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Darfur y la Corte Penal Internacional

El nuevo orden humanitario

Fuentes: Altenatives International

Traducido del francés para Rebelión por Caty R.

Ahora que la Corte Penal Internacional acaba de emitir una orden de detención contra el presidente sudanés, el profesor Mahmood Mamdani hace un repaso de la transformación del sistema humanitario internacional y de las complicadas relaciones entre la justicia y la política. ¿Qué objetivos, qué intereses y qué mecanismos hay detrás del nuevo orden humanitario?

El 14 de julio de 2008, después de haberlo anunciado a bombo y platillo, el Fiscal de la Corte Penal Internacional (CPI) requirió una orden de detención contra el presidente sudanés, Omar Hassan Ahmad Al-Bashir, por genocidio, crímenes contra la humanidad y crímenes de guerra. La demanda del Fiscal plantea importantes cuestiones de hecho. Pero sobre todo, este asunto arroja una nueva luz sobre la política del «nuevo orden humanitario».

Antes de que Bashir y su grupo tomasen el poder, el conflicto en Darfur apareció, en primer lugar, como una guerra civil que duró de 1987 a 1989 y se caracterizó, en uno y otro bando, por enloquecidas masacres masivas. Primero se habló de genocidio para calificar este conflicto. El representante de los «fur» (grupo étnico del país, «Darfur» significa «hogar de los fur», N. de T.), en la conferencia de reconciliación que se celebró en El Fasher en mayo de 1989, señaló con el dedo sus adversarios y los acusó de que su «objetivo era un holocausto total, el aniquilamiento puro y simple del pueblo fur». En reacción, el representante árabe dijo que el origen del conflicto se remontaba a «finales de los años 70, cuando se presentaba a los árabes como extranjeros a quienes había que expulsar de esta región de Darfur».

El Fiscal de la CPI, Luis Moreno-Ocampo, ha adoptado sin examen el punto de vista del bando que hablaba de «holocausto» incluso antes de la llegada al poder de Bashir, a quien el Fiscal atribuye una parte excesiva de responsabilidad en las matanzas. Habla, además, de los «nuevos colonos» de Darfur, lo que sugiere que ha asumido plenamente esta perspectiva partidista.

Al mismo tiempo, el Fiscal demuestra su ignorancia de la historia: «Al Bashir alentó la idea de una polarización entre las tribus favorables al gobierno, a las que designó como «árabes», y los tres grupos que consideraba las principales amenazas, a los que se refirió como «zurgas» o «africanos»». La «racialización» de las identidades en Darfur se remonta a la época de la colonización británica. Desde finales de los años 20, los británicos intentaron crear dos confederaciones en Darfur, una árabe y la otra negra (zurga). Esas identidades «racializadas» se integraron en el censo de la población y abastecieron el marco de la política gubernamental. Por lo tanto, los dos campos enfrentados en la guerra civil de 1987-1989, no recibieron la calificación de árabes y zurgas de la noche a la mañana. Además, el desprecio de los sucesivos gobiernos sudaneses -incluido el de Bashir- hacia todos los habitantes de Darfur, tanto zurgas no árabes como nómadas árabes, está perfectamente demostrado.

Después de atribuir falsamente a Bashir la «racialización» del conflicto, Moreno-Ocampo se centra en dos consecuencias del conflicto de Darfur: la limpieza étnica por medio del saqueo de las tierras y las atrocidades cometidas en los campos. También atribuye esta responsabilidad a Bashir. Y también ahí se equivoca. El saqueo de las tierras es producto de tres causas diferentes, aunque conectadas. En primer lugar, el sistema colonial, que reorganizó Darfur en una serie de territorios tribales y asignó la mayoría de las tierras a las tribus campesinas sedentarias y nada a las tribus totalmente nómadas. Después, la degradación del medio ambiente: según el programa medioambiental de las Naciones Unidas, el Sahara se ha extendido 100 kilómetros en 40 años: esta expansión alcanzó un punto crítico a mediados de los años 80 y obligó a todas las tribus del norte de Darfur, árabes y no árabes, a emigrar hacia el sur para dirigirse hacia las tierras más fértiles ocupadas por los fur y los masalit. Esto desembocó en un conflicto que enfrentó a las tribus sedentarias contra las nómadas. El simple imperativo de la supervivencia explica en parte la brutalidad sin precedentes de las guerras sucesivas que estallaron desde 1987-1989. La tercera causa es la última cronológicamente: se trata de la violenta guerra contra la insurrección que llevó a cabo el régimen de Bashir en 2003-2004, como reacción a un levantamiento apoyado por las tribus campesinas.

