Traducción del inglés para Rebelión de Carlos Riba García
La guerra en la época de la presidencia imperial
Introducción de Tom Engelhardt
Diecisiete días después de la Torres Gemelas se vinieran abajo en medio de una apocalíptica nube de humo y ceniza, el Congreso aprobó con apenas un voto en contra una «Autorización para el empleo de las fuerzas armadas» o AUMF (por sus siglas en inglés), estableciendo:
«Que el presidente está autorizado a utilizar la fuerza necesaria y adecuada contra aquellas naciones, organizaciones o personas que él haya determinado que han planeado, autorizado, cometido o ayudado en los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001 o albergado a esas organizaciones o personas con el fin de impedir cualesquiera acciones futuras de terrorismo internacional contra Estados Unidos por parte de aquellas naciones, organizaciones o personas.»
Dieciséis años más tarde, en las repercusiones de la muerte de cuatro militares estadounidenses por parte de un grupo terrorista afiliado al Daesh en la zona fronteriza entre Niger y Malí -donde no rige la ley-, los secretarios de Defensa James Mattis y de Estado Rex Tillerson comparecieron ante la Comisión de Relaciones Exteriores del Senado. Estaban allí para asegurar a los senadores que, como informó el Washington Post, «no había necesidad de una nueva autorización que reemplazara a la aprobada inmediatamente después de los ataques del 11 de septiembre de 2001».
No importaba que, durante todos esos años pasados, Estados Unidos se hubiese visto envuelto en guerras y enfrentamientos de todo tipo de las Filipinas a Siria, de Yemen a Niger, frecuentemente contra grupos que nada tenían que ver con al-Qaeda ni con los ataques del 11-S. Tal como señaló Micah Zenko, «es deprimente ver con cuánta frecuencia algunos senadores y Mattis dicen ‘el enemigo’ para describir a docenas de grupos diversos en 19 países». Para los funcionarios más importantes de la administración Trump, sin embargo, hace algo más de una década y media el Congreso se limitó a cumplir con su tarea; cualquier otra cosa -como atestiguó el secretario de Defensa-, solo podía señalar tanto a nuestros enemigos como a nuestros amigos que dejábamos de apoyarles en su lucha». La revocación de la hoy antigua AUMF, agregó, «crearía importantes posibilidades de que nuestros enemigos tomaran la iniciativa».
En otras palabras, tanto Mattis como Tillerson les estaban diciendo a los senadores que cuando se trataba de la obligación constitucional de declarar una guerra, debían irse a su casa, dormir bien una noche y dejar que los expertos en la AUMF de las fuerzas armadas de Estados Unidos se ocuparan de la situación tan brillantemente como lo han hecho durante la última década y media. Sin embargo, tal como hoy señala el comandante Danny Sjursen, colaborador habitual de TomDispatch y autor de Ghost Riders of Baghdad (Los jinetes fantasmas de Bagdad), el consejo de los dos funcionarios de Trump en realidad estaba muy atrasado en el tiempo. Tratándose de los poderes de guerra del Congreso, hace mucho tiempo que los senadores se han ido a su casa.
Si el lector necesita una evidencia de esto, solo debe remitirse al comentario del senador Lindsay Graham -típico entre sus colegas congresistas- después de las muertes en Niger: «No sabía que había 1.000 soldados en Niger», dijo. Por supuesto, él se refería a soldados estadounidenses; además, decía simplemente que -hablando en términos militares- el Congreso no «sabe exactamente dónde estamos en el mundo y qué estamos haciendo» (si en relación con la presencia militar de Estados Unidos en África él hubiese leído TomDispatch, por supuesto lo habría sabido). Y piense el lector que desde hace bastante tiempo él es integrante de la Comisión de Servicios Armados del Senado.
Graham y los demás senadores no sabían, por ejemplo, que los 8.400 miembros de las fuerzas armadas de EEUU supuestamente dejados en Afganistán al final de la administración Obama en realidad eran entre 11.000 y 12.000 o que, en la reciente lucha -que ya dura varios meses- en la ciudad filipina de Marawi, tomada por guerrilleros afiliados al Daesh, los asesores de la Fuerza de Operaciones Especiales y los drones de EEUU han desempeñado un importante, aunque muy poco aireado, papel. Y en cuanto a Afganistán, gracias a la política militar de la nueva época Trump, es probable que dentro de poco tiempo los senadores sepan aun menos. Podría continuar, pero el lector ya tiene una idea. Tal como Sjursen lo pone en claro hoy, para Estados Unidos ahora son las guerras presidenciales hasta el final de los tiempos.
