Las últimas alternancias en el gobierno, con proyectos proimperiales tan diversos como los representados por Barack Obama y luego por Donald Trump, reflejan la agudización de contradicciones que existen al seno de la oligarquía estadounidense.
En las ocasiones en que me he referido al presidente Donald Trump en anteriores trabajos, sin desconocer su cuestionado y polémico desempeño, he tratado de no perder de vista el trasfondo de lo que ha venido ocurriendo en los Estados Unidos en las últimas décadas, lo cual es una parte esencial de la explicación del porqué de su victoria electoral en 2016.
Hay que considerar en primer lugar, junto al descrédito del sistema bipartidista y del rechazo ciudadano a los políticos profesionales, los impactos negativos que han tenido al seno de la sociedad estadounidense, tanto la globalización neoliberal, como los debidos al sobredimensionamiento en las pretensiones de mantener su dominio global a toda costa.
Ante la ocurrencia de grandes cambios en la geopolítica global y las evidencias de decadencia imperial, se han agudizado las contradicciones al seno de la elite oligárquica en la búsqueda de opciones para detener la declinación de la hegemonía del país que ha venido teniendo lugar en las últimas décadas y preservar su status de gran potencia.
No se ha establecido ni precisado claramente qué parte de los sectores corporativos son los que han apoyado al actual mandatario o lo impulsan [en una alianza con movimientos antielitistas de base]. Muchos consideran que son secciones del capital financiero y especulativo, tangencialmente contrarios al gobierno federal, y otros segmentos de la oligarquía relativamente marginados que favorecen la línea de otorgar una mayor prioridad a los asuntos domésticos que han sufrido con el predominio de las transnacionales y con la continuidad de una excesiva proyección hacia el exterior.
El discurso demagógico de este empresario devenido en político ha sido en buena medida contrario a la globalización y al multilateralismo al uso. De ahí que enarbole su consigna de “América primero”. Más allá de la articulación o no de su pensamiento, ese enfoque habría estado a tono y fue reflejo de urgencias de la sociedad estadounidense acordes con los desafíos que ella enfrenta.
Ciertamente la manipulación de sentimientos xenofóbicos, y la oportunidad de agitar temores raciales a partir de la elección del primer presidente negro, jugaron a su favor durante su campaña electoral en 2016, pero también se benefició por ser esas unas elecciones en las que se manifestó considerable rechazo a la globalización neoliberal y sus consecuencias (el libre comercio, fuga de empleos y asuntos migratorios). Debe notarse que al actual presidente estadounidense no hizo entonces ni ha hecho críticas al neoliberalismo.
A pesar de su retórica populista, ha servido bien los intereses de los capitalistas y los ricos a través de políticas neoliberales que incluyen la reforma impositiva regresiva, una amplia desregulación y privatización, la expansión de las subvenciones al capital y recortes al gasto social.
Mantengo la hipótesis que las últimas alternancias en el gobierno, con proyectos proimperiales tan diversos como los representados por Barack Obama y luego por Donald Trump, y que han ocasionado tales pugnas políticas bajo sus mandatos, reflejan en parte la agudización de contradicciones que existen al seno de la oligarquía estadounidense.
Esos criterios están reflejados en otros análisis que he realizado, en particular en los que intitulé “Algunas razones determinantes del resultado electoral” (noviembre de 2016); “La crisis social estadounidense y la personalidad de Trump en su justo lugar” (agosto de 2018), y “El momento de Donald Trump, al margen de su personalidad” (agosto 2019).
En este último comenzaba diciendo: “En no pocas ocasiones el triunfo electoral de Trump en 2016 y su cambiante y polémico modo de conducirse en la Presidencia han sido explicados en base a su compleja y controvertida personalidad…
“Otra explicación, que trataremos se resumir aquí, va encaminada a aproximarnos a la sociedad y el momento en que se dio su triunfo electoral…”.
