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El laberinto libio

Fuentes: Viento Sur

En 1969, el coronel Muamar el Gadafi, que entonces tenía 27 años de edad, aprovechó que el rey Idris se hallaba en Turquía por motivos médicos para dar un golpe militar. Inspirado por los Oficiales Libres egipcios, Gadafi y sus compañeros oficiales se propusieron conducir a marchas forzadas el frágil Estado libio y la todavía […]

En 1969, el coronel Muamar el Gadafi, que entonces tenía 27 años de edad, aprovechó que el rey Idris se hallaba en Turquía por motivos médicos para dar un golpe militar. Inspirado por los Oficiales Libres egipcios, Gadafi y sus compañeros oficiales se propusieron conducir a marchas forzadas el frágil Estado libio y la todavía más frágil sociedad libia hacia el socialismo. El principal producto del país era el petróleo, y en la época en que Idris fue destronado, exportaba tres millones de barriles al día. El precio del barril era el más bajo del mundo, pero el rey acaparaba ingentes ingresos y la población estaba sumida en la absoluta pobreza. Esto explica por qué apenas hubo oposición al golpe de Gadafi.

El nuevo régimen impulsó una serie de cambios radicales para transformar la sociedad libia. El país había tenido la mala fortuna de ser un puesto de avanzada tanto del imperio otomano como de las aventuras coloniales italianas y carecía hasta de los elementos más básicos del desarrollo social. Durante el primer decenio del régimen de Gadafi, el Estado se hizo cargo de los yacimientos de petróleo e incrementó los ingresos. Este dinero se dedicó entonces a financiar el bienestar social, principalmente en los ámbitos de la vivienda y la sanidad. En el segundo decenio (1978-1988), el régimen puso coto a la empresa privada y animó a los trabajadores a hacerse con el control de unas 200 compañías. En el campo, estas medidas se complementaron con la redistribución de tierras en la llanura de Yefara, al oeste de Trípoli. El Estado asumió la gestión de todas las funciones macroeconómicas, al tiempo que el Banco Central redistribuía la riqueza poniendo un tope a la cuantía de los depósitos bancarios.

Aunque era nacionalista de la escuela de Nasser, Gadafi no preconizó el laicismo. En su Libro Verde rechaza el capitalismo y el socialismo y postula una «tercera teoría universal» con ánimo de que el mundo árabe recupere los fundamentos del islam tanto en la vertiente económica como en la política. La expulsión de Libia de los residentes italianos obedeció tanto a este postulado islámico como al ideario nacionalista, al igual que la simpatía expresada por Gadafi con la revolución islámica desde Chad hasta Filipinas (el instrumento de sus ambiciones fue la Legión Islámica creada en 1972). El fervor islámico de Gadafi no se moderó hasta que él mismo se sintió amenazado a raíz de un intento de asesinato en 1993 y del auge del integrismo en la vecina Argelia. El islamismo político de Gadafi fue sustituido por una visión paranoica de la presencia de Al Qaeda en el Magreb.

Tras el 11 de Septiembre, Gadafi se apresuró a ofrecer su apoyo a EE UU. En octubre de 2002, el ministro de Asuntos Exteriores libio, Abderramán Chalgam, admitió que su gobierno mantenía estrechos contactos con EE UU en materia de lucha antiterrorista, y unos pocos meses después, el hijo y supuesto heredero de Gadafi, Saif el Islam, se jactó del apoyo que prestaba Libia a Bush en la guerra contra el terrorismo. En la página web de Gadafi se podía leer por entonces la siguiente declaración asombrosa del coronel: «El fenómeno del terrorismo no preocupa únicamente a EE UU, sino a todo el mundo. EE UU no puede combatirlo a solas. ¿Es lógico, razonable o fructífero confiar la tarea exclusivamente a EE UU?» La misión reclamaba a Gadafi, que estaba aterrorizado ante la existencia de organizaciones como el Grupo de Combate Islámico Libio. Sin duda Gadafi sintió escalofríos al enterarse de que al funeral de Ibn Sheij al Libi -un integrista detenido en Pakistán en 2001 que murió siendo prisionero de EE UU- acudieron miles de personas en su ciudad natal de Aydabia en mayo de 2009. Libia colaboró con EE UU en este y otros casos de combatientes libios detenidos en las guerras de Irak y Afganistán.

