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El historiador Emmanuel Rodríguez publica “Por qué fracasó la democracia en España” (Traficantes de sueños)

El Régimen del 78, traiciones y renuncias

Fuentes: Rebelión

Encuentros, comidas, actos públicos y, pasado un tiempo, libros de memorias y autobiografías. «La Transición se hizo comiendo. La cena política fue el medio privilegiado que nuevas y viejas élites, franquismo y oposición, titulares y aspirantes, encontraron para conocerse, hablar lo fundamental, definir posiciones ante los primeros pactos y llegar a los primeros arreglos. En […]

Encuentros, comidas, actos públicos y, pasado un tiempo, libros de memorias y autobiografías. «La Transición se hizo comiendo. La cena política fue el medio privilegiado que nuevas y viejas élites, franquismo y oposición, titulares y aspirantes, encontraron para conocerse, hablar lo fundamental, definir posiciones ante los primeros pactos y llegar a los primeros arreglos. En restaurantes, bajo la cortesía de grandes figuras, a través de intermediarios privilegiados…». Después de las amables presentaciones y los primeros platos, los comensales entraban en materia. El sociólogo e historiador Emmanuel Rodríguez López define de este modo el teatro, la escenografía y las formas que envolvieron la Transición española. Pero la esencia de las cosas residía en otro lugar. Si la Transición fue el resultado de un «pacto entre las élites», que dio lugar a una clase política nueva (a partir de los restos del franquismo político y las élites del antifranquismo), el elemento capital remitía a la economía. El profesor de Geografía Política de la Universidad Complutense sintetiza la razón de este gran acuerdo en su libro «Por qué fracasó la democracia en España. La Transición y el régimen del 78», publicado por Traficantes de Sueños en 2015: «La necesidad de cerrar la crisis social y económica que presidió el fin del franquismo y que había venido empujada por la clase obrera».

En otros términos lo apunta el miembro de la Fundación de los Comunes y el Observatorio Metropolitano de Madrid en este libro de 385 páginas: «La clave del proyecto reformista, y en todo momento su urgencia, descansaba sobre un gran acuerdo social tanto o más importante que el acuerdo político». De ahí la relevancia de los Pactos de la Moncloa (octubre de 1977). En 1970 se produjeron 817 huelgas (cuatro veces más que en 1966), en las que participaron más de 300.000 huelguistas, mientras que en 1976 el número de conflictos aumentó hasta 1.568, en los que se implicaron 3,5 millones de trabajadores. Fruto de las luchas obreras, los salarios reales medios acumularon un incremento de casi el 40% entre 1970 y 1976, cuando la productividad lo hizo en un 23,7%. En 1977 el alza de los precios alcanzó el 25%. «La ofensiva obrera, las huelgas, la revuelta de los salarios, asustaban, en primer lugar y con toda razón a los empresarios; pero también amedrentaban al estado», sostiene el autor. La pérdida de horas de trabajo por absentismo multiplicaban por cinco o seis las producidas por las huelgas. Además, desde finales de los 70, numerosas factorías que los empresarios habían abandonado fueron autogestionadas por los trabajadores en régimen legal precario.

El polvorín obrero ha merecido menor atención en la historiografía oficial que la leyenda de los próceres. Sin embargo, la década de los 70 se inició con una huelga de la construcción en Granada, en la que murieron tres trabajadores. Y continuó un año después con la ocupación de la SEAT en Barcelona y el conflicto en la empresa Harry Walker. En 1972 se sucedieron huelgas generales en Ferrol (marzo) y Vigo (septiembre); en 1973, en Pamplona; y un año después la temperatura aumentó con huelgas generales tanto en la comarca catalana del Baix Llobregat como en la ciudad de Alcoy. ¿Qué balance cabe realizar de esta escalada reivindicativa, que en ocasiones movilizó a ciudades enteras con paros totales y asambleas masivas? Emmanuel Rodríguez López subraya el alcance de los logros: «Normalmente acabaron con la imposición, a veces sin paliativos, de las reivindicaciones obreras». El historiador, autor de libros como «Hipótesis democracia» (2013) y «El gobierno imposible. Trabajo y fronteras en las metrópolis de la abundancia» (2003), marca en rojo una señal en el invierno de 1976, cuando más de un millón de trabajadores se implicaron en diferentes conflictos. Podían localizarse los focos en las cuencas mineras asturianas, la construcción en Valladolid, la metalurgia en Valencia y Barcelona, el cinturón industrial y los servicios en Madrid o los astilleros de Gijón. «Quizás en ningún otro momento se estuvo tan cerca de una situación de huelga general: masiva, prolongada, de salida incierta».

El proceso de movilizaciones y protestas obreras cristalizó en Vitoria. «Fue el capítulo más avanzado de la mayor oleada de huelgas del franquismo», resume Rodríguez López. En la Iglesia de san Francisco de Asis, en el barrio obrero de Zaramaga, había congregadas más de cinco mil personas. En medio de los llamados a la huelga general, convocatorias de asambleas, paros y enfrentamientos con la policía, los agentes lanzaron botes de humo y dispararon fuego real. Es el tres de marzo de 1976, y los hechos terminan con cinco muertos y más de un centenar de heridos. Fraga Iribarne, entonces ministro de la Gobernación, se refirió en términos literales al «soviet de Vitoria». De todo el proceso, el autor de «Por qué fracasó la democracia en España» resalta «el fuerte componente autónomo de la organización obrera, manifiesto en las asambleas y las comisiones de fábrica». Se trataba, en palabras de la época, de luchas «unitarias» (incluían a todos o la mayoría de los obreros, cualesquiera que fueran los núcleos u organizaciones) basadas en reivindicaciones concretas e inmediatas. A pesar de las debilidades -actuación en la clandestinidad, represión y falta de definición ideológica, a lo que se suma la «competencia partidaria» por la hegemonía interna-, el sociólogo, historiador y profesor de Geografía considera que la clase obrera fue el «sujeto de ruptura» -desde un punto de vista «concreto» y «material»- con la dictadura franquista y el modelo de acumulación desarrollista. Sin embargo, fue otro el sujeto histórico que protagonizó la Transición.