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Hacer la guerra sin autorización de los representantes (algo no tan novedoso en EEUU)
El 1 de septiembre de 1970, después de que el presidente Nixon extendiera la guerra de Vietnam mediante la invasión de la vecina Camboya, el senador demócrata George McGovern, condecorado veterano de la Segunda Guerra Mundial y futuro candidato a la presidencia, se dirigió a los miembros del Senado y les dijo:
«Todos los senadores [aquí presentes] somos en parte responsables de haber enviado a 50.000 jóvenes estadounidenses a una muerte anticipada… Esta cámara huele a sangre… Ningún representante ni senador ni presidente necesita valentía alguna para envolverse con la bandera y decir ‘nos mantenemos en Vietnam’, porque no es nuestra sangre la que se derrama.»
Han pasado seis años desde que la notablemente imprecisa ‘Resolución del golfo de Tonkin’ del presidente Johnson -cualquier cosa menos autorizada por el Congreso-, proporcionó un exiguo marco legal para la escalada militar estadounidense en Vietnam. Las dudas sobre la veracidad del supuesto ataque naval norvietnamita a unos destructores de EEUU en el golfo de Tonkín -que oficialmente precipitó la resolución- nunca se han disipado; tampoco las dudas de que la armada estadounidense tuviese alguna razón que justificara el aventurarse tan cerca de la costa de una nación soberana. No importó. El Congreso concedió al presidente lo que él quería: fundamentalmente un cheque en blanco para bombardear, golpear y ocupar Vietnam del Sur. A partir de ahí solo había algunos pasos para que nueve años más de guerra, bombardeo ilegal de Laos y Camboya, la invasión del territorio de ambos países y, eventulamente, la muerte de 58.000 estadounidenses y más de tres millones de vietnamitas.
Dejando de lado el resto de este triste capítulo de la intervención de nuestro país en Indochina, centrémonos solo un momento en el papel del Congreso en las guerras de esa época. Mirando hacia atrás, Vietnam aparece como un capítulo más en los 70 años de ineptitud y apatía por parte del Senado y la Cámara de Representantes cuando se trató del deber constitucional de conceder poderes de guerra. En esos años, una y otra vez, el poder legislativo eludió su responsabilidad histórica -y legal- que le asigna la Constitución de declarar (o negarse a ello) una guerra.
Aun así, jamás en esos 70 años el deber del Congreso de hacerse valer en cuestiones de guerra y de paz ha sido tan vital como lo es hoy en día, cuando hay soldados de Estados Unidos involucrados -y todavía muriendo, aunque ahora en números menores- en una guerra no declarada tras otra en Afganistán, Iraq, Siria, Somalia y en estos momentos Niger… e incluso vaya uno a saber dónde más.
De la crisis del golfo de Tonkin, avancemos rápidamente 53 años para encontrarnos este septiembre con el desesperado intento del senador Rand Paul de exigir algo tan simple como un debate parlamentario sobre la base legal de las guerras eternas de Estados Unidos, que sólo obtuvo 36 votos. El debate fue saboteado por un pacto de halcones de la guerra de los dos partidos mayoritarios. ¿Y quién se enteró acaso -aparte de los obsesivos televidentes de C-SPAN- de cómo fue tratado el cri du coeur* de cuatro horas de Paul para denunciar el acuerdo del Congreso con la «guerra ilimitada en cualquier momento y en cualquier sitio del planeta»?
El senador por Kentucky buscaba algo que puede ser visto ciertamente modesto: acabar con la confianza de una administración tras otra en la hace tiempo obsoleta Autorización para el empleo de las fuerzas armadas (AUMF) posterior al 11-S para toda la multifacético y extendida conflictividad bélica estadounidense. Él quería que el Congreso discutiera y aprobara legalmente (o lo contrario) cualquier operación militar futura en cualquier sitio de la Tierra. Aunque esto puede sonar bastante razonable, más de 60 senadores, demócratas y republicanos por igual, frustraron la iniciativa. Al hacerlo, aprobaron (una vez más) su renuncia a cualquier protagonismo en el perpetuo estado de guerra de Estados Unidos; además de, por supuesto, financiarlo con munificencia.
