No hace mucho, el entusiasmo por el imperialismo norteamericano alcanzó niveles no vistos en un siglo. «La gente está saliendo del closet con la palabra ‘imperio’», dijo el columnista de derecha Charles Krauthammer a The New York Times a principios de 2002. Los neoconservadores estaban en alza en Washington, y sus principales propagandistas no se […]
No hace mucho, el entusiasmo por el imperialismo norteamericano alcanzó niveles no vistos en un siglo. «La gente está saliendo del closet con la palabra ‘imperio'», dijo el columnista de derecha Charles Krauthammer a The New York Times a principios de 2002. Los neoconservadores estaban en alza en Washington, y sus principales propagandistas no se mordían la lengua para promover el expansionismo agresivo.
Por ejemplo, Max Boot, editor de The Wall Street Journal, discrepó de la creencia de Pat Buchanan de que Estados Unidos debía ser una «república, no un imperio».
«Este análisis es exactamente lo contrario», escribió Boot. «El ataque del 11 de septiembre fue el resultado de insuficientes participación e ambición por parte de Estados Unidos; la solución es ser más expansivo en nuestras metas y más enérgico en su implementación». Agregó que las tierras de hoy con problemas piden el tipo de administración extranjera iluminada que en otros tiempos suministraron los confiados ingleses en pantalones de montar y salacot».
Es difícil creer que tales sentimientos, símbolos del primer período de George W, Bush, fueran rasgos de nuestra historia muy reciente. El debate del cual fueron parte ahora parece muy extraño y ajeno. Desde entonces, el mundo ha experimentado una ocupación catastrófica en Irak y los electores han expulsado a la vanguardia republicana de la «Guerra al Terror». Los manifiestos defensores del imperialismo han encontrado buenas razones para esconderse en sus armarios
Y eso, por supuesto, para no mencionar el estallido de la burbuja de la vivienda, la caída de Lehman y el fin de la era de los fondos de riesgo. Con el aumento del desempleo y el bochorno de Wall Street hemos entrado en un período de descenso económico lo suficientemente agudo como para plantear serias preguntas acerca de la viabilidad del poder de EEUU. El tema importante de hoy es: ¿cómo afectará la crisis económica el papel de nuestro país en el mundo? O dicho de manera más clara: ¿Se enfrenta el imperio de EEUU a su fin?
La respuesta implica algo más que simples detalles acerca de la semántica de la dominación norteamericana. En conjunto, las consecuencias de la arrogancia imperial de la administración Bush y el descrédito del fundamentalismo del mercado desregulado que prosperó bajo Bill Clinton han abierto nuevas posibilidades para reconformar el orden global en los años de Obama.
¿Estirarse más allá del límite?
La teoría de la decadencia imperial que se ha convertido en la norma en las últimas dos décadas se conoce como «sobrextenderse». El historiador Paul Kennedy hizo famoso el término en su libro de 1988 Surgimiento y caída de las grandes potencias. Kennedy argumentaba que, históricamente, las potencias mundiales dominantes se condenaban a sí mismas al lanzarse a aventuras en el exterior que agotaban su fuerza y forzaban sus finanzas. Su análisis, con su implicación de que Estados Unidos bien podía seguir el patrón de imperios anteriores, demostró ser influyente. El término «sobrextensión imperial» pronto se convirtió en algo aceptado en las principales discusiones políticas.
Por esa época, los conservadores norteamericanos echaban chispas. Argumentaban que el profesor nacido en Gran Bretaña era un ave de mal agüero que no apreciaba el poder sin paralelo de Estados Unidos. Cuando la Unión Soviética colapsó y la economía norteamericana despegó en la década de 1990, consideraron que los hechos les habían dado la razón. Sin embargo, parece que Kennedy será el último en reír.
Actualmente el gasto de la postura militar global de EEUU es más impresionante que nunca. Hasta bajo el Presidente Obama –cuya administración ha propuesto recortar unos pocos y costosos sistemas anticuados de armamento–, Estados Unidos gastará más de $500 billones de dólares al año para financiar sus fuerzas armadas y mantener su «Baseworld» (Mundo de Bases). Así llama el autor y analista de política exterior Chalmers Johnson a la extendida red de campamentos que el país tiene en el extranjero, raras veces notada por los ciudadanos, pero considerada con resentimiento por gran parte del mundo. Oficialmente Estados Unidos posee 737 bases en todo el mundo, con un valor total de $127 mil millones de dólares y que cubren casi 2 800 kilómetros cuadrados en unos 130 países. Hace muchos años, se podía seguir la extensión del imperialismo contando las colonias», escribió Johnson en su libro Némesis: los últimos días de la república norteamericana, de 2007. «La versión norteamericana de la colonia es la base militar».