El Fiscal no sólo está mal informado en cuanto a los orígenes del conflicto. Moreno-Ocampo está tan deseoso de apuntalar su acusación que también deforma la historia reciente. Acusa a Bashir de que, después de las masacres de 2003-2004, utilizaba los campos para debilitar a su adversario por otros medios: «No necesitaba balas, empleaba otras armas: la violación, el hambre, y el miedo». Esta declaración contradice los elementos informados por fuentes de la ONU, citadas por Julia Flint en el The Independent de Londres, según las cuales el índice de mortalidad en los campos bajó a unas 200 personas al mes desde principios de 2005, es decir, menos que en el sur de Sudán o en los barrios pobres de Jartum.

El acta de acusación del Fiscal pretende aplicar todas las consecuencias a una única causa: Bashir. Además, Moreno-Ocampo así se lo declaró a los periodistas que le interrogaron en La Haya: «Lo que pasó en Darfur es consecuencia de la voluntad de Bashir». Las diligencias contra Bashir son el resultado de una justicia politizada que pone en entredicho la legitimidad de la CPI y, sin duda, no contribuirá a resolver la crisis de Darfur. Podemos entender, naturalmente, que un fiscal bajo presión haga caso omiso de todos los elementos que vayan en contra de su acusación. Pero en este caso no debemos ser comprensivos. Para encontrar una solución viable a este conflicto, es necesario que se tengan en cuenta todas las causas en toda su complejidad.

Darfur conoció una mortalidad masiva en 2003-2004. La Organización Mundial de la Salud -que todavía es la fuente más digna de crédito en cuanto al índice de mortalidad- imputa esas defunciones a dos causas principales: alrededor del 80% a diarreas relacionadas con la sequía y el 20% a la violencia. Es obvio que hay que responsabilizar a los autores de las violencias, pero el fiscal de la CPI no es quien decide el tiempo y forma de las diligencias, que constituyen decisiones políticas. Más allá de la inocencia o la culpabilidad del presidente sudanés es, más ampliamente, la relación entre el derecho y la política -la politización de la CPI- la que plantea el problema, y es lo que preocupa profundamente a los gobiernos y las poblaciones de África.

El nuevo orden humanitario

Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, el orden internacional se podía dividir en dos partes desiguales, una privilegiada y la otra sometida; una consistía en un sistema de Estados soberanos del hemisferio occidental y la otra era un sistema colonial que ocupaba la mayoría de África, Asia y Oriente Medio.

Después de la guerra, con la descolonización, se reconoció a las antiguas colonias como Estados soberanos, lo que contribuyó a establecer la soberanía estatal como un principio fundamental de las relaciones entre los Estados. El fin de la Guerra Fría produjo otro cambio esencial al marcar el advenimiento de un orden humanitario internacional que establecía que desde ese momento la soberanía estatal debería tener en cuenta la norma de los derechos humanos internacionales. Muchos piensan que actualmente nos hallamos en medio de una dolorosa transición del sistema de las relaciones internacionales.