Finalmente, en junio de 1970, con 50.000 soldados muertos ya en el sudeste de Asia, el Congreso se atrevió a revocar la resolución del golfo de Tonkin, una acción de los dos partidos mayoritarios encabezada por el senador republicano por Kansas Bob Dole. Casualmente, en el senado actual no existe un Bob Dole. Consecuencia: no es necesario ser un cínico ni una marmota de Punxsutawney para predecir seis semanas más de invierno, es decir, guerra eterna.
En realidad, se trata de una historia muy vieja. Desde el día de la victoria, en junio de 1945, cuando se ha tratado de la guerra, el Congreso ha evadido su explicita responsabilidad constitucional entregando las llaves del empleo eterno de las fuerzas armadas de Estados Unidos a un presidente cada vez más imperial. Un Congreso a menudo estancado y cada vez menos popular ha agachado la cabeza en las sombras mientras los estadounidenses morían en guerras no declaradas. Juzgando por la falta de escándalo público, tal vez pueda pensarse que esto también es lo que prefiere la ciudadanía. Después de todo, es poco probable que los ciudadanos deban hacer el servicio militar. No hay servicio militar obligatorio ni necesidad de sacrificar nada en las guerras de EEUU. La única tarea del público es aguantar los rituales deportivos cada vez más militarizados y decir «gracias» a cada soldado con el que se encuentre.
Sin embargo, con el quijotesco pensamiento de que no es esta la forma en que deben ser las cosas, presento a continuación un breve relato de los 70 años de idilio del Congreso con la cobardía.
La guerra de Corea
La última vez que el Congreso declaró una guerra de verdad fue durante la presidencia de Franklin Delano Roosevelt, justo después de que Japón atacara Pearl Harbor y los nazis debían ser derrotados. Sin embargo, cinco años después del final de la Segunda Guerra Mundial, en respuesta a la invasión del sur de la península coreana por parte de Corea del Norte con la intención de reunificarla, el sucesor de Roosevelt, Harry Truman, decidió intervenir militarmente sin consultar al Congreso. Sin duda, no tenía la menor idea de que estaba sentando un precedente. En los 67 años que dura esa intervención, morirían más de 100.000 soldados estadounidenses en la guerra no declarada en ese país; fue Truman quien nos hizo dar el primer paso en este nefasto camino.
En junio de 1950, después de consultar con sus secretarios de Estado y de Defensa y con el jefe de estado mayor conjunto, anunció una intervención en Corea para parar la invasión procedente del Norte. La administración alegó que no se necesitaba una declaración de guerra, porque Estados Unidos estaba actuando bajo los auspicios de una resolución unánime del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas -nueve votos a favor y ninguno en contra, porque en ese momento la Unión Soviética estaba boicoteando a ese consejo-. Cuando algunos periodistas le preguntaron si en realidad los combates a gran escala en Corea no constituían una guerra, el presidente se cuidó mucho para evitar esa palabra, El conflicto, dijo, no era «más que una acción policial en el marco de Naciones Unidas». Temiendo que la Unión Soviética pudiera responder intensificando el conflicto y que la represalia atómica era una posibilidad que no debía descartarse, está claro que Truman consideró prudente cuidar sus palabras, lo que sentaría un peligroso precedente para el futuro.
A medida que aumentaban las bajas estadounidenses y la lucha se hacía más intensa fue cada vez más difícil mantener esa farsa semántica. En tres años de duros combates, perecieron más de 35.000 soldados de EEUU. El ámbito legislativo no se sintió afectado por esto. Fundamentalmente, el Congreso se mantuvo pasivo frente al fait accomplit** de Truman. No habría una declaración de guerra ni un debate amplio acerca de la legalidad de la decisión presidencial de enviar topas a Corea.
Por cierto, La mayor parte de los congresistas se unieron para defender a Truman en su… bueno, acción policial. Sin embargo, hubo una voz solitaria en el desierto, un disenso público. Si Truman podía obligar a que cientos de miles de soldados fuesen a luchar en Corea prescindiendo del Congreso, proclamó el senador republicano Robert Taft, «él [Truman] mismo podría ir a luchar en Malasia o Indonesia o Irán o América del Sur». Hoy en día, el recuerdo de la reprimenda pública de Taft al presidente por su discrecionalidad a la hora de hacer la guerra no existe; solo unos pocos historiadores lo saben. No obstante, ¡qué acertadas sus palabras! (unas palabras apropiadas para la administración Trump respecto de una guerra con Irán -por mencionar uno de los sitios nombrados por Taft- si se tiene en cuenta el hecho de que sería sin una formal declaración de guerra del Congreso).
