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El Rey que rabió

Fuentes: VozPópuli

Me abruman los juancarlistas, quizá por su ingenuidad interesada; se pueden resumir en aquellos a quienes les ha ido bien en estos años de silencios y cegueras.

Fue una de las zarzuelas más populares de su época, en 1891, durante la Restauración. La música es del levantino Ruperto Chapí y el libreto del zamorano Ramos Carrión y el asturiano Vital Aza, médico y prolífico autor que consumió inútilmente muchos años de mi infancia por eso de que a la tierra tira y los administradores de ella les da por metértelo junto a la mortadela. Tenía un tío que a menudo rellenaba sus horarios interminables de menestral musitando los coros y las melodías de ‘El Rey que rabió’. Ahora que las zarzuelas han dejado los escenarios -nada que objetar- me viene a la memoria la blandengue idea de aquel Rey campechano que hacía las delicias del público de su época. Creo que no ha lugar a buscarle paralelos con nuestras realidades del XXI, salvo lo de la campechanía, una expresión que me llena de inquietud porque esconde bajo la benevolencia de la expresión una indiscutible facilidad para dejarse engañar por las apariencias.

El más común de los comentarios sobre el emérito rey Juan Carlos era el de su campechanía. Nada más insulso para quienes llevamos muchos años escribiendo sobre la naturaleza del personaje. Me abruman los juancarlistas, quizá por su ingenuidad interesada; se pueden resumir en aquellos a quienes les ha ido bien en estos años de silencios y cegueras. Ahora me enternece que se asombren y que saquen a colación algo parecido a la decepción.

El Juan Carlos emérito ¡vaya titulito académico para jubilados con corte de agradecidos!, digo, el actual, no se diferencia en nada del que fue desde que empezó a ser algo. La afirmación no tiene que ver con la institución monárquica; eso significa otro debate que en este momento está fuera de lugar.

Es verdad que la campechanía está muy ligada a los Borbones y no precisamente como signo de distinción, de ahí que Felipe VI no tenga ninguno de esos rasgos salvo el más digno de casarse con una plebeya, algo que airea el tejido de intereses familiares que distinguió siempre a esa genuina casta que aún pulula por nuestra vida social alimentada por esas señoras que leen revistas de sociedad con más fruición que otros el BOE. Alfonso XIII fue un rijoso con halitosis, que es enfermedad sólo aliviada por la cartera, la mejor anuladora de los alientos fétidos, e Isabel II una dama promiscua e ignorante muy dada a la munificencia con sus arrebatados y jóvenes amantes. De Fernando VII, de quien se podría decir que inauguró una saga de cínicos crueles, ya está todo escrito. Sobre el destino de Juan III, el eterno aspirante, padre del mal llamado Emérito, no es cuestión de ensañarse, le tocaron tiempos difíciles y siempre acabó encogido y equivocándose a destiempo.

Algunos, muy pocos, escribimos sobre Juan Carlos cuando los medios de comunicación babeaban, en algunos casos los mismos que ahora se vuelven éticos y ejemplares. Él siempre fue el mismo desde que estuvo en condiciones de mostrarse y si siento un considerable desprecio hacia su persona no es menor del que he sufrido cuando nos silenciaban incluso llamando a que se nos castigara con destierro, que de todo hubo. No me gustan los campechanos porque el mismo concepto es el de un vasallo tirando a siervo que agradece la propina.

Como está escrito, no me duelen prendas en volver a repetirlo. Las boberías que mi amigo Manolo Vázquez Montalbán narró sobre algunas cosas, ya fuera el Barça -el ejército desarmado de Cataluña, decía-, la Transición -dos fuerzas que no podían vencerse y obligadas a entenderse-, o la honradez de Pujol… Dejémoslo estar. La izquierda fue derrotada en la Transición y supo convertir ese fiasco imposible de superar en un discurso en el que todos éramos buenos, talentudos y patriotas. El producto resultó excesivo y acabaron creyéndoselo hasta los protagonistas. Figura en ‘El precio de la Transición’ (1991, censurado, y 2015 completo) y no es de buena crianza repetirse.

Pasamos por el 23-F de puntillas y los cándidos -somos un país viejo pero muy dado a la simpleza- creyeron las medias verdades como si fueran actos de fe. Juan Carlos no era partidario de la legalización del Partido Comunista, al menos de momento, y hubo de hacerlo Adolfo Suárez en uno de esos juegos de manos a los que era muy dado, sin consultas. Le iba a costar caro y su liquidación es indisoluble del 23-F y aquel ignoto “golpe de timón” que al final se redujo a echarle y tratar de controlar una sociedad que se les iba de las manos a los que creían manejar la situación a su antojo. Entre ellos Juan Carlos. Pero no le fue tan fácil como había hecho con Torcuato Fernández Miranda, al fin y al cabo un habilidoso jurista poco formado para una política basada en las urnas. Pero el Rey entonces y siempre trató al personal como siervos o vasallos, no distinguía otra cosa. Incluso Felipe González lo intuyó a la perfección, le respetó como icono y lo dejó con su parroquia para que hiciera sus cosas; sólo si llamaba a un ministro tenía orden expresa de que antes de visitar al Monarca charlara con él sobre qué debía decir y qué ocultar.

Carrillo solía confesar en la intimidad que cuando Juan Carlos le hablaba de Adolfo Suárez se quedaba inquieto imaginando qué no les diría a sus amigos generales con mando en plaza. Fue tajante la negativa de la Zarzuela en permitir que Alfonso Armada hablara de sus acuerdos con el Rey ante los tribunales. Con la frivolidad que le caracteriza cuando se dio cuenta del lío en el que estábamos metidos y que le podía costar el trono fue desactivando a golpe de teléfono el desaguisado. La ciudadanía entretanto esperaba ante el televisor verle aparecer y confirmar la campechanía.

Podríamos seguir con algunos pelos y muchas señales. Los millones del Sha de Persia que se cayeron de su destino. Siempre se consideró algo único, una fuente de poder rozando lo absoluto, de ahí su inmunidad, que se traducía en impunidad. Desde el 23-F salió escaldado de la política y se dedicó a lo suyo, personal e intransferible, mucho más satisfactorio y menos arriesgado que los esquinazos que produce la cosa pública. Como los viejos elefantes le costó adaptarse a morir en la selva de la inconsecuencia y evocó tiempos pasados, pero los fantasmas no mueren: sobreviven. 42 millones a una querida pasman en una sociedad traumatizada. No es un personaje de Shakespeare, sino de Ramos Carrión y Vital Aza, campechano él.

Fuente: https://www.vozpopuli.com/opinion/rey-emerito-juan-carlos-juancarlismo_0_1420359180.html