La norma de la responsabilidad ya no está incluida en el derecho internacional. Inevitablemente osciló hacia el lado de los derechos: la administración Bush lo demostró de forma brillante en el momento de la invasión de Iraq; la intervención humanitaria ya no tiene que ajustarse al orden jurídico. Incluso su característica principal es que se sitúa por encima de él. Este rasgo es el que la convierte en hermana gemela de la «guerra contra el terrorismo»

Este nuevo orden humanitario, adoptado oficialmente en 2005 durante la cumbre mundial de las Naciones Unidas, invoca la responsabilidad de la protección de las poblaciones vulnerables. Está establecido que dicha responsabilidad depende de «la comunidad internacional» y que, en la práctica, la ONU será la encargada de ejercerla, concretamente el Consejo de Seguridad, cuyos miembros permanentes son las grandes potencias. Este nuevo orden se aprobó con un lenguaje que se aleja nítidamente del antiguo lenguaje del derecho y la ciudadanía. Califica de «humanas» las poblaciones que se deben proteger y de «humanitarias» las crisis que sufren, la intervención que se compromete a salvarlas y las instancias que intentan poner en marcha dicha intervención. Si el lenguaje de la soberanía es profundamente político, el de la intervención humanitaria es profundamente apolítico, y a veces, incluso, antipolítico. Si se examina la situación con ojo crítico, vemos que no asistimos a una transición global, sino parcial. La transición del viejo sistema de la soberanía al nuevo orden humanitario se limita a los Estados calificados como «equivocados» o «canallas». De lo que resulta, una vez más, un sistema dual en el que la soberanía estatal es válida en amplias partes del mundo, pero se encuentra suspendida en un número creciente de países de África y Oriente Medio.

La soberanía estatal definida por los tratados de Westfalia permanece vigente de hecho en el sistema internacional. Pero vale la pena demorarse sobre las dos facetas, que son la soberanía y la ciudadanía. Si la «soberanía» continúa siendo la contraseña de acceso a las relaciones internacionales, la «ciudadanía» confiere una adhesión a la comunidad política (estatal) nacional soberana. Por lo tanto, lejos de oponerse, soberanía y ciudadanía van a la par. Después de todo, el Estado constituye la encarnación del derecho político esencial de los ciudadanos: el derecho a la autodeterminación colectiva.

En cambio, el orden humanitario internacional no reconoce la ciudadanía. Al contrario, coloca a los ciudadanos bajo tutela. El lenguaje de la intervención humanitaria ha roto los lazos que le relacionaban con el de los derechos de los ciudadanos. Los derechos que pretende defender el orden humanitario global son los derechos residuales del ser humano, no el conjunto de los derechos del ciudadano. Si los derechos del ciudadano son ostensiblemente políticos, los derechos del ser humano se ocupan de la mera supervivencia; podemos resumirlos en una palabra: protección. El nuevo lenguaje no designa a sus sujetos como portadores de derechos -es decir, como agentes activos de su emancipación- sino como beneficiarios pasivos de una «responsabilidad (externa) de protección». Más que con los ciudadanos dotados de derechos, los beneficiarios del orden humanitario se emparentan con los beneficiarios de actos de caridad.

El humanitarismo no pretende fortalecer la capacidad de actuación, sino únicamente mantener la vida pura y simple. Su tendencia es favorecer la dependencia. El humanitarismo proclama un sistema de protección.

No hay que pensar mucho para darse cuenta de que la responsabilidad de proteger es, desde siempre, la obligación del soberano. No ha nacido un nuevo principio; en realidad son sus términos los que han sufrido un cambio radical. Para asumir esta mutación hay que preguntar: ¿Quién tiene la responsabilidad de proteger a quién? ¿En qué condiciones? ¿Con qué objetivos?