Vietnam y la Ley de Poderes de Guerra
Para empezar, la imprecisa Resolución del golfo de Tonkin del presidente Johnson, fue aprobada por unanimidad en la Cámara de Representante y con solo dos votos en contra en el Senado. A pesar de las variadas discusiones y resoluciones posteriores en el Congreso y de algunas figuras sorprendentemente críticas como el senador demócrata William Fullbright, la mayor parte de los congresistas apoyó los poderes de guerra presidenciales hasta el final. Incluso en lo más intenso de la opinión antibélica del Congreso en los setenta, solo un tercio de los representantes votó a favor de las resoluciones para acabar con la guerra.
Según el Grupo de Estudio de los Representantes Demócratas (HDSG, por sus siglas en inglés), «En relación con las políticas para Indochina y su financiación, hasta la primavera de 1973, el Congreso concedió al presidente todo lo que él solicitó». A pesar del perdurable mito de que el Congreso «acabó la guerra» tan tarde como en 1970, la enmienda McGovern-Hatfield al programa de adquisiciones de las fuerzas armadas, que exigía una retirada de Estados Unidos de Camboya en el plazo de 30 días, fracasó por 55 votos contra 39.
Pese a algunas voces críticas (de una índole casi por completo inexistente en la cuestión de las guerras estadounidenses en el siglo XXI), el poder legislativo como colectivo no se enteró hasta que fue demasiado tarde de que las fuerzas armadas de Estados Unidos en Vietnam nunca podrían alcanzar sus objetivos, de que los sudvietnamitas se mantendrían al margen de cualquier interés imaginable por la seguridad de EEUU y de que para nosotros la guerra civil nunca había sido una cuestión de ganar o perder. Se trataba de una historia vietnamita, no estadounidense. Desgraciadamente, cuando el Congreso tuvo el coraje necesario para hacer las preguntas más duras, la guerra estaba en manos del quinto presidente y la mayoría de las víctimas -vietnamitas y estadounidenses- ya estaban muertas.la Resolución del golfo de Tonkin y al mismo tiempo restringió las operaciones del otro lado de la frontera, en Laos y Camboya. Después, en 1973, superando el veto del presidente Nixon, incluso aprobó la Ley de Poderes de Guerra, Esta ley establecía que, en el futuro, solo una declaración de guerra del Congreso, una emergencia nacional relacionada con la defensa o una «autorización específica» del Congreso podrían validar legalmente el despliegue de fuerzas armadas en cualquier conflicto. Sin esa sanción, la sección 4 (a)(1) de la ley estipulaba que todo despliegue militar por parte del presidente estaría limitado a 60 días. En ese tiempo, se pensaba que esto controlaría para siempre la posibilidad de hacer la guerra de la presidencia imperial, lo que a su vez impediría «futuros Vietnam».
En realidad, la Ley de Poderes de Guerra demostró en buena parte ser una legislación sin garra. Jamás fue de verdad aceptada por los presidentes que sucedieron a Nixon ni, en general, tuvo el Congreso las agallas para invocarla significativamente. En los últimos 40 años, los presidentes -demócratas y republicanos por igual- de un modo u otro han insistido en que la Ley de Poderes de Guerra era fundamentalmente inconstitucional. Sin embargo, en lugar de llevarla a los tribunales sencillamente la ignoraron y enviaron tropas adonde querían o bien fueron conciliadores y, en alguna medida, mencionaron las inminentes intervenciones militares en sus presentaciones ante el Congreso.
Muchas «guerras que pretendían no serlo», como las invasiones de Granada y Panamá o la intervención en Somalia (1992-1993) se integraron en la primera categoría. En cada caso, el presidente de turno o bien citó una resolución de Naciones Unidas pata explicar su acción (y poderes) o bien simplemente actuó sin la autorización expresa del Congreso. Esas tres intervenciones «menores» costaron la vida de 19; 40 y 43 soldados estadounidenses, respectivamente.
En otros casos, el presidente informó de su acción al Congreso, pero sin citar explícitamente la sección 4 (a)(1) de la Ley de Poderes de Guerra ni el límite de 60 días. En otras palabras, el presidente avisó cortésmente al Congreso de su intención de desplegar tropas y poco más. Gran parte de esto dependía de la batalla entonces en curso sobre qué constituía justamente una «guerra». En 1983, por ejemplo, el presidente Ronald Reagan anunció que pensaba mandar un contingente de soldados de EEUU a Líbano, pero alegó que un acuerdo con la nación anfitriona «descartaba cualquier responsabilidad de combate». Digámosles eso a los 241 infantes de marina que murieron tiempo más tarde en el bombardeo a una embajada. De hecho, cuando se produjo el combate en Beirut, los líderes congresistas se comprometieron con Reagan y acordaron una autorización de 18 meses.
