La Casa Blanca, ese enorme edificio en la avenida Pennsylvania rodeado de jardines, es el centro del poder presidencial de Estados Unidos. El lugar es motivo de un peregrinaje casi religioso de miles de norteamericanos que saben que en su interior se producen decisiones que pueden alterar el curso de la historia. Allí trabajan, o […]
Esa percepción se ha ajustado a la realidad en muchas ocasiones a lo largo de la historia. Pero hoy vive su momento más oscuro. Un libro del famoso periodista Bob Woodward, el reportero por excelencia del poder en Estados Unidos, ha venido a dar la estocada a la imagen de estadista del presidente George W. Bush. El autor de Todos los hombres del Presidente, que hizo renunciar a Richard Nixon en 1973 cuando destapó el escándalo de Watergate, volvió a las andadas con State of denial (Estado de negación), en el cual expone las incongruencias, los desacuerdos, las disputas internas, la enorme ligereza y, sobre todo, las mentiras descaradas con que el gobierno actual ha manejado su agresiva política guerrerista en el Oriente Medio. El libro vino a sumarse a otras circunstancias, como el escándalo sexual de congresista Mark Foley, copartidario republicano de Bush, (ver recuadro) para conformar la peor semana para el Presidente en su segundo período, a menos de 40 días de las cruciales elecciones congresionales de mitaca. Unas elecciones en las que el Presidente podría perder la mayoría al menos en una de las cámaras y, de paso, buena parte de su capacidad de maniobra en el gobierno
Como han comentado varios medios, el libro de Woodward sorprende más por los detalles que por el fondo del asunto, que ya venía gravitando sobre la conciencia colectiva de los norteamericanos. Como dijo a SEMANA Sydney Blumenthal, ex consejero del presidente Bill Clinton y autor de Cómo gobierna Bush, crónicas de un régimen radical, «el libro de Woodward ayuda al público a ser consciente de la incompetencia de su administración. Sus revelaciones confidenciales no son extraordinarias, pero la atención que despierta el autor y el momento hacen daño a lo republicanos. Ellos estaban tratando de restarle importancia a Irak y hablar del terrorismo, y en ese sentido, el libro es devastador».
Es que el gobierno de George W. Bush atraviesa una crisis de credibilidad tal, que ya no son pocos los observadores que se atreven a decir, sin pudor alguno, que es el peor Presidente de los 43 que ha tenido la Unión Norteamericana. Desde el final de su primer período ya se habían alzado voces para cuestionar no sólo las capacidades intelectuales del hombre más poderoso del planeta, sino una preocupante liviandad a la hora de asumir sus responsabilidades. Esa visión se hacía más dramática vista a la luz del momento histórico por el que atraviesa el país. El 11 de septiembre de 2001, el peor ataque de la historia de Estados Unidos, por cuenta de la organización terrorista Al Qaeda, generó una respuesta que aún es la columna vertebral de su política exterior: la guerra contra el terrorismo.
Pero esta campaña, que en su primera instancia, el ataque a Al Qaeda, su jefe Osama Ben Laden y a sus anfitriones talibanes en Afganistán, parecía plenamente justificada, se empantanó cuando el gobierno se empeñó en un segundo capítulo. La invasión a Irak no sólo aisló a Estados Unidos de la mayor parte de sus aliados originales, sino creó una situación caótica que, hoy por hoy, es el caldo de cultivo del terrorismo en el nivel mundial. Más de 3.500 muertos al mes, un país completamente destruido y una creciente ira en el mundo musulmán son un resultado que habla por sí solo, mientras el gobierno se empeña en sostener, a plena conciencia de que miente, que tiene la situación bajo control.
Un libro explosivo
Woodward, una especie de ídolo del periodismo norteamericano, había perdido parte de su aura con sus dos libros anteriores, La guerra de Bush y Plan de ataque, porque en ellos parecía haber sucumbido a las mieles de la cercanía del poder. Pero, según parece, esa aparente renuncia a la crítica le multiplicó aun más su acceso a las fuentes más altas de la Presidencia. El propio Bush, que había prohibido a sus funcionarios hablar con la prensa, les dio vía libre para hablar con un periodista que creía suyo. Como resultado, éste pudo reivindicarse con creces con State of Denial.
El libro está lleno de escenas que muestran con sorprendente minuciosidad la ligereza con que se tomaron decisiones cruciales, pinta a Bush como un personaje que rechaza las malas noticias y acepta sólo las buenas y que actúa con increíble superficialidad en medio de un optimismo que supera los límites de lo irresponsable. Cuenta cómo David Kay, el máximo funcionario de control de armas de Estados Unidos, quedó impresionado porque Bush no le hizo ninguna pregunta cuando le informó sobre la inexistencia de las armas de destrucción masiva en Irak, el principal pretexto para invadir a ese país. Y describe al secretario de Defensa Donald Rumsfeld como un funcionario que desprecia al aparato estatal y los consejos de los expertos, en función de sus propias ideas. Tanto, que el propio Bush tuvo que indicarle, medio en broma, que le devolviera las llamadas a la entonces consejera nacional de seguridad, Condoleezza Rice, quien se quejaba de que no le pasaba al teléfono porque sabía de su posición crítica.