La era del orden humanitario internacional no es totalmente nueva. Se apoya en la historia del colonialismo occidental. A principios de la expansión colonial, en los siglos XVIII y XIX, las grandes potencias occidentales -Gran Bretaña, Francia, Rusia- esgrimían la protección de los «grupos vulnerables». Cuando los países en cuestión estaban dirigidos por potencias rivales, como el Imperio Otomano, los occidentales pretendían proteger a las poblaciones que consideraban vulnerables, sobre todo las minorías religiosas, tal grupo cristiano o judío, por ejemplo. En los países que permanecían vírgenes de cualquier colonización, como el sur de Asia y grandes zonas de África, resaltaban las atrocidades locales -el infanticidio femenino y el «sati» (inmolación de las viudas, N. de T.) en la India o la esclavitud en África- y juraban proteger a las víctimas de sus opresores.

De esta historia nació régimen de protección internacional ejercido bajo los auspicios de la Sociedad de las Naciones (SDN). Los territorios que colocó bajo protección la SDN estaban principalmente en África y Oriente Medio. Se crearon al terminar la Primera Guerra Mundial, cuando las colonias de las potencias imperiales vencidas (Imperio otomano, Alemania, Italia) pasaron a las potencias victoriosas, las cuales se comprometieron a administrarlas como guardianas y a ocuparse de sus pupilos, bajo la vigilancia de la SDN.

Ruanda, que se encontraba entre esos territorios, estuvo bajo tutela belga hasta la revolución hutu de 1959. Bajo la vigilancia benévola de la SDN, Bélgica convirtió a los hutus y los tutsis en sendas identidades «racializadas», utilizando la fuerza del derecho para institucionalizar un sistema oficial de discriminación. De esta forma, el colonialismo belga sentó las bases institucionales del genocidio que tendría lugar medio siglo después. Las potencias occidentales que constituían la SDN no han querido acusar a Bélgica de la forma en que ejerció su responsabilidad colonial por una razón muy simple: si lo hubiesen hecho, dichas potencias habrían resucitado sus propios pasados coloniales. La dominación belga en Ruanda sólo fue una versión más dura de la dominación indirecta que practicaron, en mayor o menor grado, todas las potencias occidentales en África. El sistema no se limitaba a negar la soberanía de sus colonias; reconfiguraba su vida administrativa y política al colocarlas a todas bajo un régimen articulado sobre identidades y derechos diferenciados étnicamente. Seguramente la dominación belga en Ruanda fue una versión extrema del colonialismo, pero no tenía nada de excepcional.

Teniendo en cuenta el balance de la SDN, es bueno preguntarse en qué se diferencia el nuevo régimen de protección internacional del antiguo. ¿Cuáles son las posibles implicaciones de la ausencia de derechos de los ciudadanos que aparece en el centro de este nuevo sistema? ¿Por qué un régimen de protección no va a degenerar, una vez más, en un régimen exento de cualquier tipo de responsabilidad?

A primera vista, estos dos sistemas -uno definido por la soberanía y la ciudadanía, el otro por la protección y la tutela- parecen más contradictorios que complementarios. Sin embargo, en la práctica, constituyen las dos partes de un sistema internacional dual. Hay que preguntarse cómo se podrá reproducir este orden dual sin que la contradicción acabe saltando a la vista y aparezca como una versión contemporánea del antiguo sistema colonial de protección. La explicación reside, en parte, en la forma en que el poder ha conseguido subvertir el lenguaje de la violencia y la guerra para ponerlo al servicio de sus propios objetivos.

La subversión del lenguaje sobre el genocidio

Hace mucho tiempo que la guerra ha dejado de ser un enfrentamiento directo entre los ejércitos de dos Estados. Esta transformación apareció con claridad en el enfrentamiento entre los Aliados y las potencias del Eje en la Segunda Guerra Mundial, en la guerra estadounidense en Indochina en los años 1960 y 1970, después en la guerra del Golfo de 1991 y, una vez más, en la invasión de Iraq en 2003: los Estados no tienen como único objetivo el ejército de los Estados enemigos, sino que toman como objetivo a la propia sociedad: la industria y la infraestructura de la guerra, la economía y la fuerza de trabajo y a veces, como en los bombardeos aéreos de las ciudades, la población civil en general. La violencia política tiende a la generalización y la indiscriminación. La guerra moderna es la guerra total.

