Madrid (ECS).- En 1807, la invasión napoleónica de España supuso la abdicación del rey Fernando VII en favor de José Bonaparte. Ese trasvase del poder, desde un rey con legitimidad dinástica a un rey impuesto por la fuerza de la ocupación extranjera, fue la chispa que incendió la independencia de todo el continente americano. Las colonias, al no haber prestado juramento de lealtad alguno al nuevo rey impuesto, decidieron iniciar el proceso de independencia.
Durante un siglo largo, los saharauis, hemos estado bajo dominación colonial europea.
España, por activa y por pasiva, en privado y en público, en el territorio y en la ONU, había repetido hasta la saciedad que nos iba a garantizar la aplicación de la resolución 1514 (XXV) para permitirnos disfrutar de nuestro derecho inalienable a la autodeterminación e independencia.
Más aún, la propia ONU nos prometió que íbamos a ejercer nuestro derecho inalienable, incluso, pidió la suspensión de los preparativos de la consulta mientras se pronuncia el Tribunal de La Haya.
El Tribunal, aprovechando la ocasión de la embestida contra la legalidad internacional, hizo una de sus mejores faenas, llevándose las dos orejas y el rabo, con relación al principio de la libre determinación de los pueblos, dejando consolidada, para la posteridad, una de las más importantes ideas jurídicas.
Pero al final de todo, ni España ni la ONU cumplieron sus promesas tantas veces repetidas.
España se largó, con el rabo entre las piernas, dejándonos a merced de dos ejércitos armados que venían a dominarnos y a extinguirnos, mientras la ONU se ponía de perfil para observar, desde lejos, cómo languidecíamos abandonados en el desierto. De buena fe, pusimos nuestras esperanzas en la palabra dada por España, esperando el día anhelado para proclamar nuestra libertad. Ese día nunca llegó.
Tuvimos que esperar a que España nos abandonara (14/11/1975) y esperar a que arriara su última bandera (26/02/1976). Y, entonces, sólo teníamos dos alternativas: aceptar la invasión de los ejércitos de los países vecinos o proclamar nuestro propio Estado. Optamos por lo segundo.
¿Podíamos haberlo hecho de otra manera? ¿Qué es lo que teníamos que haber hecho, entonces? ¿Teníamos que haber esperado a que viniera alguien, desde fuera, para que nos proclame como República? ¿En aquel entonces y con tantas promesas incumplidas, podíamos seguir fiándonos de cualquier actor externo para que venga a declarar nuestra República? ¿Quién tiene la autoridad para hacer esa ‘proclamación’? ¿Lo hace algún papa cristiano, algún ulema musulmán, algún rey, algún príncipe? ¿A qué Deidad nos teníamos que haber encomendado?
Sin saber cómo habían actuado otros pueblos en situaciones análogas, actuamos exactamente igual que ellos. Nos encomendamos a nuestras propias fuerzas y proclamamos nuestra República.
¿Qué carga de reprochabilidad hay en el hecho de que nosotros mismos hayamos proclamado nuestra República? ¿Por qué nos lo siguen echando en cara?
Sólo la ignorancia, mucho más acusada en la prensa francesa, pero también en la española, permite seguir reprochando, a los saharauis, el que hayan proclamado su República, después de que la metrópoli haya arriado su última bandera.
Pero, además de la ignorancia hay mucha maldad. Este discurso se asienta sobre ítems propagandísticos que incluyen la categoría de “República autoproclamada” junto con otras como “separatistas”, “independentistas”, “extremistas”, “radicales”, “apoyado por Argelia”, “recibe apoyo de Cuba y de Libia”, dentro de una cadena de equivalencias.
Este uso discursivo sirve para sembrar la confusión en los lectores, inculcándoles la idea de que determinadas prácticas, actitudes y discursos son correctos, mientras otros no lo son. Pretende pasar por válida la Marcha Verde que el Consejo de Seguridad de NNUU había declarado como deplorable. Y, en cambio, presentar, como condenable, la proclamación de la República o el apoyo de este o aquel país.
Fuente: https://www.ecsaharaui.com/2023/05/el-ofensivo-autoproclamada-republica.html?m=1