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El presidente «bueno» y el presidente «malo»

Fuentes: Investig'Action

Electo hace más de 2 meses y sin llegar aún a la Casa Blanca, Donald Trump no ha tenido lo que llaman «estado de gracia» sino más bien todo lo contrario. El presidente electo es blanco de una campaña de estigmatización a escala internacional.

Rompiendo lanzas por sus amos estadounidenses, los europeos -en vez de luchar por su propia soberanía- se unen a coro al concierto de críticas -no siempre justificadas- bajo la batuta de las élites de la ribera occidental del Atlántico. Invocando la «democracia», incluso desfilan contra el resultado de las elecciones. Barack Obama fue designado «santo subito», o sea «santo de inmediato»: en cuanto entró en la Casa Blanca, en 2009, se le entregó a título preventivo el Premio Nobel de la Paz por «sus extraordinarios esfuerzos por fortalecer la diplomacia internacional y la cooperación entre los pueblos».

Eso fue mientras su administración ya preparaba en secreto, a través de la secretaria de Estado Hillary Clinton, la guerra que 2 años más tarde destruiría el Estado libio, guerra que se extendería después a Siria e Irak mediante los grupos terroristas, instrumentos de la estrategia de Estados Unidos y la OTAN. Donald Trump, por el contrario, ha sido demonizado de inmediato, incluso antes de entrar en la Casa Blanca. Lo acusan de usurpar el puesto destinado a Hillary Clinton, gracias a una operación maléfica ordenada por el presidente ruso Vladimir Putin.

Las «pruebas» vienen de la CIA, incuestionablemente experta en materia de infiltraciones y golpes de Estado. Basta con recordar sus operaciones destinadas a provocar guerras contra Vietnam, Cambodia, Líbano, Somalia, Irak, Yugoslavia, Afganistán, Libia y Siria; o sus golpes de Estado en Indonesia, Salvador, Brasil, Chile, Argentina y Grecia. Y sus consecuencias: millones de personas encarceladas, torturadas y asesinadas; millones de personas desplazadas de sus tierras, convertidas en refugiados, víctimas de una verdadera trata de esclavos.

Y sobre todo las mujeres, adolescentes y niñas sometidas a la esclavitud, violadas, obligadas a ejercer la prostitución. Habría que recordar todo eso a quienes, en Estados Unidos y en Europa, organizan el 21 de enero la Marcha de las Mujeres para defender precisamente esa paridad de género conquistada en duras luchas y constantemente cuestionada por posiciones sexistas, como las que expresa Trump. Pero no es por esa razón que se apunta con el dedo a Trump en una campaña sin precedente en el proceso de transmisión del poder en la Casa Blanca.

El hecho es que, en esta ocasión, los perdedores se niegan a reconocer la legitimidad del presidente electo y están implementando un impeachment preventivo. Donald Trump está siendo presentado como una especie de Manchurian Candidate que, infiltrado en la Casa Blanca, estaría bajo el control de Putin, enemigo de Estados Unidos. Los estrategas neoconservadores, artífices de esta campaña, tratan de impedir así un cambio de rumbo en la relación de Estados Unidos con Rusia, que la administración Obama ha retrotraído a los tiempos de la guerra fría.

Trump es un «trader» que, aunque sigue basando la política estadounidense en la fuerza militar, tiene intenciones de abrir una negociación con Rusia, probablemente para debilitar la alianza entre Moscú y Pekín. En Europa, quienes temen que se produzca una disminución de la tensión con Rusia son ante todo los dirigentes de la OTAN, que han ganado importancia gracias a la escalada militar de la nueva guerra fría, y los grupos que detentan el poder en los países del este -principalmente en Ucrania, en Polonia y en los países bálticos- que apuestan por la hostilidad anti-rusa para obtener mayor respaldo militar y económico de parte de la OTAN y la Unión Europea.