Esta evolución de la naturaleza de la guerra moderna viene calcada de la guerra contra las insurrecciones en los contextos coloniales. Enfrentadas a guerrillas insurrectas de simples campesinos armados, las potencias coloniales apuntaron como objetivo a las poblaciones de los territorios ocupados. A Mao Tse Tung, que dijo que las guerrillas debían encontrarse como pez en el agua, el teórico estadounidense de la «contrainsurrección» Samuel Huntington respondió, durante la guerra de Vietnam, que el objetivo de la «constrainsurrección» debía consistir en vaciar el agua y aislar al pez. Pero esta práctica es más antigua que los movimientos contra insurreccionales posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Se remonta a los albores de la modernidad, a las guerras coloniales contra los indios de América, durante los decenios y los siglos que siguieron a 1492.

La América de los colonos fue la primera que practicó el internamiento de las poblaciones civiles en lo que estadounidenses y británicos denominaron «reservas», una técnica que desarrollarían posteriormente los nazis bajo la forma extrema de los campos de concentración. Aunque a menudo se piensa que fue una invención británica que se puso en marcha a finales del siglo XIX durante la guerra de los «boers» en Sudáfrica, la práctica de la concentración y el internamiento de las poblaciones durante las guerras coloniales ha sido, en el origen, una contribución de los colonos americanos a la evolución de la guerra moderna.

El régimen identificado en el orden humanitario internacional establece una diferencia precisa entre el genocidio y las demás formas de violencia masiva. Tiende a mostrarse permisivo hacia la insurrección (guerra de liberación), la «contrainsurrección» (represión de guerras civiles o de los movimientos de rebeldes y revolucionarios) y la guerra entre Estados, todo lo que forma parte del ejercicio de la soberanía nacional, la cual, cada vez más, se considera una parte inevitable, aunque lamentable, de la defensa o la afirmación de la soberanía nacional, tanto en el plano interno como internacional, a diferencia del genocidio.

Entonces, ¿dónde está la línea divisoria de los genocidios? Obviamente no se trata de la violencia extrema contra los civiles característica de nuestra época, tanto en la «contrainsurreción» como en las guerras entre Estados. Sólo cuando la violencia extrema tiene el objetivo de aniquilar a una población civil señalada como diferente «sobre la base de su raza, etnia o religión» dicha violencia se cataloga como genocidio. Este aspecto de la definición jurídica es el que ha permitido a las grandes potencias instrumentalizar el término «genocidio» con el fin de atacar a Estados recientemente independientes que les parecían un tanto indisciplinados. Cada vez más, se condena universalmente una única forma de violencia masiva -el genocidio-, considerada como el crimen por excelencia hasta el punto de que las «contrainsurrecciones» y las guerras aparecen como fenómenos normales. Por el contrario, el genocidio se ha convertido en una violencia ciega, amoral, diabólica. Así, el primer caso es una violencia normal; el segundo, una violencia perversa. De ahí la tendencia a apelar a la «intervención humanitaria» únicamente cuando la matanza masiva lleva la etiqueta de «genocidio».

Teniendo en cuenta que la naturaleza del colonialismo «indirecto» del siglo XX definió la orientación «tribal» (o étnica) del poder administrativo, no es sorprendente que en los nuevos Estados independientes el ejercicio del poder y las reacciones que éste suscita también tiendan a tomar formas «tribales». Desde este punto de vista, apenas se puede distinguir la violencia masiva contra los civiles en el Congo de la que estraga el norte de Uganda, Mozambique, Angola, Darfur, Sierra Leona, Liberia, Costa de Marfil, etcétera. Entonces, ¿en qué casos conviene hablar de «genocidio»? Y sobre todo, ¿quién lo decide?