Johnson explica: «El propósito de todas esas bases es la ‘proyección de fuerza’, o mantener la hegemonía militar norteamericana sobre el resto del mundo. Ellas facilitan nuestra ‘labor policial’ del globo y la intención es garantizar que ninguna otra nación, amistosa u hostil, puede retarnos militarmente». Desde el fin de la Guerra Fría, poseer tal poder incontestado es un basamento declarado de la política de defensa de EEUU.
Debemos preguntar ahora: ¿puede tal hegemonía mantenerse de manera creíble? En un nivel objetivo, el Presidente Bush forzó aún más severamente al imperio al ocupar múltiples países y crear una necesidad para más tropas de las que podían reclutar los militares. Kennedy hizo hincapié en este dilema en una entrevista en 2006 al decir: «Los generales norteamericanos dirían que sin lugar a dudas EEUU está sobrextendido».
Pero aún más significativo es que Bush aumentó el costo político y económico del imperio al procrear la mala voluntad y la resistencia a Estados Unidos en todo el mundo. Un aspecto clave de la sobrextensión imperial es que se debe medir en forma relativa. No depende solamente de factores objetivos, como el tamaño de las fuerzas militares de EEUU, sino también en la manera en que otros actores internacionales deciden responder a las prerrogativas de la política exterior de Estados Unidos. Irónicamente, a medida que los «globalistas imperiales» neoconservadores dependieron más de la potencia de EEUU, terminaron por demostrar solo su impotencia. En Irak y Afganistán, Estados Unidos ha demostrado ser incapaz de crear estabilidad o suprimir la insurgencia con su poderío. Al igual que su fracaso en Viet Nam, el fiasco en el Medio Oriente ha envalentonado a la oposición. Los neoconservadores soñaron con un Irak como aliado democrático y plataforma para el poderío norteamericano en la región. En su lugar, el país es ahora un símbolo de la debilidad de la súper potencia.
La resistencia democrática también determina los límites relativos del imperio. Entre nuestros aliados, los ataques «con nosotros o contra nosotros» de la administración Bush al multilateralismo disminuyeron la disposición de otras potencias a soportar parte de la carga de las aventuras de EEUU en el exterior. Miembros de la comunidad internacional, asqueados del fracaso del globalismo imperial en producir verdadera seguridad, cada vez se niegan más a seguirlo. Esto ha dejado a Estados Unidos aislado políticamente con la perspectiva premonitoria de ser el único policía del mundo –una proposición humillante aún para una administración abiertamente carente de humildad.
Agitando el dólar
Puede que el Presidente Obama logre dar un giro de 180 grados al daño diplomático de los años de Bush, pero su administración se enfrenta a sus propios problemas. La proyección de la fuerza global requiere no solo de una enorme cantidad de capital político; en un nivel extremadamente fundamental, exige un tesoro financiero. Por tanto, el grado de sobrextensión también debe medirse en relación a la salud económica –algo que en este momento no abunda mucho. Muchos creerían que Estados Unidos, atrapado en una crisis financiera, estaría destinado a la bancarrota imperial.
Acostumbrado durante los últimos 15 años a llevar un gran déficit de cuenta corriente, Estados Unidos claramente ha estado viviendo por encima de sus posibilidades. Mientras su economía de burbuja se estuvo expandiendo, el gobierno dependió de inversionistas extranjeros para pagar su gasto militar excesivo. Y a nivel del consumidor, las familias se endeudaron con las tarjetas de crédito y pidieron prestado sobre el valor de sus viviendas para seguir consumiendo.
Era un estado de cosas insostenible, y la mayoría de las naciones nunca hubieran permitido que se mantuviera. El Fondo Monetario Internacional (FMI) hubiera criticado el caprichoso manejo de la economía y hubiera advertido a los acreedores que no invirtieran en ese país a no ser que el gobierno prometiera realizar reformas profundas. Incluso sin la influencia de la institución, los libros de texto de economía plantean que, al ver tales señales de debilidad económica, los inversionistas evitarían a ese país, la moneda caería, los consumidores no podrían ya darse el lujo de comprar tantos artículos extranjeros y la economía sufriría una dolorosa pero necesaria «corrección». Las dificultades financieras y el descenso del nivel de vida lógicamente obligarían a un país a disminuir sus costosos gastos en el exterior.