Ahora, pasados tres años y medio de su gobierno, lo que es la personalidad del Presidente y sus acciones siguen atrayendo la atención pública, a la vez que mantienen abierta la polémica y ciertos grados de incertidumbre. El enorme énfasis en su figura, en su estilo y ocurrencias, muchas veces dificulta la comprensión de lo que acontece.
Las profundas fracturas y contradicciones en la sociedad y la elite de EE.UU. no cesarán después de Trump. Sea reelecto o no para un nuevo periodo de gobierno, esas son tendencias que se manifestarán en el futuro a través de toda suerte de disímiles personajes y de proyecciones políticas potencialmente peligrosas.
Las contradicciones y tendencias a que nos hemos referido están entre lo más importante a la hora de analizar la actualidad de Estados Unidos. No obstante, en esta ocasión es oportuno detenerse brevemente en el personaje en cuestión, sin pretender despejar muchas de las interrogantes que acerca de él existen.
Un personaje tan habilidoso como disparatado
La capacidad del actual mandatario para llamar la atención y la excesiva cobertura que le brindan los grandes medios de prensa a sus exabruptos, incoherencias y payasadas resultan funcionales al sistema. Mientras casi todos los ojos se centran en él, tras bambalinas, alejado de la luz pública, su gobierno sigue llevando adelante las habituales políticas antipopulares y proempresariales.
Grosso modo entre las opiniones más extendidas y reiteradas respecto al actual Presidente de Estados Unidos está la que lo considera un loco y hasta un imbécil. No concuerdo con esos criterios, aunque a ratos pueda dar esa impresión con sus desplantes altaneros mezclados con ciertos grados de improvisación e ignorancia. Hay que tener en cuenta, entre otras referencias, el cómo Trump ha maniobrado con destreza durante la consecución de sus negocios y en sus manejos mediáticos, aunque su competencia para el actual cargo es sin dudas cuestionable.
Ciertamente el Presidente es un tipo presuntuoso y pedante en extremo, pero habilidoso y con mañas pese a su impericia. Eso lo ha demostrado también, tanto durante su campaña en 2016, primero contra una pluralidad de aspirantes de peso a la nominación republicana, luego contra su oponente demócrata Hillary Clinton y, finalmente, en tanta o mayor medida, al defenderse y maniobrar desde la Casa Blanca contra una gran cantidad de enemigos dentro y fuera de su gobierno.
Estos son, entre otros muchos, una parte sustantiva del poderoso establishment tradicional del Noreste del país, de la gran prensa, de los aparatos de inteligencia, parte del liderazgo republicano, segmentos de la alta burocracia y del llamado “Estado profundo”. Esas pugnas y tensiones con y desde el Ejecutivo, unido la personalidad inestable de Trump, han atentado en no poca medida contra la coherencia de la gestión institucional del país.
De esos sectores provinieron constantes ataques e investigaciones a cargo de numerosos comités creados al efecto en torno a las supuestas injerencia electoral, primero rusa, y ucraniana después, así como el fallido juicio político para destituirlo. Por otro lado, esos ataques reactivaron las energías de sus bases de apoyo.
Tanto por su estilo arrogante, unipersonal e intuitivo, como al verse obligado a constantes reacomodos y a maniobrar en un ambiente hostil, es que podrían explicarse algunos de los repetidos cambios que ha efectuado en su círculo de colaboradores y altos funcionarios. Todo ello y más ha contribuido a mantener a la población confundida y le ha ocasionado una considerable pérdida de credibilidad.
Obviamente, el magnate no actúa sólo, ni al servicio de una minúscula elite. Representa a una parte de los grandes capitalistas norteamericanos, pero él y sus aliados son fuerzas polarizantes dentro de la política del país. El sustrato político que le sirve de asiento representa algo distinto, o más bien dimana de un trasfondo distinto y de la búsqueda por una fracción de la elite de un rumbo diferente dentro de la continuidad de las pretensiones y la política imperial.