La utilización de los conceptos jurídicos en provecho de las grandes potencias no es nada nuevo. En cambio, la «guerra contra el terrorismo» presenta la novedad de que la acción dirigida a contrarrestar ciertas formas de violencia se considera ética y no tiene una regulación legal. ¿Es asombroso entonces que su propia evolución haya conducido a una violencia desenfrenada, como en Iraq desde 2003 o como en la pequeña guerra contra el terrorismo que Bashir llevó a cabo en Darfur entre 2003 y 2004? Puesto que el nuevo orden humanitario se desembaraza de las barreras jurídicas que limitarían la guerra preventiva -por lo tanto la guerra global contra el terrorismo-, no debemos asombrarnos de que la «contrainsurrección» se defina como una guerra local contra el terrorismo.

El año 2003 conoció el despliegue de dos contrainsurrecciones, una en Iraq, que nació de la invasión extrajera, y la otra en Darfur, que se desarrolló como reacción a una insurrección interna. La primera implicaba una guerra de liberación contra un ocupante extranjero; la segunda, una guerra civil en un Estado independiente. Es verdad que desde el punto de vista de los habitantes de Iraq o de Darfur no hay apenas diferencias entre la brutalidad de las violencias que se ejercen en ambos casos. Sin embargo, en cada uno de estos dos conflictos se ha gastado mucha energía para decidir cómo convenía definir la brutalidad: ¿había que hablar de contrainsurrección o de genocidio? Asistimos al espectáculo sorprendente de un Estado, Estados Unidos, que habiendo perpetrado actos de violencia en Iraq, hace a un Estado enemigo, Sudán, responsable de violencias genocidas en Darfur. Más sorprendente todavía, vemos en Estados Unidos un movimiento ciudadano que apela a una intervención humanitaria en Darfur y guarda un silencio absoluto con respecto a las violencias cometidas en Iraq.

La Corte Penal Internacional

Cada vez más, las grandes potencias no sólo se presentan como las instancias protectoras de los derechos en el plano internacional, sino también como las ejecutoras de la justicia a escala internacional. Es lo que aparece nítidamente cuando se observa con ojo crítico la corta historia de la Corte Penal Internacional.

La CPI se creó por el tratado de Roma de 1998 con el fin de perseguir los crímenes más odiosos: las matanzas masivas y otras brutalidades sistemáticas. Las relaciones entre la CPI y las administraciones estadounidenses sucesivas son de lo más instructivas: Washington empezó por criticar la CPI antes de dedicarse a instrumentalizarla. Tanto republicanos como demócratas se pusieron a ello: incluso fueron los líderes demócratas de la administración Cinton los primeros que intentaron debilitar a la CPI y eximir a Estados Unidos del régimen de justicia internacional emergente.

El embajador republicano en la ONU Jonh Bolton explicó con claridad las inquietudes de Washington: «Nuestra principal preocupación debe ser proteger a nuestro grandes líderes civiles y militares, los que se ocupan de nuestra defensa y de nuestra política extranjera». Bolton proseguía preguntando «si Estados Unidos era culpable de crímenes de guerra por bombardear Alemania y Japón durante la segunda guerra mundial»; a lo que él mismo respondía afirmativamente: «en efecto, una lectura directa del lenguaje utilizado indica que, probablemente, la Corte juzgaría culpable a Estados Unidos con toda la razón; estas disposiciones parecen implicar que Estados Unidos sería culpable de crímenes de guerra por el lanzamiento de bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki. Esto es intolerable e inaceptable». Bolton también se erigió en portavoz de las inquietudes del principal aliado de Estados Unidos en Oriente Medio, Israel: «Así, Israel ha manifestado en Roma el temor, completamente fundado, de que sus ataques preventivos durante la Guerra de los Seis Días seguramente le costarían el procesamiento de sus principales responsables. Además, no cabe ninguna duda de que Israel será objeto de una denuncia relacionada con las condiciones y las prácticas de su ejército en la Franja de Gaza».

