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El renacer del movimiento Nahda en Túnez

Fuentes: Middle East Research and Information

Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández

La Plaza de la Kasba se despierta con el sentimiento de la mañana después. Esparcidas por toda la plaza se ven alguna que otra bandera tunecina abandonada y otras reliquias de las manifestaciones masivas que forzaron la caída del ex dictador Zine El Abidine Ben Ali en enero y de los dos «gobiernos provisionales» después, al considerarse que seguían demasiado estrechamente asociados con su régimen. Todavía se ven diversas protestas por la capital tunecina. Pero ya no persiguen transformar el orden político. Son pequeñas, seccionales, partidistas, casi rutinarias.

Un grupo de maestros del empobrecido interior tunecino ha venido caminando durante cinco días para concentrarse fuera del Ministerio de la Juventud, un vistoso edificio de estilo colonial francés que linda con la plaza. Desde que Ben Ali cayó se han creado 1.200 nuevos puestos de trabajo para maestros. Pero los puestos no se están adjudicando con justicia, alegan los maestros. «Justo como pasaba antes de la revolución», quienes eligen primero son sus colegas de las más florecientes ciudades costeras.

Hay una tienda de campaña de color negro adornada con una bandera que ondea al viento y en la que puede leerse «Comité para la Defensa de la Revolución». Puede verse cómo un grupo de jóvenes reparte panfletos que piden la destitución del último ministro del interior «interino» por considerar «que está demasiado vinculado a la policía». La fuerza policial tunecina, estimada en unos 150.000 efectivos, se desvaneció en el viento tras la huida de Ben Ali hacia el exilio saudí el 14 de enero. La mayoría de los tunecinos consideran la reaparición de grupos de patrulla en los bulevares más lujosos de la capital -junto al descenso de las huelgas- como otro signo del lento avance del país hacia la normalidad.

Pero aunque lento es un avance. Muchos de los que están ahora en la plaza no son manifestantes sino trabajadores emigrantes que han vuelto de Libia, harapientos y desgreñados, unos cuantos de los 70.000 tunecinos que se han quedado sin trabajo a causa de la guerra en la frontera sureste. Una mujer que se escarba los dientes está recién llegada de Misrata, el lugar de las principales batallas abril. No pudo conseguir ayuda de la embajada tunecina en Trípoli, dice, pero el ejército tunecino le entregó alimentos a ella y a su familia al llegar a la frontera. «Los soldados libios nos preguntaron que de dónde éramos. ‘Túnez’, le dijimos, ‘Entonces, sois de los que han empezado con este asunto de la revolución’. Y después nos quitaron el dinero y nos golpearon».

Los que regresan de Libia piden al gobierno que les «integre» en la economía. Pero es una petición cuyo cumplimiento está más allá de la capacidad de ningún gobierno tunecino, interino o de cualquier tipo. Se dice que el desempleo ronda el 14% a nivel nacional. La cifra es aproximada y, en cualquier caso, enmascara inmensas diferencias regionales y generacionales. En las ciudades costeras, la tasa de desempleo puede bajar hasta el 7%, mientras que en el interior puede aumentar hasta el 30%. Entre los tunecinos menores de 30 años, incluidos alrededor de 400.000 licenciados universitarios, la tasa es del 26%. Todos coinciden en que esta clase y cohorte de edad es la que se puso al frente de la revolución que derrocó a Ben Ali. Ahora, y por cientos, los jóvenes sin empleo fuman en los cafés o merodean por los callejones de la ciudad vieja de Túnez, enardecidos aún pero sin nada que hacer.

Dos revoluciones

Hubo dos revoluciones en Túnez en el invierno de 2010-2011. La primera forma parte ya de la leyenda. Mohamed Buazizi, en un acto de absoluta desesperación al no permitírsele trabajar, se prendió fuego desencadenando una revolución que se extendió desde el interior a la costa y desde ahí por toda la región, derrocando a su paso a dos dictadores, uno tras 24 años (Túnez) y otro tras 30 (Egipto).