Las clases medias constituían la base del «franquismo sociológico» o, en términos de Fraga Iribarne, la «mayoría natural» de España. También uno de los grandes logros de la dictadura. Trabajadores del «tardofranquismo», aspirantes a conseguir un lugar en la «sociedad de consumo» formaban parte de las clases medias. El 4% de los hogares españoles poseía frigorífico en 1960, porcentaje que se eleva al 87% en 1974; en el mismo periodo, la televisión pasa del 1 al 90% y la lavadora del 20 al 60%. El coche, que en los 60 se podía considerar un artículo de lujo, estaba una década después a disposición de la mitad de las familias. La vivienda en propiedad como garantía de orden fue algo más que una aspiración de los prohombres franquistas: el 68% de los hogares eran propietarios de una vivienda en 1975.

Además de multiplicarse la población con estudios, en los quince años comprendidos entre 1960 y 1975, la renta real de los españoles se duplicó. Pero con independencia de los grandes números de la Sociología, Emmanuel Rodríguez hila más fino y penetra en lo que llama la «Generación de la Transición» o, en otros términos, «la nueva clase política de la democracia» y «la élite del país durante las décadas siguientes», en los estamentos profesional, cultural y académico. De familia acomodada y nacidos en los años 30 (o la posguerra), ingresan en la universidad en la mitad de los 50. Participaron en el movimiento estudiantil, el PCE, la izquierda comunista o el radicalismo católico. Después, con los años, forjaron la memoria de la «lucha antifranquista», apunta Rodríguez López, que reproduce no las duras batallas de la fábrica sino las vivencias estudiantiles, como las «carreras» delante de los «grises» o las «detenciones arbitrarias».

En una época menos enmarañada por el lenguaje políticamente correcto que la actual, el empresariado respondía con la movilización contundente, y sin embozos, a los desafíos de la izquierda. Se pudo comprobar el cinco de diciembre de 1978, cuando 13.000 empresarios se reunieron en el Palacio de los Deportes de Madrid según las consignas de la CEOE: «Reaccionemos»; «Unidad, libre empresa y prosperidad». Pese a las proclamas, la situación de partida no les resultaba precisamente desfavorable. A la altura de 1975 unas 200 familias, presentes en los grandes consejos de administración, controlaban más de un tercio de las acciones cotizadas en bolsa. Un año antes de la muerte del dictador, el 10% más potentado de la población española concentraba casi el 40% del total de la renta, mientras que la mitad con menos recursos se quedaba en el límite del 20%. Más aún, en términos reales las familias con rentas más bajas soportaban una mayor presión fiscal que las ubicadas en los estratos superiores. Este desequilibrio en el reparto de la riqueza, esta inequidad fiscal, se producía en 1978 pero también en 1982. Si se produjo un incremento del gasto público, fue a costa de la emisión de deuda. «El Estado siguió siendo barato, muy barato, para el capitalismo familiar español», concluye Emmanuel Rodríguez.

En el mundo de los partidos, la UCD se configuró como «la opción de menor riesgo» frente a una izquierda a la que se señalaba como anclada en el «maximalismo» y la «lucha de clases», pero también ante los embates de una derecha nostálgica, Alianza Popular (AP). Suárez (antiguo jefe del Movimiento) «en lo sustancial decía pretender lo mismo que los partidos de izquierda, la democracia». A pesar que en mayo de 1978 Felipe González anunciara a los periodistas la próxima renuncia del PSOE al marxismo, y de que en diciembre de 1977 Carrillo se expresara en términos parecidos respecto al leninismo (en ambos casos, «sin consultar con nadie», apunta Emmanuel Rodríguez), las estrategias discursivas, al igual que hoy, recurrían al discurso del miedo. Dos días antes de las elecciones de febrero de 1979, Adolfo Suárez defendía su candidatura en RTVE apelando al «humanismo cristiano», frente al «materialismo de los partidos marxistas, sean socialistas o comunistas». De ello dependía que España se mantuviera en la órbita «occidental», o -en caso contrario- que caminara hacia la conversión en una «sociedad colectivista».

En cuanto al PSOE, a pesar de su retórica maximalista -apelaba al antiimperialismo, el marxismo, la autogestión y el derecho de autodeterminación- realmente «se convirtió en el alterego de la reforma». De hecho, «aceptó sin mucho sonrojo la ventaja que le ofrecía el reformismo franquista como interlocutor privilegiado», aclara Emmanuel Rodríguez López. Respecto al PCE «y su política de moderación», la dirección del partido «fue consciente en todo momento que las formas de democracia obrera debían ser neutralizadas y subordinadas al pacto político con las élites del franquismo». Éste era el precio de la «integración», la consecuencia de su política de alianzas con las clases medias y la manera de laminar la competencia que tenía a su izquierda y en el mundo asambleario. Ante un nuevo régimen que se vinculaba al anterior con elementos discursivos como la «modernización» o la «homologación con Europa», quedaron soterrados el PCE, la extrema izquierda, los intentos de reconstruir la CNT, el movimiento obrero y la contracultura. «Quedó un concentrado posibilista bajo las siglas del PSOE», apunta el autor de «Por qué fracasó la democracia en España».

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