En ese contexto, no es posible dejar de mencionar, en las manifestaciones del 21 de enero, las responsabilidades de quienes han transformado Europa en la primera línea del enfrentamiento, incluso nuclear, con Rusia. Tendríamos que salir a la calle, ciertamente, pero no como súbditos estadounidenses que rechazan a un presidente «malo» sino exigiendo uno «bueno», para liberarnos de lo que nos ata a Estados Unidos, país que -sin importar quién sea su presidente- ejerce su influencia sobre Europa a través de la OTAN.

Tendríamos que manifestar, pero para salirnos de esa alianza guerrerista, para exigir la retirada del armamento nuclear que Estados Unidos tiene almacenado en nuestros países. Tendríamos que manifestar para tener derecho a opinar, como ciudadanas y ciudadanos, sobre las opciones en materia de política exterior que, indisolublemente ligadas a las opciones económicas y políticas internas, determinan nuestras condiciones de vida y nuestro futuro.

Traducción de Carles Acozar

Fuente: Il Manifesto

http://www.investigaction.net/es/el-presidente-bueno-y-el-presidente-malo/#sthash.rGRUnNBL.dpuf

Electo hace más de 2 meses y sin llegar aún a la Casa Blanca, Donald Trump no ha tenido lo que llaman «estado de gracia» sino más bien todo lo contrario. El presidente electo es blanco de una campaña de estigmatización a escala internacional.

Rompiendo lanzas por sus amos estadounidenses, los europeos -en vez de luchar por su propia soberanía- se unen a coro al concierto de críticas -no siempre justificadas- bajo la batuta de las élites de la ribera occidental del Atlántico. Invocando la «democracia», incluso desfilan contra el resultado de las elecciones. Barack Obama fue designado «santo subito», o sea «santo de inmediato»: en cuanto entró en la Casa Blanca, en 2009, se le entregó a título preventivo el Premio Nobel de la Paz por «sus extraordinarios esfuerzos por fortalecer la diplomacia internacional y la cooperación entre los pueblos».

Eso fue mientras su administración ya preparaba en secreto, a través de la secretaria de Estado Hillary Clinton, la guerra que 2 años más tarde destruiría el Estado libio, guerra que se extendería después a Siria e Irak mediante los grupos terroristas, instrumentos de la estrategia de Estados Unidos y la OTAN. Donald Trump, por el contrario, ha sido demonizado de inmediato, incluso antes de entrar en la Casa Blanca. Lo acusan de usurpar el puesto destinado a Hillary Clinton, gracias a una operación maléfica ordenada por el presidente ruso Vladimir Putin.

Las «pruebas» vienen de la CIA, incuestionablemente experta en materia de infiltraciones y golpes de Estado. Basta con recordar sus operaciones destinadas a provocar guerras contra Vietnam, Cambodia, Líbano, Somalia, Irak, Yugoslavia, Afganistán, Libia y Siria; o sus golpes de Estado en Indonesia, Salvador, Brasil, Chile, Argentina y Grecia. Y sus consecuencias: millones de personas encarceladas, torturadas y asesinadas; millones de personas desplazadas de sus tierras, convertidas en refugiados, víctimas de una verdadera trata de esclavos.

Y sobre todo las mujeres, adolescentes y niñas sometidas a la esclavitud, violadas, obligadas a ejercer la prostitución. Habría que recordar todo eso a quienes, en Estados Unidos y en Europa, organizan el 21 de enero la Marcha de las Mujeres para defender precisamente esa paridad de género conquistada en duras luchas y constantemente cuestionada por posiciones sexistas, como las que expresa Trump. Pero no es por esa razón que se apunta con el dedo a Trump en una campaña sin precedente en el proceso de transmisión del poder en la Casa Blanca.