El segundo levantamiento fue igual de notable, aunque se viera eclipsado por las convulsiones en Egipto, Libia, Bahrein, Yemen y ahora Siria. Desde el 18 de enero -el día en que Ben Ali huyó- hasta el 4 de marzo, una coalición de organizaciones de base, sindicatos, izquierdistas, grupos por los derechos humanos e islamistas, principalmente, aunque no sólo, del movimiento Nadha (Renacimiento), volvió a la Plaza de la Kasba, convertida en púlpito, contra cualquier intento de los residuos del régimen de Ben Ali por recuperar el control de la transición tras la dictadura. Al haberse negado a abrir fuego contra los manifestantes en la primera revolución, el ejército tunecino, de 30.000 efectivos, se limitó a desempeñar en la segunda su papel constitucional: Custodiar los lugares cívicos pero permitiendo que la lucha entre el régimen y la oposición se manifestara.

Y así ocurrió. Una avalancha de desobediencia civil acabó no solo con dos gabinetes interinos sino que también forzó la dimisión de los gobernadores nombrados por Ben Ali en las provincias, la disolución de su Agrupación Constitucional Democrática (ACD) y la desbandada del aparato de la seguridad nacional, incluida la odiada policía política de Ben Ali. Se permitió actuar a Nahda y otros partidos que estaban prohibidos. Y los recién amnistiados prisioneros políticos pudieron postularse para desempeñar algún cargo.

El golpe de gracia se produjo el 3 de marzo. Tras días de sentadas masivas en la Plaza de la Kasba, el primer ministro interino Beji Caid Essebsi se doblegó ante la principal exigencia de los manifestantes: las elecciones nacionales para una asamblea constituyente se celebrarían el 24 de julio. La asamblea quedará encargada de redactar una nueva constitución y convocar elecciones parlamentarias y presidenciales. A través de sus representantes electos, el pueblo tunecino tendrá oportunidad de acuñar desde cero una democracia constitucional. Será «un nuevo sistema político que romperá definitivamente con el viejo régimen y un espejo que reflejará verdaderamente las ambiciones del pueblo», prometió Essebsi.

El alcance de este logro puede contrastarse con lo que está sucediendo en otros lugares. En Egipto, dos semanas después, los votantes aprobaron el tipo de régimen de transición que hizo que las masas lucharan tan duramente en la Plaza de la Kasba para impedirla. En Siria y el Yemen, los dictadores se han atrincherado y contraatacan con una represión sangrienta; en Libia, una guerra civil y la intervención extranjera; en Bahrein, ocupación y represalias.

Quizá la magnitud de lo logrado es lo que hace que la Plaza se sienta tan agotada. La gente está ausente no porque se les haya aplastado o porque un consejo militar les haya arrebatado el control de la transición; están ausentes porque se han cumplido sus demandas políticas. Han derrocado al régimen.

Ahora hay casi una insoportable liviandad de estar sin autoridad, un sentimiento de estar fluyendo y de «retraimiento», dice Ilhem Abdelkifi, sindicalista y activista por los derechos humanos. Eso se traslada en una especie de ansiedad irritable y tensa ante el futuro. «No es tan fácil como creíamos que iba a ser», dice Abdelkifi por encima de un capuchino en una zona céntrica de Túnez. El gobierno interino es débil e ineficaz, se queja. Las fuerzas políticas que tan heroicamente se unieron para acabar con el viejo régimen han caído ahora en las luchas internas y el faccionalismo, incapaces de ponerse de acuerdo en la forma de la transición o siquiera sobre una ley electoral para las elecciones del 24 de julio. La profusión de alrededor de 50 nuevos partidos políticos solo sirve para embrollarlo aún más todo. En el interior, se ha sustituido a los gobernadores de Ben Ali por unos nuevos y confusos «comités populares en defensa de la revolución». No responden ante nadie, dice Abdelkifi y parecen de «inspiración salafí» o puede que leales al viejo régimen. En las ciudades aumenta la delincuencia y una economía en apuros. Perros salvajes merodean en las últimas por los parques. Ya no sabe si la fecha del 24 de julio es demasiado cercana o demasiado lejana para una transición adecuada. «Solía pensar que había muy poco tiempo, que todos estos nuevos partidos necesitan más tiempo para organizarse. Pero ahora me pregunto si la espera no es demasiado larga, si se necesitamos las elecciones para detener el deterioro».

