El escándalo ha sido mayúsculo. Hace casi dos siglos que no se encausaba a un alto funcionario de la Casa Blanca. La acusación del fiscal especial Patrick Fitzgerald, por perjurio y obstrucción de la justicia, contra Lewis Libby, jefe de gabinete del vicepresidente Cheney, es un fortísimo golpe político contra el gobierno republicano. Libby se […]
El escándalo ha sido mayúsculo. Hace casi dos siglos que no se encausaba a un alto funcionario de la Casa Blanca. La acusación del fiscal especial Patrick Fitzgerald, por perjurio y obstrucción de la justicia, contra Lewis Libby, jefe de gabinete del vicepresidente Cheney, es un fortísimo golpe político contra el gobierno republicano. Libby se vio forzado a renunciar y enfrenta una condena de treinta años de prisión y un millón 250 mil dólares de multa si es hallado culpable por los tribunales. Para colmo, el principal asesor político del Presidente, Kart Rove, es también sospechoso de la infidencia y sigue siendo investigado. Todo ello pudiera desembocar en un nuevo Watergate y la inhabilitación legal del Presidente Bush.
El origen del embrollo es simple. Cuando el gobierno de Bush sostuvo que Sadam Hussein compraba uranio en Níger para elaborar armas atómicas la CIA envió al embajador Joseph Wilson a una misión investigativa que arrojó que tal compra no existía. Al ser revelada públicamente la inconsistencia de la imputación del gobierno de Bush los altos funcionarios Karl Rove y Lewis Libby se vengaron de Wilson filtrando a la prensa que su esposa, Valerie Plame, era agente de la CIA, lo cual según la legislación de Estados Unidos es un crimen federal.
Pero el problema principal es algo mayor que eso. Ha quedado en evidencia, una vez más, que la guerra contra Irak se basó en una serie de tergiversaciones, embustes, alteraciones de los informes de inteligencia, distorsión de los hechos y fraudes a la opinión pública. El grupo Cheney-Rumsfeld, con la colaboración de Paul Wolfowitz y Dougas Feith planearon la agresión a Irak.
Esto reabre el debate sobre la manera en que el gobierno actual llevó al país a una guerra desastrosa mediante engaños, sobre cómo un pequeño grupo tomó el control de la política exterior para beneficio de las grandes corporaciones petroleras. La familia Bush está orgánicamente ligada a los intereses petroleros. Bush padre siempre fue accionista de esas corporaciones y la Guerra del Golfo de 1991 obedeció a los intereses de ese cartel en la región arábiga. Bush hijo no está menos comprometido que su padre.
Estratégicamente no puede ignorarse que, pese a sus vastas reservas nacionales, Estados Unidos depende en gran medida del petróleo árabe. Cualquier interferencia en ese suministro es tomada como una amenaza a su seguridad nacional. La necesidad de Estados Unidos del oro negro del mundo árabe lo inclina a desatar cualquier guerra antes de permitir que sus fábricas se paralicen y sus ciudades se oscurezcan.
Arabia Saudita es un protectorado norteamericano, como lo es Kuwait. De la misma manera el gobierno de Washington ha contado siempre con el apoyo incondicional de Israel, Egipto, Turquía y Jordania, pero Irán era una potencia que mantenía su propia estrategia y alentaba una reservada enemistad hacia EU. Algo similar ocurría con Siria.
La posesión del área circundante al Golfo Pérsico es vital para Estados Unidos. Durante muchos años Washington confió en el despótico Shah de Irán y le proporcionó armamento para que fuese el eje de su política en el Golfo. Desde la revolución de 1979 Irán, bajo el liderazgo del ayatollah Jomeini, se convirtió en un implacable enemigo. Pese a todas las máscaras que el gobierno de Estados Unidos coloca ante su acometida el objetivo real de esta guerra es el petróleo.
Dentro de medio siglo los yacimientos de los países árabes estarán casi agotados, solamente persistirá el suministro de los pozos entre Azerbaiján y Kazajstan. Será necesario tender más oleoductos al Mediterráneo y al Golfo Pérsico para llevar el hidrocarburo a Occidente, por ello esa región es de interés estratégico para Estados Unidos. Sin la energía que proporciona el combustible proveniente de los pozos árabes los medios industriales básicos estadounidenses sufrirían un colapso en su producción.
Bush se hunde en el descrédito. La ineficacia de su administración quedó demostrada en el torpe manejo del ciclón Katrina y su devastador efecto en Nueva Orleáns y acaba de repetirse con el paso de Wilma por la Florida, con igual ineptitud y desconcierto. La desafortunada postulación de Harriet Miers para el cargo vacante en la Corte Suprema demostró la debilidad política del gobierno republicano. El apoyo a Bush ha descendido al 34% según encuesta de la cadena ABC y el diario Washington Post.
La ola crítica contra los desaciertos de Bush crece cada día. Hasta Brent Scowcroft, ex asesor de seguridad nacional, amigo del Bush padre, ya critica la política bélica de este gobierno. Ya hay algunos, como el columnista Nicholas Kristof, del New York Times que están pidiendo abiertamente la renuncia de Cheney si no puede abordar claramente las interrogantes sobre su conducta y los funcionarios de su oficina. La Casa Blanca se está desmoronando.