Ahora que la crisis ha llegado, parecería que hace mucho debíamos haber examinado esos costos imperiales. Sin embargo, el estado de los mercados no es el único factor en juego. Al igual que en la esfera política, la capacidad de Estados Unidos para sobrevivir económicamente como un hegemónico depende en gran medida de si otros deciden apoyar, tolerar o resistir el presente orden de cosas.
¿Qué diferencia a Estados Unidos de otros países? Como súper potencia política y mayor economía del mundo, los dólares norteamericanos sirven como moneda de reserva para el resto del mundo. Otros países guardan su dinero en dólares porque creen que son más confiables que cualquier otra alternativa. Siempre y cuando otras naciones estén dispuestas a seguir convirtiendo el dinero en dólares, Estados Unidos puede financiar déficits aún mayores.
Irónicamente, un efecto de la crisis hasta ahora ha sido que sostenga una alta demanda del dólar. La lógica es sencilla. En una economía caótica, muchos inversionistas consideran a los bonos del Tesoro de EEUU como el único lugar seguro para poner su dinero –aunque las tasas de interés sean bajas. Pero esto no durará por siempre. Ya se escuchan ruidos de descontento que provienen de los mayores inversionistas. Mientras los líderes del mundo se reunían en Londres en la reciente cumbre del G-20, Zhou Xiaochuan, gobernador del banco central de China, propuso una nueva «moneda de reserva súper soberana» para sustituir al dólar.
Economistas progresistas como Paul Krugman y Dean Baker han debatido el significado de la reciente posición de China, y que es dudoso de que haya un abandono inmediato del dólar. Pero si otros países decidan cambiar su estrategia económica y busquen una nueva moneda de reserva, pudiera ser el punto de viraje para los planes imperiales de Estados Unidos. Washington solo tiene que consultar a Londres acerca de la gravedad del problema. Como muchos historiadores han observado, el imperio británico se deshizo cuando el mundo se alejó de la libra esterlina como moneda mundial.
La promesa y peligros de la multipolaridad
Aunque Estados Unidos soporte la crisis con su economía más o menos intacta, la mayoría de los observadores políticos creen que su poderío disminuirá en los años venideros, al menos en relación con el de otros países. La «multipolaridad» se ha convertido en la consigna del momento. En un orden multipolar ya no habrá una sola súper potencia, Estados Unidos, que diga la última palabra. En su lugar, Estados Unidos tendrá que funcionar dentro de una constelación de potencias políticas y económicas regionales.
Aún antes de la crisis financie, fuentes de inteligencia del gobierno norteamericano pronosticaron un significativo realineamiento internacional durante las próximas dos décadas. A principios de 2005, el Consejo Nacional de Inteligencia publicó un informe de 119 páginas titulado Mapeo del Futuro Global. Como reportó Slade, el documento argumentaba que en 2020 «Estados Unidos seguirá siendo ‘un importante conformador del orden internacional’ –probablemente el país más poderoso–, pero su ‘posición relativa de poder’ se habrá ‘erosionado’. Las nuevas ‘potencias arribistas’ –no solo China e India, sino también Brasil, Indonesia y quizás otros– acelerarán esta erosión por medio de ‘estrategias diseñadas para excluir o aislar a Estados Unidos’ a fin de ‘obligarnos o engatusarnos’ para que juguemos según sus reglas».
Estas predicciones están demostrando estar bien fundamentadas. Según The Independent, de Londres, la cumbre del G-20 presentó una versión del orden multipolar; fue «una cumbre que demostró el nuevo balance de poder». Allí «la voz de Estados Unidos fue una más entre otras, aunque influyente… Por inclinación o necesidad, Estados Unidos después de Bush parece ver su lugar en el mundo de una manera un poco diferente: menos excepcionalismo norteamericano, en busca de mayor consenso. En el G-20, la presencia de China, India e Indonesia brinda un anticipo de un futuro orden mundial». Sobresaliendo por sobre otras naciones, «China hizo su debut como potencia en ascenso».