Sorbe su café. «Nadie dirigió nuestra revolución, esa fue su fuerza. Si querías hacer algo, ibas a las calles y protestabas. Pero sin clase alguna de estado o presencia de partidos necesitas liderazgo, algún tipo de fuerza política dominante. De otra manera, estás metido en un caos. Ayer un hombre se prendió fuego y murió porque no tenía trabajo», dice. «Tal vez todo explote de nuevo».

Ese temor es compartido por todo el espectro político, envolviendo a quienes salieron más fuertes de la segunda revolución tunecina. Rachid Ghannouchi es el presidente del movimiento islamista Nahda y su icono. Antes de la caída de Ben Ali, era el exiliado político más famoso de Túnez. Desde su regreso el 30 de enero a su patria, ha surgido como una personalidad con mucha influencia en la lucha por una democracia constitucional. Sin embargo, se ha hecho eco del nerviosismo de Abdelkifi. «Sí», ha dicho. «Tenemos que hacer que la transición sea un éxito».

Nahda

Ghannouchi evoca a un funcionario jubilado que agota sus días en uno de los suburbios más frondosos de Túnez. Es un hombre pequeño y atildado, de pelo plateado y ojos sonrientes. Una segunda ojeada deja claro que se halla en el ojo de un huracán.

A poca distancia de su casa, los activistas de Nahda han instalado mesas de pino y sillas giratorias de cuero negro para la primera oficina oficial del movimiento en Túnez. Los activistas constituyen una complicada mezcolanza de cuadros locales, exiliados que han vuelto, antiguos prisioneros y jóvenes intentando todos transformar un movimiento clandestino en un partido político moderno. Una joven -que no es miembro del movimiento, insiste- se encarga de poner al día en «redes sociales» a los responsables barbudos que acaban de salir de la cárcel para que sepan cómo tratar con los medios. «Tienes que recordar que durante 23 años estuvimos muertos políticamente en Túnez. Necesitamos que la gente se familiarice con Nahda», dice el miembro ejecutivo Abdellatif Mekki. Ha pasado diez años tras las rejas.

Sin embargo, si se compara con otras partes del nuevo orden político tunecino, Nahda parece estar bien situado. Los analistas dicen que el movimiento salió bien del tumulto de la segunda revolución de Túnez. Su estructura nacional le da ventaja sobre la dispersión de votos que es probable que se produzca debido a la proliferación de nuevos partidos. «Nahda tiene una base», dice el sindicalista Abdelkifi, que no es islamista. «Los tunecinos son religiosos. Atraerá a los que no saben adónde ir». Gannouchi dice que si Nahda «consigue un 30-35% de los votos para la asamblea constituyente, se sentirá muy feliz». Otros se sentirán alarmados por tal proporción y no sólo en Túnez. La cifra de un 35% es probablemente exagerada, dicen los observadores, pero sí podría ser posible un 25%. Pero la verdad es que nadie conoce realmente la profundidad de la base de Nahda o la de cualquier otro partido, debido a la despolitización extrema de la sociedad tunecina durante la era de Ben Ali.