Tampoco el poder judicial ayudó mucho. Por ejemplo, en 1999, durante una continua campaña aérea contra Serbia en medio de la crisis de Kosovo en la antigua Yugoslavia, algunos legisladores demandaron al presidente Bill Clinton en un tribunal federal acusándolo de haber violado la Ley de Poderes de Guerra por haber mantenido unidades de combate sobre el terreno durante más de 60 días. Clinton simplemente bostezó y manifestó que en sí misma la ley era «constitucionalmente defectuosa». El tribunal federal del distrito Washington acordó y dictaminé rápidamente en favor del presidente.
Como la única excepción que confirma la regla, el sistema funcionó más o menos bien durante la crisis del golfo Pérsico de 1990-1991. Un conjunto de legisladores de los dos partidos principales insistió en que el presidente George W. Bush presentase una Autorización para el empleo de las fuerzas armadas (AUMF) bastante tiempo antes de invadir Kuwait o el Iraq de Saddam Hussein. Durante varios meses, a lo largo de dos periodos legislativos, la Cámara de Representantes y el Senado deliberaron largamente y finalmente aprobaron la AUMF por un margen tan estrecho que pasó a la historia.
Incluso entonces, el presidente Bush incluyó una declaración firmada que manifestaba altaneramente que su «solicitud de apoyo legislativo no constituía cambio alguno en posición mantenida desde hace tiempo por el poder ejecutivo sobre… la constitucionalidad dela Resolución de Poderes de Guerra». Lamentablemente, dejando a un lado el sarcasmo, este fue el momento más brillante del Congreso en los últimos 70 años de casi invariable despliegue militar y conflictos bélicos; por supuesto, esto condujo al país a una interminable guerra de Iraq, cuya tercera edición aún está en curso.
Aprobación de la «libertad» duradera de Iraq
El sistema se vino abajo de un modo desastroso en la secuela de acontecimientos que siguieron al 11-S. Apenas tres días después de los horrorosos ataques, mientras todavía salía humo de los escombros de las Torres Gemelas en Nueva York, el Senado aprobó una pasmosa extensión de la AUMF. El presidente podría emplear la «fuerza necesaria y apropiada» contra quienquiera él determinara que hubiese «planeado, autorizado, cometido o ayudado los ataques en Nueva York y el Pentágono. Transportados por la pasión del momento, los representantes de Estados Unidos apenas se molestaron en determinar con precisión quiénes eran los responsables de la reciente matanza o discutir el mejor curso de acción en los días por venir.
Tres días es un tiempo insignificante para una consideración seria; estaba claro que ese era un momento para el cierre de filas y la afirmación de la unidad nacional, no para la deliberación solemne. En los días siguientes, las votaciones se parecieron a las elecciones de las autocracias tercermundistas: 98 votos a favor por 0 en contra en el Senado y 420 por 1 en la Cámara de Representantes. Ese día, solo una persona valiente -la representante por California, Barbara Lee- se dirigió a la cámara y expresó su opinión. Sus palabras fueran tan proféticas como inquietantes: «Debemos ser cuidadosos y no embarcarnos en una guerra de final abierto sin una estrategia de salida ni un objetivo determinado… Mientras actuamos, no permitamos que nos transformemos en el mal que condenamos». Lee fue ignorada; así de simple. De este modo, el pecado de omisión del Congreso creó el necesario escenario para las próximas décadas de guerra global. En estos momentos, en todo el Gran Oriente Medio, África y más allá, los soldaos estadounidenses, los drones, y los bombarderos continúan operando en el marco de la AUMF original, la aprobada tras los hechos del 11-S.
