ninguno de los nietos quiere seguir en la universidad, lo que entristece a Soledad porque ve su esfuerzo tirado a la basura.
El otro día su hija mayor le dio dinero para que lograra ponerse finalmente la placa de dientes, para que pudiera masticar bien los alimentos y no le dolieran las encías al hacerlo, pero con la artritis en sus rodillas, en sus caderas y en las muñecas de sus manos no pueden hacer nada, Soledad tiene que aguantarse el dolor y seguir trabajando porque si deja de hacerlo entonces no alcanzarían a pagar la renta.
Termina de sujetarse bien el cabello y agarra la primera bandeja con platos de ensalada y comienza a colocarla sobre las mesas, la noche es larga y apenas está comenzando, con los ochenta años que está por cumplir, Soledad se siente sumamente cansada, quisiera que sus noches terminaran al oscurecer y no al amanecer, como le ha sucedido hace más de veinte años. Pero algún día será, lo piensa siempre, para mientras no para de llevar y traer bandejas de comida ajena a la alegría de los comensales y de los enfiestados. Para cuando todos se van al amanecer, sus hijos son los encargados de hacer la limpieza en el lugar.
Soledad no
esperaba una vida así para sus hijos y tampoco tanta desesperanza como
la que siente con sus nietos, pero tiene bien claro que su vida es mejor
en Estados Unidos que en Guatemala, donde además de la pobreza sus
nietos hubieran vivido el racismo extremo que siente el mestizo contra
el indígena. Soledad no pierde la esperanza de que un día escampe y
logre los papeles para ir a visitar a su única hermana viva que lleva
esperándola desde el día en que se fue, para mientras sigue en las
carreras del trajín del día a día de los indocumentados.
Blog de la autora: https://cronicasdeunainquilina.com
Ilka Oliva-Corado. @ilkaolivacorado
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