El hecho es que, en esta ocasión, los perdedores se niegan a reconocer la legitimidad del presidente electo y están implementando un impeachment preventivo. Donald Trump está siendo presentado como una especie de Manchurian Candidate que, infiltrado en la Casa Blanca, estaría bajo el control de Putin, enemigo de Estados Unidos. Los estrategas neoconservadores, artífices de esta campaña, tratan de impedir así un cambio de rumbo en la relación de Estados Unidos con Rusia, que la administración Obama ha retrotraído a los tiempos de la guerra fría.

Trump es un «trader» que, aunque sigue basando la política estadounidense en la fuerza militar, tiene intenciones de abrir una negociación con Rusia, probablemente para debilitar la alianza entre Moscú y Pekín. En Europa, quienes temen que se produzca una disminución de la tensión con Rusia son ante todo los dirigentes de la OTAN, que han ganado importancia gracias a la escalada militar de la nueva guerra fría, y los grupos que detentan el poder en los países del este -principalmente en Ucrania, en Polonia y en los países bálticos- que apuestan por la hostilidad anti-rusa para obtener mayor respaldo militar y económico de parte de la OTAN y la Unión Europea.

En ese contexto, no es posible dejar de mencionar, en las manifestaciones del 21 de enero, las responsabilidades de quienes han transformado Europa en la primera línea del enfrentamiento, incluso nuclear, con Rusia. Tendríamos que salir a la calle, ciertamente, pero no como súbditos estadounidenses que rechazan a un presidente «malo» sino exigiendo uno «bueno», para liberarnos de lo que nos ata a Estados Unidos, país que -sin importar quién sea su presidente- ejerce su influencia sobre Europa a través de la OTAN.

Tendríamos que manifestar, pero para salirnos de esa alianza guerrerista, para exigir la retirada del armamento nuclear que Estados Unidos tiene almacenado en nuestros países. Tendríamos que manifestar para tener derecho a opinar, como ciudadanas y ciudadanos, sobre las opciones en materia de política exterior que, indisolublemente ligadas a las opciones económicas y políticas internas, determinan nuestras condiciones de vida y nuestro futuro.

Traducción de Carles Acozar

Fuente : Il Manifesto

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El presidente «bueno» y el presidente «malo»

Electo hace más de 2 meses y sin llegar aún a la Casa Blanca, Donald Trump no ha tenido lo que llaman «estado de gracia» sino más bien todo lo contrario. El presidente electo es blanco de una campaña de estigmatización a escala internacional.

Rompiendo lanzas por sus amos estadounidenses, los europeos -en vez de luchar por su propia soberanía- se unen a coro al concierto de críticas -no siempre justificadas- bajo la batuta de las élites de la ribera occidental del Atlántico. Invocando la «democracia», incluso desfilan contra el resultado de las elecciones. Barack Obama fue designado «santo subito», o sea «santo de inmediato»: en cuanto entró en la Casa Blanca, en 2009, se le entregó a título preventivo el Premio Nobel de la Paz por «sus extraordinarios esfuerzos por fortalecer la diplomacia internacional y la cooperación entre los pueblos».

Eso fue mientras su administración ya preparaba en secreto, a través de la secretaria de Estado Hillary Clinton, la guerra que 2 años más tarde destruiría el Estado libio, guerra que se extendería después a Siria e Irak mediante los grupos terroristas, instrumentos de la estrategia de Estados Unidos y la OTAN. Donald Trump, por el contrario, ha sido demonizado de inmediato, incluso antes de entrar en la Casa Blanca. Lo acusan de usurpar el puesto destinado a Hillary Clinton, gracias a una operación maléfica ordenada por el presidente ruso Vladimir Putin.

Las «pruebas» vienen de la CIA, incuestionablemente experta en materia de infiltraciones y golpes de Estado. Basta con recordar sus operaciones destinadas a provocar guerras contra Vietnam, Cambodia, Líbano, Somalia, Irak, Yugoslavia, Afganistán, Libia y Siria; o sus golpes de Estado en Indonesia, Salvador, Brasil, Chile, Argentina y Grecia. Y sus consecuencias: millones de personas encarceladas, torturadas y asesinadas; millones de personas desplazadas de sus tierras, convertidas en refugiados, víctimas de una verdadera trata de esclavos.