La vez siguiente, en 2002-2003, el Congreso avanzó como un sonámbulo hacia la invasión de Iraq. Dejemos a un lado las fallas de los servicios de inteligencia y la falsedad de las razones para la invasión y consideremos solamente el papel del Congreso. Fue una triste historia de pasividad que culminó, justo antes de la innoble votación de 2002 de una AUMF contra el Iraq de Saddam Hussein, en un discurso que sin duda constituye un hito clásico de la decadencia del poder legislativo. Ante una cámara casi vacía, el ilustre senador demócrata Robert Byrd dijo:
«Pensar una guerra es pensar sobre la más horrible de las experiencias humanas… Mientras la nación está a punto de batirse, en algún aspecto cada estadounidense debe considerar los horrores de la guerra. Aun así, esta cámara está, es su mayor parte, silenciosa; ominosa, terriblemente silenciosa. No hay debate, ni discusión, ni intento de presentar a la nación los pros y los contras de esta guerra en particular. En el Senado de Estados Unidos nos quedamos pasivamente mudos, paralizados por nuestra propia incertidumbre, aparentemente aturdidos por el auténtico caos de los acontecimientos.»
La evidencia dio respaldo a sus palabras. Avanzada la noche del 11 de octubre, después de apenas cinco días de «debate» -las discusiones similares en 1990-1991 se extendieron durante cuatro meses-, el Senado aprobó la llamada resolución de guerra (fundamentalmente una declaración que daba por buena la decisión presidencial, no una declaración de guerra del poder legislativo) y la invasión de Iraq se realizó como estaba planeada.
Hacia la guerra perpetua
Con esa historia tan negra detrás de nosotros, con el Congreso hoy hablando interminablemente sobre la revisión de la autorización legislativa para enfrentarse a al-Qaeda (pero no, por supuesto, a las muchas organizaciones terroristas islámicas contra las que han combatido las fuerzas armadas de Estados Unidos desde entonces) y que probablemente esa revisión sea mínima, ¿existe algún recurso para quienes no estén a favor de las guerras presidenciales hasta el final de los tiempos? Es innecesario decir que en Estados Unidos no hay un partido político que esté contra la guerra; tampoco -aparte de Rand Paul- siquiera una vos ilustre en el Congreso, como las de Taft, Fulbright, McGovern o Byrd. Los republicanos son halcones guerreros, aunque está comprobado que ese espíritu se da por igual en los dos principales partidos. Desde Hillary Clintos, una conocida partidaria de la línea dura que apoyó o argumentó a favor de intervenciones militares de todo tipo cuando era la secretaria de Estado de Obama, hasta el ex vicepresidente y posible futuro candidato a presidente Joe Biden y el actual líder de la minoría de Senado Chuck Schumer, los demócratas son en este momento un partido que está por las guerras presidenciales. Todos los mencionados votaron a favor de la Resolución de Guerra con Iraq.
Entonces, ¿qué activistas por la paz o escépticos por la política exterior de cualquier tipo pueden unirse contra la guerra? Si más de 70 años de historia reciente son indicación de algo; cuando se trata de plantarse, ser oídos y votar sobre las guerras de EEUU, sencillamente no se puede contar con el Congreso. El lector ya sabe que los representantes habitualmente tiene prisa para aprobar asignaciones de gastos récord para Defensa -como la aprobada por el Senado hace poco tiempo por 89 votos a favor y nueve en contra para dar más dinero pedido por el presidente Trump- la guerra perpetua es una aceptable forma de vivir.
A menos que algo cambie drásticamente, por ejemplo, el súbito crecimiento de los movimientos de base contra la guerra o una decisión importante del Tribunal Supremo (¡una rara posibilidad!) para limitar el poder presidencial, es probable que los estadounidenses vivan la guerra eterna de cara al futuro distante.
Esta ya es una historia conocida, pero pensad en ella como si fuese en nuevo camino de Estados Unidos.
* Sentidas palabras; en francés en el original. (N. del T.)
** Hecho consumado; en francés en el original. (N. del T.)
El comandante Danny Sjursen, colaborador habitual de TomDispatch, es estratega del Ejército de Estados Unidos y ex instructor de historia en West Point. Ha estado destinado en unidades de reconocimiento en Iraq y Afganistán. Es autor del ensayo histórico y análisis crítico sobre la guerra de Iraq Ghost Riders of Baghdad: Soldiers, Civilians, and the Myth of the Surge. Vive con su esposa y cinco hijos en Lawrence, Kansas. En twitter, puede encontrársele @SkepticalVet.
[Nota: Los puntos de vista expresados en este artículo son los del autor y completamente oficiosos, por lo tanto no reflejan la política oficial ni la posición del departamento del Ejército, ni del departamento de Defensa, ni del gobierno de Estados Unidos.]
Esta traducción puede reproducirse libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, al traductor y Rebelión como fuente de la misma.