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El fotógrafo brasileño hizo en 1973 su primer gran trabajo sobre el hambre en el Sahel. Hoy podría volver a retratarlo con la misma crudeza

El Niger de Sebastiao Salgao

Fuentes: El Mundo

Tres personas de ese cuarto de población mundial que se preocupa por adelgazar cruzan el desierto. Una es Raquel, cooperante de Save the Children. Las otras dos son periodistas y quieren contar historias del resto de los tres cuartos de habitantes del planeta que luchan por encontrar algo de comer para sobrevivir. En la franja […]

Tres personas de ese cuarto de población mundial que se preocupa por adelgazar cruzan el desierto. Una es Raquel, cooperante de Save the Children. Las otras dos son periodistas y quieren contar historias del resto de los tres cuartos de habitantes del planeta que luchan por encontrar algo de comer para sobrevivir. En la franja del Sahel no va a ser difícil encontrarles. Cerca de Zinder, casi en la frontera con Nigeria, llegamos a un centro para desnutridos de la ONG. Hay casi 500 esperando en brazos de sus madres, algunas a cargo de tres o cuatro. Aquí la media son más de seis hijos por mujer. Uno de los periodistas elige a una niña. El otro a un niño. La niña se llama Zakia, tiene dos años y llega con un cuerpo con las costillas expuestas como si fuera el esqueleto de un galeón de madera. Issia, un niño también de dos años, tiene la piel acartonada por la deshidratación.

La madre, pese a la situación de su hija, atiende con amabilidad al extranjero:

-No tengo nada que darle a Zakia. Estoy avergonzada.

-¿Por qué se avergüenza?

Me gustaría que pudiera comer. Lo que sea.

Dentro del edificio de ladrillo, con un calor de 40 grados, la vida juega a los dados con los pequeños. La moneda sale cara para la niña que elijo. Ha perdido pelo por el hambre y el que le queda le sale de color naranja, pero encontramos una buena señal: aún llora. Y cuando le acercan a la boca un poco de crema de cacahuete, se la come. El médico sólo dice: «Sobrevivirá». Issia obtiene la cruz. Su corazón se para esa misma mañana. El doctor le cubre con una pequeña mortaja y la familia se lo lleva para enterrarlo. El periodista los sigue hasta que el cuerpo de Issia se funde con las dunas.

África, el continente que más crece económicamente, no es sólo niños muriendo de hambre, ni guerras entre milicianos en chancletas, ni aldeas arrasadas por el ébola o el sida, pero todo eso también existe. Y existe desde hace demasiado. Sebastião Salgado, el gran fotógrafo brasileño, probablemente el mejor retratista del continente, dedicó su primer gran trabajo al Sahel, ese cinturón de terreno que abrocha África desde el Gorgol, en Mauritania, hasta Djibuti en el Índico, una franja que separa el Sáhara de las sabanas del sur, uno de los lugares más duros del mundo. Llevo su libro conmigo y le imagino en lugares como éste, fotografiando la road movie del hambre.

Una madre amamanta a sus gemelos en Níger.

«Atravesé Níger con mi mujer embarazada. Era verano. El calor era terrible, pero podíamos sentir África y nos encantaba estar allí. Íbamos donde había asociaciones que luchaban contra la sequía. Viajábamos en camiones y en aviones que llevaban alimentos. Fue difícil, vimos escenas muy duras», cuenta Salgado en sus memorias. Era el año 1973. Hoy la escena es la misma que retrata en su libro Sahel, el final del camino, solo que las madres llevan ahora teléfonos móviles.

Salgado siguió fotografiando el hambre y las migraciones durante años. Su camino acabó en 1994, en Ruanda, su país favorito y el mío. Cuando vio la enorme matanza genocida a base de machetes y otras armas primitivas, regresó a casa enfermo: «Usted no tiene ningún problema físico», le dijo su médico. «Usted está enfermo por dentro. Está podrido en su interior«. Desde entonces, dejó de fotografiar lo que destruye la vida para centrarse en todo aquello que la favorece.

Hay una creencia muy extendida en Occidente que dice que las madres africanas, acostumbradas a la convivencia más directa con la muerte, son más duras y no lloran la muerte de un hijo. Es falso. La madre de Issia lloró con una pena infinita.

De vuelta, en un coche con las lunas tintadas para evitar que nos identificaran los infiltrados de Boko Haram en la frontera, el Sahel nos regaló un atardecer naranja mientras sonaba el blues primigenio de Ali Farka Toure en el radiocasete y Raquel se agitaba en el asiento de atrás presa de una malaria que se negaba a abandonarla.