Y sobre todo las mujeres, adolescentes y niñas sometidas a la esclavitud, violadas, obligadas a ejercer la prostitución. Habría que recordar todo eso a quienes, en Estados Unidos y en Europa, organizan el 21 de enero la Marcha de las Mujeres para defender precisamente esa paridad de género conquistada en duras luchas y constantemente cuestionada por posiciones sexistas, como las que expresa Trump. Pero no es por esa razón que se apunta con el dedo a Trump en una campaña sin precedente en el proceso de transmisión del poder en la Casa Blanca.

El hecho es que, en esta ocasión, los perdedores se niegan a reconocer la legitimidad del presidente electo y están implementando un impeachment preventivo. Donald Trump está siendo presentado como una especie de Manchurian Candidate que, infiltrado en la Casa Blanca, estaría bajo el control de Putin, enemigo de Estados Unidos. Los estrategas neoconservadores, artífices de esta campaña, tratan de impedir así un cambio de rumbo en la relación de Estados Unidos con Rusia, que la administración Obama ha retrotraído a los tiempos de la guerra fría.

Trump es un «trader» que, aunque sigue basando la política estadounidense en la fuerza militar, tiene intenciones de abrir una negociación con Rusia, probablemente para debilitar la alianza entre Moscú y Pekín. En Europa, quienes temen que se produzca una disminución de la tensión con Rusia son ante todo los dirigentes de la OTAN, que han ganado importancia gracias a la escalada militar de la nueva guerra fría, y los grupos que detentan el poder en los países del este -principalmente en Ucrania, en Polonia y en los países bálticos- que apuestan por la hostilidad anti-rusa para obtener mayor respaldo militar y económico de parte de la OTAN y la Unión Europea.

En ese contexto, no es posible dejar de mencionar, en las manifestaciones del 21 de enero, las responsabilidades de quienes han transformado Europa en la primera línea del enfrentamiento, incluso nuclear, con Rusia. Tendríamos que salir a la calle, ciertamente, pero no como súbditos estadounidenses que rechazan a un presidente «malo» sino exigiendo uno «bueno», para liberarnos de lo que nos ata a Estados Unidos, país que -sin importar quién sea su presidente- ejerce su influencia sobre Europa a través de la OTAN.

Tendríamos que manifestar, pero para salirnos de esa alianza guerrerista, para exigir la retirada del armamento nuclear que Estados Unidos tiene almacenado en nuestros países. Tendríamos que manifestar para tener derecho a opinar, como ciudadanas y ciudadanos, sobre las opciones en materia de política exterior que, indisolublemente ligadas a las opciones económicas y políticas internas, determinan nuestras condiciones de vida y nuestro futuro.

Traducción de Carles Acozar

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El presidente «bueno» y el presidente «malo»

Electo hace más de 2 meses y sin llegar aún a la Casa Blanca, Donald Trump no ha tenido lo que llaman «estado de gracia» sino más bien todo lo contrario. El presidente electo es blanco de una campaña de estigmatización a escala internacional.

Rompiendo lanzas por sus amos estadounidenses, los europeos -en vez de luchar por su propia soberanía- se unen a coro al concierto de críticas -no siempre justificadas- bajo la batuta de las élites de la ribera occidental del Atlántico. Invocando la «democracia», incluso desfilan contra el resultado de las elecciones. Barack Obama fue designado «santo subito», o sea «santo de inmediato»: en cuanto entró en la Casa Blanca, en 2009, se le entregó a título preventivo el Premio Nobel de la Paz por «sus extraordinarios esfuerzos por fortalecer la diplomacia internacional y la cooperación entre los pueblos».

