Traducción de Ana Martínez Huerta
En Túnez es el 20 de octubre y el país se está preparando para las primeras elecciones libres con alegría y preocupación. A las 7 de la mañana, las calles están llenas de transeuntes y trabajadores. La estación de microbuses de Moncef Bey está llena de gente que va y viene por todo el país. Son viajeros y comerciantes que trasportan los productos más insospechados a lo largo de todo el país. Oigo que alguien me llama entre la muchedumbre, «Abu Ali, Abu Ali el periodista». Es Karim, uno de los 1300 tunecinos que se encontraban en Lampedusa el 20 de septiembre, cuando el centro comarcal de Imbriacola se incendió. Todavía lleva los pantalones y los zapatos que le dieron a su llegada a la isla. En su rostro luce una sonrisa y me pregunta si me acuerdo de él. Eran muchos, demasiados, para recordarlos a todos, pero Karim es uno de esos a los que aún no les ha salido la barba. Lo recuerdo, estaba entre los 300 que pasaron la noche en la gasolinera de la isla, entre aquellos que fueron brutalmente agredidos y golpeados por los lampedusanos. Estaba con Ali Aiadi, su amigo de toda la vida, un crío de apenas 18 años que se había embarcado con él en agosto en Ben Arous, uno de los barrios más populares de Túnez. Me abraza como si fuéramos amigos desde hace años. «¿Cómo estás? ¿Desde cuándo estás en Túnez?» Me pregunta, estrechándome la mano, «Ven conmigo, estoy a punto de marcharme». No lo entiendo. «Ven y haz el viaje con nosotros, así lo grabas todo.»
Y allí estaba Karim, vestido de harraqa, con la bolsa de plástico y un teléfono celular en la mano listo para grabarlo todo. De sus ojos escapa el sueño de una imagen de postal romana de los años 50. La idea de que Italia es como una película de Fellini en blanco y negro. El ruido de la estación cubre su voz todavía inmadura, a duras penas lo oigo. Me doy cuenta de que no está bromeando y de que está allí para coger el primer bus a Sousa, donde tiene una cita con los passeur que lo llevarán a Sfax. Me pregunto y le pregunto qué sentido tiene volver a hacer el viaje sabiendo lo que les espera una vez en Italia. Karim se ríe, mira en torno y me dice que cuatro de sus tíos se encuentran en Italia desde hace más de 20 años y que después de la muerte de su padre es él quien ha de mantener a su madre y a sus tres hermanas menores y que con los empleos que encuentra en Túnez no puede hacerlo. «Lo de Lampedusa no volverá a ocurrir», me asegura, «está vez vamos a Sicilia, desembarcaremos directamente en tierra firme y luego cada uno por su lado. Iré a casa de mi tío en Catania».
La determinación de Karim me asombra. El sueño que está viviendo no le permite ver la realidad tal y como es. ¿O es que espera un regalo de la vida y está convencido de que será Italia? Nos despedimos, mi autobús está a punto de salir para Sidi Bouzid y el suyo para Sousa.
Pienso todo el día en las pocas palabras que me ha dicho ese muchacho imberbe en la estación de Moncef Bey. Si lo que dice es cierto, si es verdad que va a reunirse con los passeurs, significa que la agence de voyages (es así como los traficantes llaman a la organización de contrabando) está preparando viajes en dirección a Italia, a Sicilia. Y estando octubre tan avanzado, el mar es tormentoso y Sicilia está demasiado lejos para que no sea peligroso.