Y al resto de los funcionarios, como la propia Rice, los describe como consejeros que suprimen las malas noticias para no molestar al jefe y se tragan sus opiniones negativas para no quedar por fuera del equipo, marionetas incapaces de contradecir aun los mayores absurdos de la política imperante. Woodward cita a George Bush padre cuando dijo que Rice no estaba a la altura de su cargo, y a Kay cuando sostuvo que era «probablemente la peor consejera de seguridad desde que el cargo fue creado». Rice sale damnificada sobre todo cuando el libro cuenta cómo el 10 de julio de 2001, es decir, dos meses antes del 11 de septiembre, George Tenet, entonces jefe de la CIA, y Cofer Black, el subjefe antiterrorismo, se reunieron con la consejera y le informaron que los indicios sobre un ataque terrorista de enormes proporciones eran demasiados como para ser ignorados. Rice hoy niega la acusación, pero más allá del debate, está comprobado que, efectivamente, la reunión tuvo lugar.
«¿Quieres Irán?»
Woodward narra, por ejemplo, una reunión que tuvo lugar el 28 de febrero de 2003, un mes antes de la invasión a Irak, en la Sala de Situación de la Casa Blanca. Era la primera vez que el general retirado Jay Garner, nombrado para dirigir las operaciones posteriores a la invasión, se reunía con el Presidente y su gabinete, incluidos Rumsfeld y Rice. El funcionario presentó un documento de 11 puntos en el que demostraba que cuatro de las tareas asignadas a su dependencia estaban más allá de las posibilidades de las fuerzas de invasión: desmantelar las armas de destrucción masiva (que aún esperaban encontrar), derrotar a los terroristas, reformar las fuerzas militares iraquíes y redireccionar las otras dependencias de seguridad de ese país. Narra Woodward que cuando el general terminó, nadie pronunció una palabra, aunque sus informaciones indicaban que las mismísimas tareas que justificaban la invasión estaban por fuera de su alcance. Sólo habló Bush, para preguntarle: «¿Un momento, de dónde es usted? ¿Por qué habla así?». Garner le contestó que de Florida. «¡Estás adentro!», le contestó el Presidente, con un dejo de aprobación, mientras los asistentes asentían en silencio. Al salir, Bush le dijo: «Buena esa, Jay, si tienes algún problema con el gobernador de Florida (su hermano Jeb), llámame».
En esa reunión Garner había hecho énfasis en que se requerirían al menos 200.000 soldados del Ejército iraquí para controlar la situación. Viajó a Irak poco después de la toma de Bagdad, pero se encontró con que Rumsfeld había nombrado a Paul Bremer como administrador de Irak, lo que lo dejaba a él efectivamente sin puesto. Encontró que Bremer había hecho todo lo contrario de sus recomendaciones: sacó del gobierno de Irak a todo el que tuviera vínculos con el partido Baath, el de Saddam Hussein, con lo que dejó por fuera a 50.000 funcionarios necesarios. Desbandó el Ejército, con lo que sacó al desempleo a miles de furiosos iraquíes acostumbrados a las armas. Llamó a un grupo de ciudadanos prominentes para que actuaran como asesores de la administración, pero se fueron cuando les dijo que sólo él tendría el poder. Cuando Garner le reclamó a Bremer por lo que era el desconocimiento de meses de planeación, éste le contestó que los planes habían cambiado.
Garner regresó a Estados Unidos desconsolado. Cuando por fin se reunió con Rumsfeld, éste le dijo que no había nada que hacer. «Porque ya estamos donde estamos», le dijo. Pero lo peor se presentó cuando por fin Garner pudo ver por segunda vez al Presidente. El general retirado no fue capaz de hablarle de frente y sólo le mencionó algunos detalles positivos. Bush le palmeó la espalda y le dijo «¿Hey, Jay, quieres hacer Irán?» Le contestó que preferiría Cuba. «Listo, le contestó el Presidente. Tienes Cuba».
«Bananas, manzanas y naranjas»
Woodward se enfoca también en Rumsfeld, un hombre de 75 años a quien, según algunos, Bush nombró como una forma de desmarcarse de su padre, quien lo detesta. Afirma que Rice; el jefe de gabinete, Andrew Card Jr., y hasta la primera dama, Laura Bush, intentaron convencer al mandatario de cambiar a Rumsfeld para el segundo período. Pero a pesar de las alternativas que Card le presentó, todas con una fundamentación política impecable, Bush no dio su brazo a torcer y Rumsfeld sigue hoy en su puesto.
Las anécdotas sobre Rumsfeld también son impresionantes. Cuenta que en mayo de este año, la división de inteligencia del Estado Mayor conjunto circuló un memorando secreto que mostraba que las fuerzas terroristas en Irak estaban avanzando. La insurgencia estaba ganando. Los ataques eran ahora de 700 a 800 por semana. Los muertos civiles y las bajas militares habían crecido exponencialmente. En julio, los ataques habían crecido a más de 1.000 por semana, una cifra dramática si se tiene en cuenta que habían pasado dos años de entrenamiento básico de 263.000 nuevos soldados y policías iraquíes, a un costo de 10.000 millones de dólares.