Los debates se suceden acerca del cambio multipolar. Algunos comentaristas se preocupan de que, simultáneamente con el ascenso del fascismo en el período de entre guerras, un colapso económico global pudiera traer al poder en muchos países movimientos reaccionarios y xenófobos. Y ya en los años de Bush, defensores conservadores del imperio, tales como Niall Ferguson, el historiador de Harvard, esparcieron el temor acerca de la posibilidad del fin de la unipolaridad. «Si Estados Unidos se retira de la hegemonía global –su frágil autoimagen herida por fracasos menores en la frontera imperial– sus críticos en el país y en el exterior no deben imaginarse que están trayendo una nueva era de armonía multipolar, ni siquiera un retorno al viejo balance del poder», escribió en Foreign Policy. «Desafortunadamente, la alternativa a una única súper potencia no es la utopía multilateral, sino la pesadilla anárquica de una nueva Edad Media». El historiador alertó acerca de «Imperios declinantes. Renacer religioso. Anarquía incipiente. Un retiro futuro a ciudades fortificadas. Estas son las experiencias de la Edad Media que un mundo sin una hiperpotencia podía verse experimentado rápidamente».
Por supuesto, los que más se lamentan de la pérdida de la «hiperpotencia» son los mismos que aclamaron la invasión de Irak. Y desafortunadamente, en su papel de hegemónico global. Estados Unidos apoyó a gobiernos represivos y antidemocráticos con tanta frecuencia como los combatió. Pero hay algo de advertencia justificada para los multipolaristas: la decadencia imperial no garantiza el progreso. Ciertamente, otras potencias en ascenso necesitarán estar sometidas al mismo nivel de escrutinio público y crítica democrática como los Goliat del pasado.
Pero aunque el rechazo tanto del modelo de globalización corporativo como el imperial puede que no sea suficiente para crear un orden global más justo, es necesario. La crisis económica actual, global por su alcance, traerá verdadero dolor para los trabajadores y para las comunidades económicamente vulnerables de todo el mundo, los que más sufrirán durante una «Gran Recesión». Pero también hay esperanza en tiempos de crisis. La deslegitimización dual del imperio y del fundamentalismo de mercado ha creado más espacio para las alternativas globales del que ha existido desde el fin de la Guerra Fría. Ahora es el momento de difundir las visiones políticas y económicas que emergen desde abajo. Y es una oportunidad para Estados Unidos de construir una visión de relaciones internacionales más humildes, más igualitarias y más democráticas de lo que se ha buscado anteriormente en nombre de la libertad.
¿Una potencia más suave?
Estados Unidos, independientemente de sus problemas, no va a desaparecer. Los pronósticos de colapso por parte de la izquierda y la derecha generalmente imaginan la decadencia del imperio como un proceso más fijo y predeterminado que este. La debilidad económica en Estados Unidos, incluso el desplazamiento del dólar de la escena mundial, no significará que EEUU pasará a la irrelevancia de manera rápida y dramática. Estados Unidos sigue siendo con mucho la mayor economía del mundo y su poderío militar empequeñecerá en el futro previsible a los rivales en ascenso. Incluso en un entorno multipolar, Estados Unidos pudiera mantener su status como el «primero entre iguales» durante varias décadas.
Por tanto, más importante que determinar si Estados Unidos es un imperio es la cuestión de cómo Washington manejará la transición a una situación en que su relativo dominio ha disminuido. Debido a que el perfil de esta decadencia es muy variable, las decisiones de política exterior de la administración Obama siguen siendo relevantes.
Un peligro actual es que el Presidente Obama, aunque rechace el descarado unilateralismo de la administración Bush y guarde el puño del poderío duro de EEUU, regrese a una forma más suave de poder imperial. Bajo Bill Clinton, Estados Unidos usó a las instituciones multilaterales como el FMI, el Banco Mundial y la Organización Mundial del Comercio (OMC) como los instrumentos fundamentales de la política exterior. Aunque es manejado por economistas de cuello y corbata en vez de militares en uniforme de camuflaje, estos organismos ejercieron considerable control sobre otros países.
Las instituciones financieras internacionales obligaron a los países en desarrollo a cumplir con las recetas del «Consenso de Washington», a fin de recibir apoyo económico. Estas políticas fundamentalistas de mercado benefician a una elite corporativa, mientras incrementan las desigualdades y producen un crecimiento muy limitado en los países donde son implementadas. Los mercados desregulados de la globalización corporativa también demostraron ser propensos a las crisis y produjeron choques sistémicos que fueron de las crisis financieras asiáticas de 1998 y 1999, al colapso económico de Argentina en 2001 y la crisis que comenzó con el colapso del sector no preferencial de la vivienda en EEUU.
