El pasado 2 de febrero, durante su comparecencia ante un comité del Congreso de Estados Unidos, el director nacional de Inteligencia, John Dimitri Negroponte, dijo que los comicios presidenciales de México son «cruciales» para la Casa Blanca. Recordó que en el curso de este año se celebrarán 10 elecciones en América Latina, y de ésas, […]
El pasado 2 de febrero, durante su comparecencia ante un comité del Congreso de Estados Unidos, el director nacional de Inteligencia, John Dimitri Negroponte, dijo que los comicios presidenciales de México son «cruciales» para la Casa Blanca. Recordó que en el curso de este año se celebrarán 10 elecciones en América Latina, y de ésas, subrayó, «ninguna es más importante para los intereses de Estados Unidos que la de México el próximo julio».
En la audiencia ante el Comité de Inteligencia del Senado, el viejo halcón de la diplomacia de guerra de Washington identificó las «amenazas» a la «seguridad nacional» y los «intereses» de Estados Unidos, y junto a los rubros tradicionales de la agenda imperial: terrorismo, narcotráfico y la competencia económica y por los recursos, en particular el petróleo, ubicó la emergencia en la subregión de «figuras populistas radicales» que abogan por «políticas económicas estatistas y demuestran poco respeto por las instituciones democráticas».
Si bien citó como ejemplo al presidente de Venezuela, Hugo Chávez -«el nuevo Hitler latinoamericano», según lo calificó ese mismo día en el Club Nacional de Periodistas, el secretario de Defensa, Donald Rumsfeld-, es obvio que estaba haciendo un paralelismo con Andrés Manuel López Obrador, a quien el discurso peyorativo de los corporativos empresariales locales, la tecnoburocarcia gobernante y la derecha vernácula -ésa que abreva en las usinas ideológicas de Washington- ha aderezado con frecuencia los motes de «populista», «caudillo autoritario», «demagogo».
Pero Negroponte no se refirió sólo a los comicios de julio. Dijo que la administración de Bush está «preocupada» porque México está cayendo en un «ciclo vicioso», en el que narcotraficantes y organizaciones criminales socavan la credibilidad y autoridad del Estado. Utilizó asimismo una serie de calificativos para definir al gobierno de Vicente Fox, entre ellos, «débil», «corrupto», «incapaz para imponer la ley». Y para redondear la imagen de un Estado vulnerado por el narco, afirmó que 90 por ciento de la cocaína detectada con destino a Estados Unidos fue contrabandeada a través del corredor México-Centroamérica; casi toda la he-roína mexicana se hace para el mercado estadunidense, y que México es «la principal fuente foránea» de mariguana y metanfetamina de ese mercado.
El nexo entre un Estado débil, corrupto, sin ley, socavado por las mafias del crimen organizado y el narcotráfico, y la posibilidad de un gobierno «populista radical» en México encierra un doble mensaje vinculado con las «amenazas» a los «intereses» y la «seguridad nacional» de Estados Unidos. Es evidente el vacío de poder dejado por la incompetencia del presidente Fox y su equipo de «estrellas», que trajo como resultado un Estado semicolonial. Pero también es cierto que en la generación de tal situación intervino la diplomacia de fuerza de Washington. En particular, Negroponte.
Veterano plomero de la comunidad de inteligencia estadunidense, experto en trucos sucios y operaciones encubiertas desestabilizadoras, fundador de la contra nicaragüense, procónsul de carrera, este ultrahalcón pragmático e intervencionista contribuyó de manera decisiva, en sus años como embajador en México (1989-1993), al desvanecimiento del Estado nacional mexicano. A él tocó palomear las contrarreformas económicas del salinismo, la apertura comercial y, más tarde, la decisión del gobierno mexicano de adherirse al Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y Canadá.
En un memorando confidencial girado al Departamento de Estado, hecho público en mayo de 1991, Negroponte aseguró que «la diplomacia mexicana ha cambiado dramáticamente, de una nacionalista y tercermundista por otra más pragmática y muy acorde a los intereses de Washington». Su incidencia en el orden político y de «seguridad nacional» fue clave. Si a la postre el TLC fue el instrumento para la proyección hemisférica del imperio vía el Area de Libre Comercio de las Américas (ALCA, en fase de estancamiento), las presiones ejercidas por la unidad militar de comando, control y comunicaciones que operaban en la embajada de Estados Unidos en la época de Negroponte permitieron establecer los «candados» policiaco-castrenses que allanaron el camino para «el tercer vínculo» de la relación bilateral (el militar), y que una década y media después han configurado una Alianza para la Seguridad y la Prosperidad Hemisférica que acentúa la subordinación de México.
En el plano de lo simbólico, las innegables señales de Negroponte de cara a la futura relación bilateral -ya que la administración Fox va de salida- no dejan lugar para el optimismo: su comparecencia se dio flanqueada por el director de la CIA, Porter Goss; el director del FBI, Robert Mueller; el general Michael Hayden, director de la Agencia Nacional de Seguridad; Michael Maples, director de la Agencia de Inteligencia de la Defensa, y Charles Allen, jefe de Inteligencia del Departamento de Segu-ridad Interior.
Dado que México es un peón muy importante en la conformación de la Fortaleza América, la presión seguirá por las vías políticas, diplomáticas, económicas y militares. Incluido el papel del procónsul Tony Garza, quien despacha ahora en la misión de Paseo de la Reforma. En ese contexto, ante el cambio de mando en México y la eventual emergencia de un gobierno más nacionalista -o menos entreguista que el actual-, el doble mensaje de Negroponte tiene como objetivo generar condiciones para seguir perpetuando el círculo perverso de la dependencia.