Veinte días después del Katrina, siguen desaparecidos 2.000 niños, cuyas fotografías muestra incesantemente CNN. La mejor expectativa es que sea debido al caos temporal, aunque, lamentablemente, en algunos casos el motivo es la muerte. Así que, ¿en qué punto nos encontramos? El voto negro que los republicanos han estado cortejando está perdido, quizá durante una […]
Veinte días después del Katrina, siguen desaparecidos 2.000 niños, cuyas fotografías muestra incesantemente CNN. La mejor expectativa es que sea debido al caos temporal, aunque, lamentablemente, en algunos casos el motivo es la muerte. Así que, ¿en qué punto nos encontramos? El voto negro que los republicanos han estado cortejando está perdido, quizá durante una generación, tal vez para siempre. Las historias personales están empezando a aflorar, se escribirán libros, y el Katrina, como la Guerra Civil, la Gran Depresión y el movimiento de los derechos civiles, se convertirá en parte de nuestra narrativa nacional. A diferencia del 11-S, que carecía de una huella anterior en nuestra historia, el Katrina es indisociable de nuestras actitudes históricas hacia el color y la pobreza. Lo realmente excepcional es que la anarquía que se produjo vino de dentro, de las altas esferas del Gobierno, y no fue provocada por una revolución o por un enemigo externo. Por citar una frase especialmente apropiada de Pogo: «Hemos encontrado al enemigo, y somos nosotros».
Irónicamente, debido a que se ve a los republicanos como «avaros y mezquinos», a diferencia de los demócratas, supuestamente «blandos», muchos votantes que no se sentían precisamente cautivados por Bush consideraban que su programa de Seguridad Nacional garantizaba nuestra seguridad. Por el contrario, presenciamos una parálisis total. El Katrina se produjo en un momento en el que reina una profunda insatisfacción entre los estudiantes y los jóvenes profesionales con el trágico despilfarro de la guerra de Irak y con el sinsentido de nuestra sociedad excesivamente adinerada. Bajo la superficie de nuestra conciencia nacional late la idea de que hemos abandonado a nuestros pobres, un gran número de los cuales son negros, y para mucha gente, Nueva Orleans se ha convertido en el momento decisivo. Una parte de todas las generaciones de todos los países ansía la posibilidad de ser idealista, y muchos voluntarios, estudiantes de universidades distantes, saltaron a sus coches y se dirigieron a Luisiana con suministros a rescatar a la gente de los tejados, mientras los autobuses del Gobierno con aire acondicionado permanecían inmóviles a las afueras de la ciudad. Los medios de comunicación abandonaron su habitual papel de observadores; muchos de ellos han manifestado que ellos también creían que éste era su momento y se convirtieron en salvadores a tiempo parcial. Grandes empresas como Walmart arrimaron el hombro y suministraron provisiones para cubrir las carencias gubernamentales, etcétera. (Castro se quejaba de que la Administración de Bush no respondió a su oferta de ayuda médica. Bueno, Fidel, únete al club, no eres el único).
En la carambola de consternación, los estadounidenses se enteraron de que Michael Brown, a quien Bush había puesto a cargo del Organismo Federal para Gestión de Emergencias, y que después ha sido destituido, carecía de cualificación alguna para estar al mando de la seguridad del país. Su experiencia previa consistía en la imprecisa gestión de un establo de caballos árabes y, lo que es peor, dijo que había sido catedrático de una universidad cuando en realidad sólo había estudiado en ella. Cuando los políticos fracasan, lo primero que hay que destruir es su lenguaje ideológico. En mi artículo del pasado día 6 de septiembre para EL PAÍS me sentí un poco a contracorriente al mencionar como algo ejemplar el New Deal de Roosevelt. Pero, ¡cómo cambian las cosas en una semana! Ahora, columnistas y políticos republicanos, los mismos expertos que se habían esforzado tanto en destruir los últimos vestigios del New Deal, intentan alcanzar las alturas y, de repente, lo ponen por las nubes.
Yo creo que Bush pasará a la historia como un aventurero radical y uno de los peores presidentes de Estados Unidos. No tiene un homólogo europeo fácil. Se acerca más el personaje del cantante de folk interpretado por Andy Griffith en el brillante clásico cinematográfico de Elia Kazan Un rostro en la multitud, que se transforma en un político populista -sonrisas, canciones y religión pop- con la ayuda de Patricia Neal. El populismo político de la derecha estadounidense es un fenómeno peculiar. Llega a rachas y acaba por autodestruirse. Bush comenzó como un borracho encantador y juerguista, con los amigos de su padre salvando sus operaciones económicas y que siempre necesitaba a una Patricia Neal controladora -una esposa, una adiestradora política- que aprovechara su atractivo populista. Los republicanos conservadores de Wall Street, que al principio estaban preocupados porque George W. era «estúpido» (confíen en las primeras impresiones), no tardaron en darse cuenta de que se les había entregado un regalo inesperado. Su hombre tenía una fachada de «campechanía» a lo Andy Griffith que resultaba idónea para la televisión y que enmascaraba el programa conservador de las grandes empresas que Bush había presentado. Así que los republicanos (que ahora están huyendo lo más rápido que pueden de Bush) se taparon la nariz ante el programa religioso de George y le brindaron una lealtad total. Pues bien, todo eso se ha derrumbado. Y se han producido multitud de conmociones. Los estadounidenses no olvidarán ni perdonarán la observación de la mamá de George, Barbara Bush, de que era probable que la gente instalada temporalmente en el estadio de Houston estuviera mejor que antes del huracán. «Al fin y al cabo, no tenían nada». Por tanto, ¿sus hogares, familias, empleos y formas de vida no valían nada? Mamá Bush no se ha dado cuenta de que el país, aunque tarde, está reconociendo la pobreza en Estados Unidos. La camarilla de Bush parece haber perdido el contacto de forma alarmante. Y la manzana no cae demasiado lejos del árbol.