Durante los años de Bush, el poder del FMI y del Banco Mundial disminuyó de manera dramática, en parte debido a los efectos de descrédito de las crisis anteriores, y en parte debido al desinterés de la administración Bush por invertir en estructuras multilaterales. La Casa Blanca de Bush, con su inclinación al poder duro unilateral, no apreció las ventajas de los instrumentos imperiales de Clinton y a veces los despreció abiertamente. George Monbiot, el periodista británico y columnista de The Guardian, describió esto con perspicacia como la «paradoja no aceptada de pensamiento neoconservador». En una columna en abril de 2005 escribió que los operativos de la política exterior de Bush querían destruir el viejo orden multilateral y reemplazarlo con uno nuevo norteamericano. Lo que no podían comprender es que el sistema «multilateral» era en realidad una proyección del unilateralismo norteamericano, ingeniosamente presentado para conceder a otras naciones la suficiente libertad como para evitar que se opongan a él. Como sus oponentes, los neoconservadores no comprenden lo bien que Roosevelt y Truman conformaron el orden internacional. Ellos están buscando reemplazar un sistema hegemónico que es duradero y eficaz con uno que no ha sido probado y (porque otras naciones tiene que combatirlo) inestable. Cualquiera que crea en la justicia global debiera desearles buena suerte.
Para los críticos del FMI y el Banco Mundial, es un avance ver la manera en que decaen estos organismos. Pero ahora parece que a la labor de desmantelamiento del viejo orden hegemónico aún le falta mucho. El sistema de Bretton Woods puede que sea más duradero y eficaz de lo que Monbiot puede pensar.
Los sospechosos habituales
Actualmente, el descenso económico global está dando nueva vida a algunas de las instituciones que tuvieron mayor responsabilidad en la crisis. Los críticos temen que la administración Obama pueda usar estas instituciones para apuntalar la hegemonía norteamericana, aunque de una forma más sutil. Al hacerlo, sin dudas Obama parecería más progresista que Bush. Pero los elogios liberales estarían equivocados si las instituciones multilaterales que él reanime se mantienen fieles a sus prácticas pasadas.
En la Cumbre del G-20, los líderes reunidos se comprometieron a canalizar $750 mil millones o más a través del FMI en apoyo a los países en desarrollo, el triple de los recursos de las instituciones. Según The Independent de Londres, «si todo el mundo cumple su palabra, las instituciones, que parecieron estar al borde de la redundancia solo hace unos pocos años, pronto se verán repletas de nuevo efectivo y nuevas responsabilidades… El desprecio de la era de Bush por la ONU y otros foros multilaterales es algo del pasado. Al menos por ahora».
Una interpretación positiva de estos hechos sería que el pueblo y las instituciones cambian junto con las condiciones políticas. «El Larry Summers de 2009 no es el Larry Summers de 1999», suponiendo que el ex Secretario del Tesoro, uno de los principales globalistas corporativos en los años de Clinton, ayude a promover un programa económico mucho más progresista dentro de las circunstancias alteradas que le han permitido convertirse en el director del Consejo Nacional Económico de Obama. Optimísticamente, se puede esperar que el FMI tenga un renacimiento similar. Aunque en el pasado el Fondo empeoró la crisis financiera asiática al obligar a los países a recortar gastos y eliminar las regulaciones económicas, ahora se verá obligado a convertirse en una institución capaz de estimular el gasto y distribuir la generosidad keynesiana a los necesitados.
Esta opinión puede que no sea necesariamente ingenua. Con vistas a la cumbre del G-20, el Primer Ministro británico Gordon Brown delineó explícitamente un alejamiento de prácticas pasadas. «Demasiado a menudo», reconoció, «nuestras respuestas a crisis anteriores han sido inadecuadas o mal encausadas al promover ortodoxias económicas que nosotros mismos no hemos seguido y que han condenado a los más pobres del mundo a una mayor crisis de pobreza». Brown fue más allá en la propia cumbre del G-20 al declarar abiertamente: «el Consenso de Washington ha terminado».
The New York Times reportó los cambios correspondientes en el seno del FMI:
Ya ha habido señales de cambio. A fines del mes pasado el FMI anunció una reforma de sus criterios de préstamos para hacer menos énfasis en la evaluación de la capacidad de un prestatario para cumplir con «criterios estructurales de desempeño», la jerga del FMI para medidas tales como recortes de gastos y aumentos de impuestos. Los que apoyan al FMI dicen que el fondo ha aprendido la lección de la experiencia de trabajar con países asiáticos después de la crisis financiera de la región en 1998, y ahora tiene la posición de ofrecer crédito sin condiciones duras.