Y hay otras razones que dificultan la valoración del peso de Nahda. Como estuvo prohibido desde 1991 a 2011, la mayoría de los tunecinos de menos de 30 años (el 54% de la población, según el Instituto Nacional de Estadística del país) no tienen experiencia del movimiento como organización política. El Islam político puede significar para ellos cualquier cosa, desde el Partido por el Desarrollo y la Justicia turco hasta al-Qaida, pero siempre geográficamente distantes. Pero los tunecinos de más edad, especialmente las clases medias urbanas más acomodadas, tienen recuerdos personales de Nahda, y la mayor parte de ellos son desagradables. Recuerdan cómo, en la década de 1980, las primeras encarnaciones de Nahda bombardearon hoteles, amenazando la vital industria turística del país. Y cómo, en 1991, los militantes de Nahda atacaron una oficina de la Agrupación Democrática Constitucional, matando a un civil y arrojando ácido a la cara de otros. Para muchos tunecinos, aquellos incidentes levantaron el espectro de una guerra civil tipo Argelia, un temor que el régimen de Ben Ali alimentó a cada oportunidad. Veinte años después, el espectro todavía no se ha exorcizado entre las elites laicas tunecinas.

Ghannuchi admite que individuos afiliados a Nahda estuvieron detrás de la violencia, pero insiste en que no contaban con la aprobación de los dirigentes. Acepta que se cometieron errores, pero replica que cualquier acto de violencia cometido por su movimiento palidece en comparación con la violencia estatal, inconmensurablemente mayor, que Ben Ali inflingió. En cualquier caso, Ghannouchi renunció a la violencia política en los primeros años de la década de 1990 y desde entonces ha defendido la democracia como el único camino hacia el poder para un partido que defienda el Islam político. En una entrevista con el Financial Times, justo antes de su regreso a Túnez el 30 de enero, dijo que Nahda «se había bebido de un trago la copa de la democracia» allá por los noventa, mientras otros movimientos islamistas «iban tomándola sorbito a sorbito».

Sus escritos desde el exilio explican muchas cosas. Al parecer, sus ensayos le sirvieron estratégicamente al partido turco para convertirse en un gobierno suavemente islamista en un estado decididamente laico. Los dirigentes más jóvenes de Nahda, como Mekki, piensa que en Túnez podría aplicarse el «modelo turco». Ghannouchi habla solo de un modelo tunecino. «Tienes que ser claro en lo que era único de la revolución tunecina y lo que no», dice.

El pasado

La actual oleada de revueltas en el mundo árabe empezó en Túnez por diversas razones, continúa Ghannouchi. «Quizá somos la sociedad árabe más homogénea. A diferencia de Siria, Bahrein e incluso Egipto, no tenemos problemas de minorías. En Siria, los alauíes apoyan claramente el régimen. Aquí podías movilizar a todo el mundo contra la dictadura». En segundo lugar, «Túnez es una sociedad muy educada». Cita una comparación luminosa. «Tenemos una población de diez millones de seres, incluidos dos millones de jóvenes. Esos dos millones pueden utilizar Internet. La comunicación es fácil entre ellos. En Argelia son 32 millones de personas y sólo 500.000 las que pueden utilizar Internet».

Lo que Túnez tenía en común con otros estados árabes era la corrupción del poder, en frase de Ghannocuhi: «la mezcla de autoridad política y mafia». «Esto es lo que define el régimen árabe moderno», dice. «Una mafia o quasi-mafia dirige el estado. Eso era así en Egipto, Siria y Túnez. En todos había ciertas fachadas de modernidad, de sistema multipartidista, de poder judicial. Pero el dictador y la mafia lo confiscaban todo, lo controlaban todo. Quizá el control era aún mayor en Túnez que en los demás lugares».