Eso fue mientras su administración ya preparaba en secreto, a través de la secretaria de Estado Hillary Clinton, la guerra que 2 años más tarde destruiría el Estado libio, guerra que se extendería después a Siria e Irak mediante los grupos terroristas, instrumentos de la estrategia de Estados Unidos y la OTAN. Donald Trump, por el contrario, ha sido demonizado de inmediato, incluso antes de entrar en la Casa Blanca. Lo acusan de usurpar el puesto destinado a Hillary Clinton, gracias a una operación maléfica ordenada por el presidente ruso Vladimir Putin.

Las «pruebas» vienen de la CIA, incuestionablemente experta en materia de infiltraciones y golpes de Estado. Basta con recordar sus operaciones destinadas a provocar guerras contra Vietnam, Cambodia, Líbano, Somalia, Irak, Yugoslavia, Afganistán, Libia y Siria; o sus golpes de Estado en Indonesia, Salvador, Brasil, Chile, Argentina y Grecia. Y sus consecuencias: millones de personas encarceladas, torturadas y asesinadas; millones de personas desplazadas de sus tierras, convertidas en refugiados, víctimas de una verdadera trata de esclavos.

Y sobre todo las mujeres, adolescentes y niñas sometidas a la esclavitud, violadas, obligadas a ejercer la prostitución. Habría que recordar todo eso a quienes, en Estados Unidos y en Europa, organizan el 21 de enero la Marcha de las Mujeres para defender precisamente esa paridad de género conquistada en duras luchas y constantemente cuestionada por posiciones sexistas, como las que expresa Trump. Pero no es por esa razón que se apunta con el dedo a Trump en una campaña sin precedente en el proceso de transmisión del poder en la Casa Blanca.

El hecho es que, en esta ocasión, los perdedores se niegan a reconocer la legitimidad del presidente electo y están implementando un impeachment preventivo. Donald Trump está siendo presentado como una especie de Manchurian Candidate que, infiltrado en la Casa Blanca, estaría bajo el control de Putin, enemigo de Estados Unidos. Los estrategas neoconservadores, artífices de esta campaña, tratan de impedir así un cambio de rumbo en la relación de Estados Unidos con Rusia, que la administración Obama ha retrotraído a los tiempos de la guerra fría.

Trump es un «trader» que, aunque sigue basando la política estadounidense en la fuerza militar, tiene intenciones de abrir una negociación con Rusia, probablemente para debilitar la alianza entre Moscú y Pekín. En Europa, quienes temen que se produzca una disminución de la tensión con Rusia son ante todo los dirigentes de la OTAN, que han ganado importancia gracias a la escalada militar de la nueva guerra fría, y los grupos que detentan el poder en los países del este -principalmente en Ucrania, en Polonia y en los países bálticos- que apuestan por la hostilidad anti-rusa para obtener mayor respaldo militar y económico de parte de la OTAN y la Unión Europea.

En ese contexto, no es posible dejar de mencionar, en las manifestaciones del 21 de enero, las responsabilidades de quienes han transformado Europa en la primera línea del enfrentamiento, incluso nuclear, con Rusia. Tendríamos que salir a la calle, ciertamente, pero no como súbditos estadounidenses que rechazan a un presidente «malo» sino exigiendo uno «bueno», para liberarnos de lo que nos ata a Estados Unidos, país que -sin importar quién sea su presidente- ejerce su influencia sobre Europa a través de la OTAN.

Tendríamos que manifestar, pero para salirnos de esa alianza guerrerista, para exigir la retirada del armamento nuclear que Estados Unidos tiene almacenado en nuestros países. Tendríamos que manifestar para tener derecho a opinar, como ciudadanas y ciudadanos, sobre las opciones en materia de política exterior que, indisolublemente ligadas a las opciones económicas y políticas internas, determinan nuestras condiciones de vida y nuestro futuro.

Traducción de Carles Acozar

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