Lo que Gilbert Nshimyumukiza recuerda del genocidio de Ruanda es que comenzó a llover mientras él y sus hermanos intentaban llevar al interior de su casa a su padre herido. El terreno estaba resbaloso por el barro y el hombre era muy pesado. Luego lo cubrieron con una sábana y esperaron a que muriera. «La […]
Lo que Gilbert Nshimyumukiza recuerda del genocidio de Ruanda es que comenzó a llover mientras él y sus hermanos intentaban llevar al interior de su casa a su padre herido. El terreno estaba resbaloso por el barro y el hombre era muy pesado. Luego lo cubrieron con una sábana y esperaron a que muriera.
Miles de niños y adolescentes ruandeses se vieron en idéntica situación a la de Nshimyumukiza. Huérfanos, sin padres que los aconsejaran, muchos ni siquiera pensaron lo que significaría para su futuro abandonar la escuela.
Nshimyumukiza tenía nueve años durante los 100 días de 1994 durante los cuales alrededor de 800.000 miembros de las etnias tutsi y hutu moderados fueron masacrados, a manos de las milicias conocidas como «interahamwe» e incluso ciudadanos ordinarios, empujados a la matanza por el régimen hutu de línea dura.
Ahora tiene 21 años y está desempleado. Tampoco estudia. Admite que sus perspectivas de futuro son desalentadoras. No se trata sólo de los problemas físicos o psicológicos, sino de su bajo nivel de educación formal.
«El gobierno admite en la Universidad a quienes se graduaron en la escuela secundaria con un promedio de por lo menos tres puntos», dijo a IPS. «El mío fue 2,8».
Luego del genocidio, a Nshimyumukiza le resultaba difícil preocuparse de sus clases o prestar atención a sus maestros.
«El gobierno otorgó a los sobrevivientes dinero para los aranceles escolares. Pero no teníamos comida, ropa, zapatos. Me conseguí un trabajo, cortando el pelo en la calle y esto me impedía ir a la escuela, a veces durante más de una semana», recordó.
Noel Munyarwa, a los 10 años, era un alumno de escuela primaria que se destacaba tanto en matemáticas como en travesuras y soñaba con tener, algún día, un automóvil.
Ahora trabaja como empleado doméstico, cocinando y limpiando para pasantes expatriados, muchos de su misma edad, en una organización no gubernamental de Ruanda. Gana 40 dólares al mes, más alojamiento y comida.
Cuando comenzaron los asesinatos en la aldea, su familia se refugió en la iglesia, donde esperaban estar a salvo. Pero las milicias hutu rodearon el edificio y arrojaron granadas a través de las ventanas.
«Una mató a mi madre y mis dos hermanas», dijo a IPS con una voz apenas audible, su cara convertida en una máscara de dolor. «Pude huir con mi hermana menor y seguimos a otros hacia Burundi», agregó.
Cuando retornaron, seis meses después, ir a la escuela estaba fuera de la cuestión. El gobierno sólo ofrecía ayuda para los aranceles, pero nada más. «Necesitaba zapatos y lápices y comida para después de clase», relató.
Su familia adoptiva no podía hacer frente a ese gasto, por lo que Munyarwa comenzó a vender cigarrillos y galletas en la calle, junto con otros huérfanos. Luego encontraron trabajo en casas, para cocinar, lavar los platos y hacer la limpieza general.
Emmanuel Ngabanziza siempre deseó «portarse mal» en la escuela primaria, pero su padre lo golpearía si no figuraba entre los primeros de la clase.
Cuando se desató la matanza, su madre y su padre fueron fusilados frente a él, quien huyó junto a sus seis hermanos y hermanas. Cuatro de ellos fueron ametrallados. Ngabanziza y dos de sus hermanas lograron llegar a Burundi con otras personas de su aldea.
«Éramos más de 150 huyendo a través de los campos. Pero las milicias también estaban allí, con machetes. Creo que llegamos 50, los demás fueron asesinados», dijo a IPS.
Luego de cuatro meses en un campamento de refugiados en la frontera con Burundi regresó a Ruanda y a la escuela, pero no le fue bien.
«Me sentía miserable. Estaba muy triste. Nadie cuidaba de mí. Sentía que había estado lejos de la escuela por mucho tiempo», relató.
Algunos jóvenes ruandeses que lograron sobrevivir al genocidio lograron continuar con sus vidas en mejores condiciones.
Serge Rwigamba, un quisquilloso joven de 26 años, considera que su vida consta de tres etapas: la despreocupada previa al genocidio, la terrorífica durante la matanza y la actual, la de las secuelas.
Cuando asistía a la escuela primaria no pensaba en su origen étnico. Una vez, cuando un maestro pidió que los alumnos hutu se pusieran de pie, él lo hizo con ellos. Eran los mejores jugadores de fútbol del colegio y los admiraba. Sólo cuando el maestro, un hutu, le ordenó bruscamente que se sentara tomó conciencia de que era tutsi.
Durante el genocidio, Rwigamba, quien tenía 13 años, se mantuvo ocultó en la iglesia católica Sagrada Familia de Kigali mientras otros tutsis eran arrastrados fuera de ella para ser asesinados a tiros o machetazos por las milicias. Escapó a la muerte cubriendo su cara con una pollera para simular que era una niña. Su padre y su hermano no tuvieron esa suerte.
Ahora estudia en la Universidad Libre de Kigali y trabaja como guía en el Museo del Genocidio de la capital, pero todavía lucha con recuerdos aterrorizadores.
«Mi padre y mi hermano están enterrados acá, en algún lugar», dijo mientras recorría su lugar de trabajo, donde 258.000 víctimas descansan en 14 fosas comunes. «Tengo suerte, puedo visitarlos todos los días», agregó.
Como la mayoría de los ruandeses jóvenes, Rwigamba es mucho más reticente que sus compatriotas de más edad cuando se le pregunta si está dispuesto a perdonar a los responsables del genocidio.
«Somos sólo humanos, no ángeles. Cuando nos dicen que perdonemos, nos están pidiendo actuar como si no fuéramos humanos», señaló.
Es más afortunado que muchos sobrevivientes. Su madre logró escapar y luego volvió a su trabajo en la Cruz Roja. Ahora está jubilada y no puede pagar el costo de su educación universitaria, pero el empleo en el museo le reporta 240 dólares mensuales, suficientes para cubrir sus gastos.
Rwigamba admite que tuvo suerte y se identifica con los otros sobrevivientes, pero cree que deben hacerse responsables de sí mismos. «Hay que animarlos a realizar pequeños trabajos, tienen que tomar la iniciativa», aseguró.
Muchos le responden que es más fácil decirlo que hacerlo y remarcan que se encuentran sin dirección ni guía. «Ojalá mi vida hubiera sido diferente», dijo Munyarwa, «pero no sé a dónde pertenezco».