Me encuentro con Sofien en la Avenida Bourguiba, es él el que me reconoce. Su cara no me traía ningún recuerdo. Al principio no le creí, pensaba que era uno de esos chicos que se dedican a parar a los turistas por las calles de la ciudad. Parecía triste y bebió unas cuantas cervezas. «Tú eres el periodista que estaba con nosotros en Lampedusa», insiste, «te protegimos cuando trataron de quitarte la cámara de las manos». Empiezo a creerle. Me muestra el carné que le dieron a su llegada a la isla, el 10 de septiembre, la última de las 5 barcas llegadas en el mismo día, él es el número 33. En la misma barca había 124 personas, un bebé recién nacido, un niño de dos años de edad y una mujer embarazada. «Estuvimos 25 horas en el mar antes de llegar a Lampedusa», su decepción es evidente, «hemos visto la muerte. El barco era viejo y los niños estuvieron llorando todo el camino. Ahora qué hago, he perdido todo lo que tenía en este viaje y aquí estoy, en Túnez sin nada que hacer».
Sofien está enojado con el destino que le hizo volver, se sube el pantalón hasta la rodilla y me muestra una herida. «Nos golpeaban en las rodillas para que no escapáramos, han pasado 20 días y todavía no puedo caminar bien. Y después todos esos días sentado en una silla en la sala de un ferry. Eramos 500, no se podía dar una vuelta, fumar estaba prohibido y nos seguían dos policías incluso al baño». Le pregunto qué está haciendo ahora, qué proyectos de futuro tiene. «Nada, ¿qué puedo hacer? Mi familia está bien, pero me siento como un idiota quedándome con ellos. Tengo 28 años y querría vivir mi vida, ver el mundo, encontrar un buen trabajo y tal vez pensar en casarme. En cuanto tenga un poco de dinero vuelvo a intentarlo. Lo volveré a intentar otras 100 veces hasta conseguirlo, si tuviera un poco de dinero me embarcaría ahora mismo. » Los ojos de Sofien están llenos de desilusión, pero no siente ira hacia los italianos, sigue pensando que su vida sería mejor en Italia.
Le pido que llame al passeur que lo hizo partir en septiembre para ver si están preparando salidas para los próximos días. La información es valiosísima, pero no se ha confirmado todavía. La noche de las elecciones habrá más salidas, y una vez más se dice que el destino será Sicilia, la gran isla. Sofien no tiene el dinero para irse, pero pide toda la información relevante al passeur. El viaje cuesta más en esta ocasión, la travesía es más larga, los riesgos mayores y por consiguiente es más caro. Después de esta llamada telefónica Sofien hace otra. Llama a los chicos que estaban con él en Lampedusa, partieron juntos de Jabel Lakhmar, y juntos volvieron en un avión de la línea al aeropuerto de Cartago. Todos dicen que están dispuestos a irse mañana. «La vida es una y una es la muerte, no podemos vivir pensando que lograremos evitar el encuentro con la muerte», dice Jarboh un amigo de Sofien «iremos a donde nuestro deseo nos diga que vayamos».
Después de todo lo que han experimentado, estos chicos siguen pensando en Italia y Europa. Han experimentado la dureza represiva de la «acogida Italia» sobre su piel, sus derechos negados, sus cuerpos golpeados y no se lo han creído. Europa es otra cosa. «No es el paraíso, pero estoy seguro de que allí podré ahorrar algo de dinero y vivir mejor», dijo Muhammad. También estaba en Lampedusa y no piensa más que en regresar.
Aunque esté bien entrado el invierno, la agence de voyage de traficantes de seres humanos en Túnez trabaja sin descanso. «Mientras haya demanda habrá oferta», dice H., un passeur de Túnez, «es la lógica del mercado, nosotros satisfacemos la demanda de estos chicos, no se les pasará de un día para otro «.
No serán las políticas represivas de los gobiernos italiano y tunecino las que terminen con los harraqa. Para entenderlo basta dar un paseo por los barrios de la capital y por las zonas más deprimidas del país. Incluso hoy todo el mundo habla y planifica el viaje. El único resultado tangible de la «lucha contra la emigración» parece ser más bien la justificación de la existencia de organizaciones criminales que obtienen un enorme beneficio económico del control de tráfico de hombres hacia Italia.
http://siciliamigranti.blogspot.com/2011/11/il-limbo-dei-rimpatriati.html