Así pues, ¿por qué empezó en Túnez la revolución? ¿Y quién fueron sus líderes? Ghannouchi elige sus palabras cuidadosamente. Tiene que conciliar la narrativa de su movimiento con el de su sociedad. Y las dos formas de contar la historia no siempre coinciden. «Los jóvenes fueron quienes lideraron nuestra revolución, especialmente los licenciados universitarios sin trabajo. Pero Nahda estaba entre ellos, entre los que más han sufrido en Túnez en los últimos veinte años. Dudo que haya una familia en Túnez que no sepa de algún miembro de Nahda asesinado, expulsado o encarcelado. Esto aumentó la presión y la ira en la sociedad. Nahda fue parte de esa presión. No eran los líderes de la revolución. Y ningún partido tiene derecho a cubrir la revolución con sus eslóganes. Pero fuimos parte de la presión que impulsó a los jóvenes a levantarse».

Hay algo de verdad en este relato y mucho de bravata, a pesar de la dicción meticulosa. Los tunecinos insisten abrumadoramente en que su revolución fue un asunto espontáneo dirigido por los jóvenes y propulsado por la anomia existente entre la creciente educación, las crecientes expectativas y el creciente desempleo. Los activistas de Facebook ampliaron las voces de la revuelta en las calles a través de las nuevas tecnologías. Los grupos cívicos, especialmente los sindicatos, prestaron al levantamiento amplitud y profundidad. Puede que haya habido cuadros de Nahda implicados como individuos en el fermento del mismo. Pero reclamar para Nahda un lugar privilegiado en las «presiones» que causaron la revolución es inventar un linaje que no existe, y muchos tunecinos se resienten del intento.

Donde los islamistas pueden dejar sentir la importancia de sus camaradas agitadores es en la escala de pasadas persecuciones. El brutal estado-policía de Ben Ali no admitía oposición de ninguna clase, pero fueron los islamistas los que se llevaron la peor parte de la represión, habitualmente a partir del espurio pretexto de que la «erradicación» (un término prestado por las autoridades argelinas en su batalla contra los islamistas) era el único camino para que Túnez no siguiera la senda de Argelia. Asesinaron a docenas de cuadros de Nahda, arrestaron a 30.000 y mil más tuvieron que marcharse al exilio. A Ghannouchi se le torturó y se le sentenció a tres condenas a cadena perpetua antes de que buscara asilo en Gran Bretaña en 1991. (Los estados árabes le negaron la entrada). Ni en Londres pudo sentirse completamente seguro de la policía política.

El victimismo ha sido la firma de Nahda desde el levantamiento de su prohibición en Túnez. El movimiento organizó ceremonias por todo el país en recuerdo de quienes cayeron luchando contra la dictadura, especialmente islamistas. Son acontecimientos emocionantes y muy concurridos. Pero también son piezas de teatro político: Nahda está intentando inscribirse en los anales de una revolución en la que, como fuerza política organizada, ha estado en gran medida ausente.

Pero si el papel político de Nahda quedó silenciado en la primera revolución tunecina, fue enérgico en la segunda. Desde el momento en que Ghannouchi aterrizó en el aeropuerto de Túnez el 30 de enero, él y su movimiento fueron definiendo cada vez más los temas para la transición post-Ben Ali. «El dictador se ha ido, pero la dictadura permanece», dijo ante los miles que le aclamaban. Nahda no iba a trabajar con la Agrupación Constitucional Democrática (todavía entonces un partido legal) ni con ninguno de sus elementos porque «sólo Dios puede obtener vida de la muerte». Y es imposible que de un sistema dictatorial corrupto salga un sistema democrático». Señaló que aunque habían sido los jóvenes educados sin empleo, los sindicatos y los abogados los que habían hecho la revolución, ninguno de estos elementos «están presentes en la transición».