Estados Unidos se negó a firmar el Tratado. Pero en cuanto comprendió que no podría impedir que la CPI se convirtiera en una realidad, la administración Bush cambió de táctica y se lanzó a firmar acuerdos bilaterales con otros países en los que estipulaban que ninguno de los dos firmantes entregaría a sus ciudadanos -incluidos los acusados de crímenes contra la humanidad- a la CPI. A mediados de junio 2003, Estados Unidos había establecido pactos con 37 países, empezando por Sierra Leona, escenario de atrocidades gigantescas.

Después, la administración Bush pasó a una fase de compromiso posibilitada por el pragmatismo de los dirigentes de la CPI. Es evidente, a la vista los cuatro países sobre los que la Corte ha lanzado sus investigaciones -Sudán, Uganda, República Centroafricana y el Congo-, que la única superpotencia mundial y la institución internacional que intentaba desesperadamente encontrar sus señas llegaron a un terreno de entendimiento. Efectivamente, Estados Unidos no tiene nada que objetar con respecto al giro tomado por las investigaciones que conciernen a esos países. No tardando, la CPI no tendrá de «internacional» más que el nombre, puesto que se está convirtiendo, a pasos agigantados, en un tribunal occidental encargado de juzgar los crímenes africanos contra la humanidad. Ataca a los gobiernos enemigos de Estados Unidos y en cambio ignora acciones a las que Estados Unidos no se opuso en Uganda, Ruanda o el este del Congo, por ejemplo, confiriendo así a sus autores una impunidad de hecho.

La CPI no tiene que rendir cuentas a la Asamblea General, sino al Consejo de Seguridad. Es esto a lo que se oponía la India cuando, exactamente igual que Estados Unidos, China y Sudán, se negó a firmar el tratado de Roma. The Hindu, el principal diario político de la India, resumió a la perfección la objeción primordial: «Es inaceptable que se conceda al Consejo de Seguridad la potestad de presentar los asuntos ante la CPI, especialmente cuando no todos sus miembros han firmado el Tratado», porque «así se ofrecen escapatorias a los países acusados de crímenes graves, pero que son influyentes en la ONU». Además, «Va contra el derecho de los tratados, según el cual ningún país estaría vinculado a las exigencias de un tratado que no firmó, conceder al Consejo de Seguridad el poder de reenviar a la CPI los asuntos que conciernen a un país no firmante».

La ausencia de responsabilidad política formal ha conducido a la politización informal de la CPI. No es asombroso que Estados Unidos se haya aprovechado de su posición de principal potencia en el Consejo de Seguridad para intentar someter a la CPI a sus propios fines. Así resumía The Hindu las relaciones de Estados Unidos con la CPI: «Las dudosas negociaciones gracias a las cuales Estados Unidos consiguió preservar su estatuto de excepcionalidad ante la CPI, al mismo tiempo que colaboraba para «poner fin al clima de impunidad que reina en Sudán» hacen escarnio de los ideales que inspiraron la creación de una Corte Penal Internacional permanente dirigida a perseguir a los autores de los mayores crímenes contra la humanidad».

Derecho y política en las sociedades en transición

Los fundamentalistas de los derechos humanos abogan por criterios jurídicos internacionales independientes del contexto político de los países concernidos. Este punto de vista encuentra un apoyo en la exasperación popular, totalmente comprensible no sólo en Occidente sino también en el continente africano, frente a la impunidad que permite a un número creciente de regímenes masacrar y maltratar a sus poblaciones para reducirlas al silencio. Pero el hecho de que la CPI se haya concentrado exclusivamente en los crímenes africanos, y sobre todo en los crímenes cometidos por los enemigos de Estados Unidos, ha caldeado los debates en África y suscita inquietudes en cuanto a la politización de la justicia y la relación que mantienen el derecho y la política.