Sin embargo, hay muchas razones para sospechar. La costumbre del FMI de imponer condiciones dañinas no es ni con mucha historia antigua. Los acuerdos de rescate acordados durante el último año con países como Hungría, Letonia, Rumania y Pakistán han exigido a esos países que aumenten las tasas de interés, reduzcan los salarios y beneficios de los empleados públicos y eviten que los gobiernos centrales inyecten dinero en la economía –exactamente lo contrario de lo que exigiría cualquier plan real de «estímulo».
El espaldarazo a la OMC por parte del G-20 fue igualmente problemático. A pesar de la historia de esa institución en la promoción de la desregulación neoliberal, los líderes del G-20 se comprometieron a proseguir las negociaciones actualmente estancadas.
Al comentar la declaración final de la cumbre, la abogada sindical Lori Wallach, directora de Vigilancia Pública Sindical Global del Ciudadano, argumentó que «Una página del comunicado identifica ‘grandes fracasos… en la regulación financiera y en la supervisión’ como ‘causas fundamentales de la crisis’… mientras que la página siguiente reafirma el compromiso de los líderes para concluir las negociaciones de la Ronda de Doha de la OMC que requieren de más desregulación de las finanzas».
Los continuos fracasos de las instituciones financieras internacionales están relacionados con sus estructuras lamentablemente nada democráticas. En el FMI, las reformas de años recientes han realizado aperturas simbólicas del incremento del poder de voto de los países en desarrollo. Sin embargo, Estados unidos, con más de cuatro veces el poder de voto de China y con el único poder de veto, aún se encuentra firmemente al mando. Hay poca evidencia que sugiera que el Departamento del Tesoro de EEUU o las instituciones financieras internacionales sean capaces de promover una globalización verdaderamente democrática.
Ante todo, no hacer daño
Una medida clave para avanzar hacia una política exterior post-imperial sería el abandono de la idea de que Estados Unidos es ideal cuando interviene, militar o económicamente. La Casa Blanca de Obama tiene razón en rechazar el militarismo de la administración Bush. Pero al idear algo diferente debiera tener conciencia de «ante todo, no hacer daño». Revivir una versión de la globalización corporativa bajo el disfraz del regreso al multilateralismo violaría esta máxima.
Mientras considera las alternativas, la administración Obama debiera reconocer que algunos de los procesos democráticos más dinámicos en el mundo han estado sucediendo en Latinoamérica, la cual recientemente ha experimentado una forma de abandono benigno. Aunque esta región tradicionalmente ha sido considerada como el patio trasero imperial de Estados Unidos, a menudo fue ignorada en los años de Bush, cuando Washington se dedicó al Medio Oriente. Los resultados han sido prometedores.
En la última década, los electores latinoamericanos se le han adelantado al Primer Ministro Brown en sus observaciones acerca de la disfunción del Consenso de Washington. En un país tras otro han elegido a nuevos líderes con mandatos para romper relaciones con las instituciones internacionales y seguir nuevas políticas económicas. Como resultado, aún antes de la actual crisis, países como Bolivia, que tiene una de las poblaciones más pobres del hemisferio, han estado ideando maneras más equitativas de distribuir la riqueza de los recursos naturales –y formas más democráticas de dar participación en el proceso político a las poblaciones indígenas, históricamente marginalizadas. Países como Argentina, que sufrió tremendamente bajo el neoliberalismo apoyado por Washington, han trabajado para desarrollar estructuras financieras regionales como alternativa para permitir una mayor independencia.
Un enfoque hacia dentro por parte de la administración Obama para manejar las implicaciones nacionales de la crisis económica sería bienvenido, en la medida en que permita tales experimentos. En ese caso, si la economía norteamericana aún sin paralelo, su alcance cultural y su red mundial de bases militares continuarán considerándose como un poder imperial –o si otro lenguaje más preciso describe su dominio dentro de un sistema emergente multipolar– estará abierto al debate. Pero nos habremos acercado más al día en que los administradores extranjeros «iluminados» y «seguros de sí mismos», con salacots o yugos de camisa, sean retirados permanentemente.
— Mark Engler, analista de Foreign Policy In Focus, es el autor de Cómo dominar al mundo: la batalla que se acerca por la economía global (Nation Books, 2008). Se le puede contactar por medio del sitio web http://www.
Traducido por Progreso Semanal.