La primera decisión de Nahda tras el retorno de su líder fue unirse al gobierno interino. La segunda fue incorporarse al Comité de Defensa de la Revolución, una alianza de 25 organizaciones que incluyen al poderoso Sindicato de los Trabajadores Tunecinos, al Movimiento Nacional de Abogados, a la Liga Tunecina por los Derechos Humanos y al Partido Comunista Obrero de Túnez, un grupo que es especialmente fuerte entre los estudiantes universitarios. Representando a las fuerzas «más activas» en el levantamiento que derrocó a Ben Ali, el Comité exigió actuar como una especie de parlamento de facto durante el gobierno interino, con poderes legislativos, de toma de decisiones y supervisión. Esta exigencia se rechazó. Por tanto, el Comité se convirtió en la tribuna y motor de las protestas de la Plaza de la Kasba, movilizándose respecto a los objetivos de purgar la administración transitoria de los vestigios de la ADC y agitando para la celebración de elecciones a una asamblea constituyente.

En menos de dos meses se consiguieron ambos objetivos. Y Nahda -junto con otros comités constituyentes- se ha incorporado ahora al denominado Alto Comité para el Logro de los Objetivos de la Revolución, la Reforma Política y la Transición hacia la Democracia. Investido con poderes ejecutivos, el Alto Comité es el órgano que aprobó una nueva ley de partidos políticos que legalizó a Nahda, a pesar de una prohibición constitucional en Túnez de partidos basados en la religión. Pero todavía tienen que ponerse de acuerdo sobre una ley electoral o una comisión que se ocupe de las elecciones a la asamblea constituyente, por lo que pudiera peligrar la fecha del 24 de julio.

Futuro

A pesar de este y otros problemas, Ghannouchi insiste en que la coalición que dirigió la segunda revolución tunecina debe continuar hasta las elecciones e incluso más allá. «Queremos trabajar con los demás en una especie de alianza por la unidad nacional. En realidad necesitamos un gobierno de unidad nacional. Un único partido no puede ponerse en solitario al frente de todo durante este período, ni siquiera Nahda.

Pero esas fuerzas con las que Ghannouchi busca trabajar -socialdemócratas, comunistas, sindicatos, grupos por los derechos humanos- quieren proteger no solo la revolución sino también el carácter liberal de la modernidad tunecina. Entre los activistas, las mujeres están especialmente preocupadas por salvaguardar el código de estatuto personal del país, que prohíbe la poligamia, garantiza igual salario a las mujeres y permite el derecho legal al aborto. «De ninguna manera vamos a intentar cambiar el código», promete Ghannouchi con mucho énfasis. «Lo vemos compatible con la ley islámica». Sabios musulmanes tunecinos como Abdel Aziz Gaid y Tahar Bin Ashour fueron quienes escribieron el código en la década de 1950, mediante la ijtihad o reinterpretación de textos sagrados. En 1988 y de nuevo en 2007, firmamos pactos con los partidos de la oposición tunecino para mantener el código. Y lo respetaremos».

Algunos considerarían revisionista esta breve historia del código de estatuto personal, al igual que las proclamas de Ghannouchi acerca del papel de Nahda en el levantamiento contra Ben Ali. Pero es consistente con anteriores declaraciones del dirigente islamista. Tanto ante los medios nacionales como extranjeros, Ghannouchi ha dicho que el código se deriva de la Shari’a; que llevar hiyab es una opción personal; y que no pueden contemplarse la lapidación y la amputación como castigos contemporáneos.

Ecuménico en sus alianzas, liberal en su proclamada política social, ¿qué queda de islamista en Nahda? «Nuestro lema principal para este período es democracia y justicia dentro de la identidad tunecina», explica Ghannouchi. «Al igual que el resto de los partidos importantes tunecinos, queremos libertad de religión, separación de poderes, elecciones regulares, un sistema multipartidista y libertad de prensa. Pero donde los otros partidos vinculan esas opciones a modelos occidentales, nosotros decimos que esas opciones se enraízan en el patrimonio musulmán y árabe tunecino. Esto es lo que nos distingue de otros partidos. Creemos que fueron Ben Ali, y antes que él Burguiba [Habib, el presidente que fundó Túnez], quienes ignoraron esa herencia de la que el pueblo se vio alienado».