La cuestión oriental

Aydabia se encuentra en la parte oriental de Libia, la histórica vilaya de la Cirenaica, cuya capital es Bengasi, donde se originó la revuelta el pasado mes de febrero. Libia oriental está orgullosa de su larga tradición de resistencia a los ocupantes extranjeros, tanto otomanos como italianos. El héroe de la lucha contra Italia fue Omar al Mujtar, cuyo rostro decora el billete de diez dinares y cuyas hazañas quedaron inmortalizadas en todo el mundo gracias a la película El león del desierto, de 1981, protagonizada por Anthony Quinn y financiada por el gobierno de Gadafi. De las provincias orientales procede asimismo la orden musulmana de los Sanussi, a la que perteneció el depuesto rey Idris. La orden de los Sanussi sigue contando con la lealtad de un tercio de la población libia. Algunos de sus miembros todavía consideran a Gadafi responsable de la caída de su rey.

El nuevo régimen de Gadafi trató aparentemente de superar la antigua supremacía de las tribus, pero lo que hizo en realidad fue reforzar a su propia tribu, los Gadadfa, y encumbrar a sus amigos personales. La Confederación Sa’adi del este quedó descartada de los nuevos proyectos de inversión y las rentas del petróleo y las medidas sociales impulsadas por el nuevo régimen revolucionario solo llegaron a cuentagotas a la parte oriental empobrecida.

Revolución dentro de la revolución

El abandono del este no cesó, pero en la década de 1980 el régimen de Gadafi también volvió la espalda al resto del país. El uso nada imaginativo de los excedentes del petróleo condujo al estancamiento económico. Gadafi se ganó un indulto al salir ileso de un ataque de EE UU durante la presidencia de Reagan, cuando fue bombardeada su residencia y resultó muerta su hija Hanna, de 15 meses de edad. El pueblo libio se alineó con su persona y su régimen, y el antiamericanismo, un recurso fácil estando Reagan al mando en Washington, le proporcionó legitimidad para lo que Gadafi llamó «la revolución dentro de la revolución». Este fue el lema libio para describir la implantación del neoliberalismo, o lo que Gadafi denominó el «capitalismo popular». En 1987 se puso fin a la anémica política autárquica y las «reformas» de la agricultura y la industria parecían calcadas de los manuales del Fondo Monetario Internacional (FMI). En septiembre de 1988, el gobierno suprimió los cupos de importación y exportación, permitiendo que floreciera el comercio minorista en los nuevos zocos de las ciudades.

Las sanciones de las Naciones Unidas en 1992 sumieron las «reformas» en la confusión y permitieron al viejo Gadafi resurgir del sarcófago en que se había metido. Las fracturas en el seno de la élite dominante frenaban o aceleraban alternativamente las «reformas». La cara visible del programa neoliberal fue Shokri Ganem, que abandonaría el cargo de primer ministro en 2006 para sumir el papel más importante de jefe de la Compañía Nacional de Petróleo. Ganem impulsó intensamente la inversión extranjera en el sector petrolero y presionó a favor de la firma de contratos de exploración y producción conjuntas con compañías occidentales e incluso chinas. Tony Blair y Nicolas Sarkozy acudieron a besar el anillo de Ganem y ofrecer dinero por las concesiones petroleras. Esta es la razón por la que el gobierno británico puso en libertad al presunto autor del atentado de Lockerbie y Berlusconi se inclinó ante el hijo de Omar al Mujtar en 2008 y entregó 5.000 millones de dólares en señal de desagravio por el colonialismo italiano. Con su típica franqueza, Berlusconi dijo que pedía perdón para que Italia recibiera «menos inmigrantes ilegales y más petróleo».