La distinción entre cuestiones jurídicas y políticas no está clara en ningún país. En una democracia, es por medio de un proceso político como se define el dominio propio de la justicia. ¿Qué sucedería si privilegiásemos lo jurídico en detrimento de lo político en cualquier contexto? La experiencia de toda una serie de sociedades en transición -postsoviéticas, postapartheid, postcoloniales- induce a pensar que parecería fundamentalista cuestionar su propia existencia política. Muchas sociedades postsoviéticas de Europa del Este cuya historia estuvo marcada por los servicios de inteligencia, el espionaje y los compromisos a gran escala, han optado por no abrir totalmente los expedientes de la policía secreta y del Partido Comunista, o hacerlo con cuentagotas. Las sociedades desgarradas por la guerra civil, como la España postfranquista, prefirieron la amnesia a la verdad por la simple razón de que, para ellas, la necesidad de construir el futuro primaba sobre cualquier reconciliación relativa al pasado. Por el contrario, tenemos Bosnia y Ruanda, donde la administración de justicia se convirtió en una responsabilidad internacional y donde la decisión de separar los crímenes de guerra de la realidad política que los sustentaba transformó la justicia en un ajuste de cuentas.

Los que ven los derechos humanos como el lenguaje de una «intervención humanitaria» dirigida desde el exterior deben esforzarse por luchar contra un régimen jurídico donde el contenido de los derechos humanos se defina al margen de cualquier proceso político -democrático o no- que los incluiría como elementos formales. Sobre todo para los africanos, la CPI anuncia un régimen de dependencia jurídica y política del mismo tipo que el que pusieron en marcha las instituciones, en la conferencia de Bretton Woods en la posguerra, estableciendo el régimen internacional de dependencia económica que causó estragos durante los años 80 y 90.

Al separar la jurisdicción de la política abandonando la cuestión jurídica a favor de los fundamentalistas de los derechos humanos, el auténtico peligro es transformar la acción de la justicia en una búsqueda de revancha e impedir cualquier deseo de reconciliación y cualquier paz estable. ¿Esto significa que la propia noción de justicia debe ser diferente porque viene a enturbiar la paz? Por supuesto que no.

La justicia de los supervivientes

Aunque la paz y la justicia no son objetivos contradictorios, sino complementarios, debemos distinguir entre la justicia de los vencedores y la de los supervivientes: si la primera subraya que es necesario diferenciar el derecho de la culpa, la segunda intenta reconciliar los distintos derechos. En una situación donde no existen ganadores, y por lo tanto no hay posibilidad de que se ejerza una justicia de los vencedores, la justicia de los supervivientes es seguramente la única forma de justicia posible.

Si Nuremberg constituye el paradigma de la justicia de los vencedores, la transición postapartheid de Sudáfrica es el de la justicia de los supervivientes. El fin del apartheid se inspiró en un principio fundamental: perdonar, pero no olvidar. La primera parte de la fórmula enunciaba que el nuevo poder perdonaría todas las transgresiones cometidas en el pasado, a condición de que se reconocieran públicamente como culpas. No habría procesamientos. El segundo decía que no habría olvido, puesto que desde entonces las normas de conducta debían cambiar para asegurar la transición hacia una era postapartheid. Sudáfrica tuvo la oportunidad de conocer una transición que, en lo esencial, se promovió desde el interior.

Sudáfrica, lejos de ser un ejemplo único es, por el contrario, el prototipo de los conflictos que plagan África en lo que concierne a la forma que deberían asumir las comunidades políticas poscoloniales y la manera en la que se debería definir la pertenencia a estas comunidades. El acuerdo que puso fin a la guerra en el sur de Sudán se acompañó de una inmunidad para todos los participantes en la reforma política. Lo mismo que en el acuerdo que marcó el final de la guerra civil en Mozambique. Si la CPI hubiera estado implicada en estos conflictos, como actualmente en Darfur, dudamos de que se hubiese llegado a un acuerdo de paz.

En francés: http://alternatives-international.net/article3072.html