Woodward narra que le preguntó a Rumsfeld si era cierto que los ataques estaban aumentando. «Tal vez lo es», contestó. También es probable que ahora tengamos mejores datos. Una ráfaga al aire puede ser un ataque, y lo mismo uno que mate 50 personas. Así que tenemos una canasta con cosas diferentes: una banana, una manzana y una naranja». El autor dice que quedó sin palabras: «Aun con el uso más irresponsable del lenguaje, no podía entender cómo el secretario de Defensa podía comparar los ataques insurgentes con una canasta de frutas. La información que Rumsfeld recibía hablaba de categorías muy distintas, como bombas improvisadas, morteros, combates y emboscadas».
Generales en problemas
En julio pasado, Woodward entrevistó de nuevo al secretario de Defensa y le preguntó sobre el número de soldados desplegados en Irak, uno de los temas clave, pues Rumsfeld siempre argumentó a favor de una fuerza pequeña que haría un trabajo rápido. Su respuesta resultó emblemática: «Es enteramente posible que hubiera muchas tropas en un momento, y muy pocas en otro. En retrospectiva, no he visto ni oído nada de otros opinadores que me sugiera que tengan algún motivo para creer que ellos tenían razón y nosotros no. Ni puedo probar que nosotros estábamos en lo cierto y ellos no. Lo único que puedo decir es que ellos tienen mucha más seguridad que lo que mi conocimiento de los hechos me permite tener».
El libro también describe la forma como los generales se sienten atropellados por la autoridad omnímoda de Rumsfeld, y narra la conversación que sostuvo en 2005 uno de ellos, el comandante de la Otan, Jim Jones, con su amigo Pete Pace, a punto de convertirse en jefe de Estado mayor. Jones le dijo a su amigo que «enfrentarás un desastre y formarás parte de la debacle de Irak», y le pidió que no se convirtiera en «el loro en el hombro del secretario». «Las decisiones militares están siendo influidas por el nivel político», le insistió. Y sostuvo que el Estado mayor conjunto «ha sido emasculado sistemáticamente por Rumsfeld». Pero según Woodward, cuando Pace llegó a su nuevo puesto, negó tajantemente haber sostenido alguna vez esa conversación. Jones, en cambio, la confirmó en su totalidad.
También cuenta cómo en marzo de este año, el general John Abizaid, comandante para el Oriente Medio, testificó ante el Comité de Servicios Armados del Senado, y describió una situación optimista en Irak. Pero cuando se sentó a solas con el congresista John Murtha, dijo que quería hablar francamente y le pintó una situación completamente diferente. «Estamos lejos», le dijo.
Los efectos
El libro de Woodward fue lanzado en el peor momento para Bush. Hace dos semanas, un documento habitual titulado National Intelligence Estimate (Previsiones de inteligencia nacional), preparado por los organismos del ramo, fue filtrado a la prensa, con la información de que la situación de Irak es mala en 2006 y lo será aun más en 2007. Y la semana pasada, el escándalo sexual del congresista republicano Mark Foley vino a sumarse a la debacle del gobierno, pues puso en mala situación electoral a su partido. Lo malo no sólo es que los problemas se hayan presentado al mismo tiempo, sino que todos están basados en hechos reales y los desmentidos han sido escasos y débiles.
Todo ello tiene la capacidad de producir efectos tanto nacionales como mundiales. En el nivel nacional, podría llevar a que las elecciones del 7 de noviembre se conviertan en una catástrofe para los republicanos, lo que convertiría a Bush, en el mejor de los casos, en un «lame duck», un Presidente irrelevante. Porque en el peor, podría incluso llevar a consecuencias aun mayores. Como dijo a SEMANA Francis A Boyle, experto de la Universidad de Illinois, «Bush está preocupado porque si los demócratas obtienen el control del Congreso, tratarán de adelantar el proceso de ‘impeachment’ (destitución). Los demócratas lo niegan a estas alturas, para que no sea un tema electoral, pero sería una prioridad en su agenda».
Y aun si esta situación extrema no se llegara a presentar, los actores internacionales han adquirido la percepción de que tienen enfrente a un Presidente norteamericano que no las tiene todas consigo. Es el caso de la crisis entre Georgia, un cercano aliado de Estados Unidos en el Cáucaso, que enfrenta una dura crisis con Rusia, cuyo presidente, Vladimir Putin, se ha sentido en libertad de ejercer una presión que sería impensable si el gobierno norteamericano no atravesara esta crisis. No sería descabellado pensar que la creciente asertividad de Irán, y hasta la amenaza de Corea del Norte de hacer una prueba nuclear, se basaran en la debilidad que sus líderes perciben en la Casa Blanca de Bush.
Lo malo es que la realidad gobierna a la percepción. Hoy se puede dar la mayor paradoja de todas: sólo un golpe de dimensiones históricas, como la captura o la muerte de Osama Ben Laden, el líder de Al Qaeda, podría salvar a su mayor enemigo del mayor desastre político de su carrera.