Detrás de Ganem está Saif el Islam, el hijo mayor de Gadafi, quien leyó su tesis en la London School of Economics en septiembre de 2007 sobre El papel de la sociedad civil en la democratización de la toma de decisiones global: del poder ‘blando’ a la toma de decisiones colectiva. Saif abogaba por dar derechos de voto a las ONG en organismos decisorios internacionales en los que EE UU y sus aliados occidentales suelen llevar la voz cantante. La «esencia» de las ONG estriba en ser «críticos independientes y defensores de los marginados y vulnerables». Dejar que las ONG frenen las ambiciones del Norte es mucho más «realista», según Saif, que esperar que cambien las relaciones internacionales. Esta clase de realismo está en el origen de su fe en las «reformas» y en su reciente llamamiento a responder violentamente a las protestas de Trípoli y Bengasi. La «sociedad civil», en la jerga del neoliberalismo, se limita a la actividad de las ONG del sistema que son reacias a cambiar las relaciones de poder establecidas. Los miserables que se manifiestan en las calles no forman parte de la «sociedad civil», son la sinrazón movilizada.

El Congreso Popular de Base se quejó por las «reformas» en septiembre de 2000. No estaba de acuerdo con la privatización de las empresas públicas y la creación de zonas francas. Su periódico, Al Zaf al Ajdar, se puso a despotricar contra las empresas extranjeras y el sector turístico. Algunos de sus componentes también estaban furiosos por las concesiones políticas de Gadafi destinadas a mitigar las sanciones de la ONU y ganarse los favores de los gobiernos europeos (la abolición del programa nuclear libio fue una de esas concesiones). El Congreso intentó frenar el ritmo de las «reformas», lo que a su vez irritó al FMI, cuyo informe de 2006 concluyó que «el avance hacia una economía de mercado es lento y discontinuo».

Los problemas de Gadafi empezaban en casa: su hijo Muatasim se dedicó a crear una Zona de Libre Comercio a la Exportación alrededor de Zuara. Muatasim, a quien el embajador serbio en Trípoli calificó de «hombre sanguinario» y «no muy listo», ha estado enemistado mucho tiempo con su hermano Saif, a quien muchos consideran el sucesor designado de Gadafi. Saif, mientras, intentó acelerar el ritmo de las reformas con ayuda de su omnipotente Consejo Económico y de Desarrollo. Los hermanos se han combatido mutuamente durante mucho tiempo, pero en el fondo ambos militan en el bando del neoliberalismo. Lo único que ocurre es que cada uno quiere sacar partido de las «reformas» en detrimento del otro.

Las rebeliones en el este combinadas con los esfuerzos liberales en Trípoli hicieron que gran parte de la población se volviera contra el régimen de Gadafi. Poco le queda ya al anciano del antiguo lustre de 1969. Es una caricatura del revolucionario senil: estamos lejos del «instigador revolucionario» cuyo lema decía: «las masas se ponen al mando de su destino y su prosperidad». El juego habrá terminado cuando los militares tomen partido (el hecho de que dos coroneles se refugiaran en Malta con sus cazas al negarse a atacar a la multitud en Trípoli es un primer indicio que apunta en una dirección, pero los otros pilotos que sí abrieron fuego contra los manifestantes inclinan la balanza en la dirección contraria). El desenlace todavía está en el aire.

Las masas han salido a la calle. Antiguas rivalidades se han unido a nuevos agravios. Algunos tienen propósitos tribales reaccionarios, otros quieren librarse de las «reformas». Unos critican que un país de seis millones de habitantes en medio de un mar de petróleo no se parezca en nada a los Emiratos, y otros no desean más que poder controlar un poco más su propia vida. Pero la mayoría aspira a escapar de los pasillos ocultos del laberinto libio.

[Vijay Prashad es catedrático de Historia del sur de Asia y director de Estudios Internacionales del Trinity College de Hartford, EE UU. Su libro más reciente, titulado The Darker Nations: A People’s History of the Third World, ganó el premio Muzafar Ahmad de 2009.]

Traducción: VIENTO SUR

Fuente original: http://www.vientosur.info/articulosweb/noticia/index.php?x=3676