Tampoco contempla diferencias importantes en política exterior con los otros partidos. Pero, como ellos, se siente «muy perplejo» acerca de la crisis más cercana al país en asuntos internacionales: la actual guerra interna en Libia. «Apoyamos el llamamiento para el cambio del pueblo libio. Nos consta cómo Gadafi les ha aplastado. Pero nos sentimos muy incómodos ante sus llamamientos a la intervención extranjera. Para nosotros, eso conjura la imagen de Iraq y Afganistán, auténticos desastres. Por eso me siento confuso». Y lo mismo ocurre en la mayor parte del país, cuando no en la región, añade Ghannouchi. «Antes de la intervención occidental, yo y miles de personas más nos manifestamos ante la embajada libia en Túnez en apoyo de la revolución libia. Desde la intervención, ya no me he manifestado más. Y tampoco los demás».

Ambivalencia es también el sentimiento de la actitud de Nahda hacia Europa, relaciones que serán fundamentales para la reactivación de la derrumbada economía tunecina. Por una parte, Ghannouchi y otros dirigentes de Nahda sienten agradecimiento por el refugio que recibieron en países como Gran Bretaña, especialmente después de que los estados árabes les rechazasen. Pero hay mucha indignación por el hecho de que la Unión Europea firmara acuerdos económicos y de otro tipo con Ben Ali durante los peores años de su ampliamente documentada represión. Los estados europeos fueron también cómplices perpetuando un sistema económico que, para reducir los costes laborales europeos, generaron puestos de trabajo desproporcionadamente de baja categoría, no cualificados y muy mal pagados para los tunecinos. Ese modelo neocolonial tendrá que cambiar, dicen los dirigentes de Nahda. Uno habla de «reorientar» el comercio hacia las tierras interiores africanas y árabes de Túnez, para que el interior pueda desarrollarse y convertirse en un destino atractivo para las inversiones de los que han vuelto del exilio. Pero cuando Ghannouchi habla de la política económica de Nahda no mira si hacia el sur ni hacia el este sino hacia el norte. «Pienso que deberíamos seguir la social democracia practicada por Suecia y otros países escandinavos. Deberían ser los valores los que controlaran la economía y no sólo las fuerzas agresivas de mercado».

En política, alianzas e incluso ideología, parecería que el futuro de Nahda es ser el equivalente tunecino del Partido por el Desarrollo y la Justicia de Turquía: un movimiento islamista que actúa dentro de los confines de un estado constitucionalmente laico, tras otro fuertemente europeizado y secularizado. Muchos tunecinos se sentirán como en casa con tal resultado. Pero hay otros que saben que la izquierda laica y liberal no es la única fuerza a tener presente en la trayectoria de la Nahda.

La revolución tunecina no sólo trajo liberación, también ataques contra sinagogas, burdeles, tiendas e licores y mujeres sin velo. Se dijo que en ocasiones los atacantes eran saboteadores de las filas del antiguo régimen. Pero con más frecuencia se les consideró partidarios de los nacientes grupos salafíes de Túnez, que aparecieron tras la expulsión de Nahda del escenario político. Nadie puede valorar la fuerza de los salafíes. La mayoría piensa que esos grupos son pequeños. Pero, potenciados por el dinero saudí y el fervor de los cuadros tunecinos que aprendieron su credo en la yihad afgana y pakistaní, podrían crecer, especialmente si la economía sigue en tan mala situación.

Ciertamente que hay semillas. En 2002, un suicida-bomba tunecino formado en Pakistán y pagado por al-Qaida hizo estallar un camión-cisterna de gas junto a una sinagoga en Yerba, matando a 20 personas. En la actualidad, en la frontera con Libia, un autodenominado «comandante de los fieles» dirige un campo de provisiones para refugiados de los combates. Ha prohibido la música y todo tipo de rituales excepto los «islámicos». Y combate frente a cualquier grupo local que intente desafiar sus decretos. Uno de los escasos partidos políticos prohibidos por la Alta Comisión para que se presente a las elecciones del 24 de julio es Hizb al-Tahrir, un movimiento salafí de jóvenes que pedía un califato islámico y la abolición de los partidos políticos.