Por lo demás, no se debe desconocer el hecho de que en Estados Unidos el poder real no radica en el poder ejecutivo, lo que es más claro aún en la conducción de la política exterior. Con los presidentes de turno varían el estilo y los énfasis; ellos ponen su sello o marcan el modo como se actúa y según las condiciones o desafíos del momento.
Algunos otros rasgos de la base político-social de Trump
Está claro que el estilo y muchos de los modos de comportamiento del presidente Trump dejan mucho que desear, pero eso no significa que sea un tonto ni un inepto, si bien repetidamente miente y sin rubor se desdice, mientras que a ratos parece que juguetea o provoca haciéndose el bruto.
En muchas ocasiones realiza acciones ciertamente indignas del cargo y que parecieran contraproducentes, aunque no pocas veces le funcionan si consideramos las percepciones favorables de buena parte de su base política en un país tan diverso, tan fracturado y polarizado como Estados Unidos.
No es difícil constatar que sus locuras y dichos provocadores también le generan un extendido rechazo. Menos fácil es entender los códigos de las poblaciones en zonas alejadas y diversas de la sociedad estadounidense; aquellas regiones rurales, empobrecidas y enajenadas con la política tradicional que, junto a masas obreras venidas a menos por el deterioro manufacturero, le dieron respaldo a Trump.
Trump estudia su base religiosamente y con frecuencia cambia su retórica en función de dónde cree que van sus partidarios más confiables. Se trata de un núcleo duro de esos sectores que parece seguir apoyándolo fielmente, aunque está por ver si el Presidente conservará una coalición que sea suficiente como para posibilitarle su reelección en medio del desastre social que ocasiona la gran crisis económica casi sin precedentes que se ha desatado a la par con la pandemia del COVID-19.
El manejo de esta crisis sanitaria por parte del mandatario ha sido pésimo, inconsistente y ha estado entre sus peores actuaciones durante su mandato. Como presidente le ha faltado asumir el liderazgo requerido en momentos de particular inseguridad e incertidumbre ciudadana, cuando se requieren mensajes tranquilizadores y que contribuyan a la unidad nacional. Por el contrario, conatos y protestas en varios estados en pro de levantar las cuarentenas han sido alentados desde la Casa Blanca.
Políticamente Trump es un demagogo de derecha que ha logrado proyección gracias a la crisis de la sociedad estadounidense. A la vez pareciera ser un oportunista sin grandes convicciones éticas ni lealtades, y que no ofrece ninguna visión conceptual. Pero el avivar las actitudes xenófobas le ha servido para atraer y movilizar a extensos sectores de población como los arriba mencionados. Eso también ha exacerbado a elementos violentos y neofascistas que se han sentido empoderados.
Trump es además bastante fanfarrón. Habituado a sus corruptas prácticas en el mundo de los negocios, utiliza frecuentemente embustes y engaños, pero también amenazas como una treta para regatear con sus contrarios, según se ha podido ver en varios de sus desempeños en política internacional. Se desenvuelve como un mafioso, maniobrando tras bambalinas, pero también con bastante agudeza y ruindad, sin ningún disimulo, que algunos expertos han señalado son características de individuos que desprecian al prójimo.
Se podría considerar que es como un engendro construido con las peores partes de anteriores administraciones y saturado de abundante mordacidad y jactancia narcisista lanzadas con tal desmesura y perversidad que deja a muchos perplejos.
Para Trump, mantener protagonismo y estar en las candilejas es esencial. Su desparpajo y autosuficiencia, que por un lado lo lleva a exageraciones, a darse bombo a sí mismo, también conlleva expresiones descarnadas, sin tapujos y por consiguiente menos engañosas, como en alguna medida lo eran las edulcoradas palabras de Obama.
Esa verborrea de Trump y muchas de sus impertinencias y acciones provocan rechazo no solo en Estados Unidos sino en todo el mundo, desacreditan la imagen de la Presidencia y del país, y por tanto son susceptibles de facilitar la movilización y concertación de voluntades en contra de las repetidas políticas agresivas de esa pretensiosa potencia.