«Existen», dice Ghannouchi de los salafíes. «Pero existen sólo a causa de la larga ausencia de Nahda de Túnez. Cuando estábamos aquí no había ese extremismo religioso. Ahora mantenemos discusiones con ellos. Nuestros abogados les defendieron cuando Ben Ali les persiguió. Y pienso que la mayoría de los salafíes se unirán a nosotros o nos apoyarán en las elecciones. O tendrán que enfrentarse a la marginación. El entorno tunecino no favorece el extremismo. Un Túnez libre no puede ser una base del extremismo».

Una nueva historia

En la actualidad, el esfuerzo principal de Ghannouchi no se dirige al ala radical. Tiene que ver con la corriente principal de su movimiento: La tarea es cómo asegurar que los cuadros locales, los exiliados, los exprisioneros y los neófitos formen una unidad preparada para un congreso del partido que determinaría el programa de Nahda y la lista de candidatos para las elecciones del 24 de julio.

Hay enfrentamientos entre y dentro de esos grupos, aunque es difícil prever las líneas divisorias. Un miembro fundador de Nahda, Abdelfattah Morou, dice que ha llegado ya el momento de una autocrítica sincera acerca del papel del movimiento en la violencia de las décadas de 1980 y 1990. Morou está ahora planeando formar su propio partido islamista independiente.

Lo que creen los observadores, respecto a todo el discurso de Ghannouchi de unidad nacional y de que el código de estatus personal es una expresión de la ley islámica, es que el próximo debate sobre la nueva constitución será ante todo controvertido, especialmente si aparecen los salafíes como contrapeso poderoso frente a Nahda en la derecha religiosa. «Es inevitable que haya problemas sobre la constitución», dice un observador que rehusó dar su nombre. «Puedo ver problemas en cuanto a la Shari’a, incluso sobre el hiyab. Puedo ver verdaderos problemas respecto al laicismo».

Puede que tenga razón. Aunque Ghannouchi está listo para sortear todas las preguntas, la palabra «laicismo» hace perder los estribos a sus seguidores. «Sólo una minoría quiere en Túnez el laicismo», dice bruscamente uno. «No queremos dialogar con ningún partido sobre ese tema. No se trató de eso en la revolución». Quizá no, pero sí se tratará en la asamblea constituyente.

¿Estará Ghannouchi en la sala de la asamblea para emitir el voto de Nahda? En Londres, dijo que cedería el liderazgo activo del movimiento y declinaría presentarse para un cargo porque «hay nuevas generaciones en Nahda más adecuadas para el activismo político». Desde su vuelta, no ha dicho nada sobre su futuro. En cambio, imbuido de sangre, esperanza y ambiciones nuevas, habla de abrir Nahda a «todos los niveles de la sociedad, no sólo a los jóvenes sino a las clases medias, incluso a las elites. Queremos que Nahda se convierta en un partido nacional que reemplace a la ACD».

En Túnez, esa ecuación con el aparato dirigente de Ben Ali puede afligir más que inspirar a muchas personas. En cualquier caso, es difícil imaginar que un hombre que ha pasado la mayor parte de sus 70 años construyendo un movimiento deje el puesto justo cuando alcanza, si no una tierra prometida, al menos una mejor. ¿Cómo valora este momento en la historia árabe? «Es una historia nueva. Y como tunecinos estamos muy orgullosos de que esta historia nueva haya surgido de este pequeño país. Sentimos que la historia se mueve de nuevo tras haber estado detenida durante 50 años. Un profesor estadounidense dijo hace algún tiempo que la historia había acabado. Para nada. En el mundo árabe, tan sólo está empezando».

Fuente:

http://www.merip.org/mero/mero043011