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[Crónicas sabatinas] ¡Más fraternidad, más solidaridad, más ayuda mutua, más proximidad!

El último trotskista, los «principios inamovibles» y la ceguera política

Fuentes: Rebelión

Para Patxi Andion (1947-2019), in memoriam. https://www.youtube.com/watch?v=B0iJ4rTlUe4 Soy catalán y quiero mucho a Cataluña; soy español y quiero más a España; soy hombre y más que a España quiero a la humanidad entera. Ramon Simó i Badia (1855) Lo que hizo saltar a Marx de su asiento fue la consideración del derecho de autodeterminación como […]

Para Patxi Andion (1947-2019), in memoriam. https://www.youtube.com/watch?v=B0iJ4rTlUe4
Soy catalán y quiero mucho a Cataluña; soy español y quiero más a España; soy hombre y más que a España quiero a la humanidad entera.

Ramon Simó i Badia (1855)

Lo que hizo saltar a Marx de su asiento fue la consideración del derecho de autodeterminación como un «derecho natural». Como lo volvería a hacer saltar si pudiera ver cuántos, en su nombre, invocan ese derecho en términos de «derecho natural» y no de derecho surgido de y sujeto a la historia, como lo hacía Marx o lo hizo -ya lo veremos- Lenin; por tanto, no invocable por sí y solo por sí sino en el tiempo y en la forma que corresponda en el marco del conflicto de clase, que es, para Marx como para Lenin, la gran vara de medir.

José Luis Martín Ramos (2019)

[Para un desarrollo completo de la sabatina: http://slopezarnal.com/el-ultimo-trotskista-los-principios-inamovibles-y-la-ceguera-politica/#more-805]

¿Estamos ante una «divertida» paradoja histórica? Resulta que España es o puede ser considerada como una una nación de naciones (en el XIX se habló de una nación formada por 17 estados) y, en cambio, Cataluña, pura modernidad según muchos de sus intelectuales orgánicos, aspira a ser (en lectura nacionalista) nación única (y más que milenaria), una unidad inalterable -casi monolítica (aparte del Vall d’Aran) y homogénea- de destino en lo universal (o en lo particular, como se prefiera).

El Roto, marca suya permanente, nos enseña (en la línea de Lewis Carroll esta vez) y toca temas centrales (el lenguaje, una de las preocupaciones básicas de Francisco Fernández Buey en sus últimos años). Destaco las dos citas iniciales por las confusiones y errores que nos han acechado y asaltado durante años y años, y por nuestras falsas creencias y múltiples   meteduras de pata, en absoluto superadas.

Nuestro tema de hoy.   

Uno de los nudos más incomprensibles de la situación política que seguimos viviendo y sufriendo -bastante comprensible por otra parte: el legado de la lucha antifranquista, los «principios» de las tradiciones marxistas nunca revisados, la cómoda inercia de lo dicho y defendido en mil ocasiones, los clásicos (leídos fuera de la historia) como argumentos de autoridad, el «todo vale» contra el carca y fascistoide Estado español, la interiorización del lenguaje de los otros (asunto cada vez más importante), el miedo político a ser tildados de fachas, el axiomático e indiscutible derecho de autodeterminación urbi et orbe, los pactos políticos y sus consecuencias, etc-, lo incomprensible, decía, es la posición defendida (y no sólo en la teoría) por la izquierda española (incluyo la catalana por supuesto) durante estos últimos años en lo que respecta a la situación política de .Cat: mismo lenguaje, misma narración o muy parecida, defensa del dret a decidir, presos políticos, exiliados, opresión nacional, simpatía con el secesionismo y los secesionistas, expolio fiscal, som una nació, etc., etc., etc.

Entre esa izquierda, destaca -por goleada en ocasiones- las reflexiones y prácticas generadas y difundidas por y desde el ámbito trotskista-anticapitalista (Viento sur, Sin permiso, hay más ejemplos). Por eso es muy de agradecer el artículo que Lluís Rabell ha publicado en su blog con el título «El último trotskista» (https://lluisrabell.com/2019/12/12/el-ultimo-trotskista/). Lo resumo y comento. Abre así:

No, no sé si voy a ser el último. De todos modos, nadie está en condiciones de extender certificados de trotskismo. Me inicié en la vida política adhiriendo a esa corriente bajo la clandestinidad, en el convulso período que Ernest Mandel  definió como «el crepúsculo de la dictadura franquista«. Y aún hoy sigo plenamente convencido de la vigencia del marxismo revolucionario. Pero me cuesta reconocer su tradición en las posiciones de algunos grupos que, con mayor o menor convicción, se reivindican hoy de ella.

Hay cuestiones, como el problema nacional, que son especialmente relevantes en opinión de este lector de Mandel (también otros lo leímos con provecho, sin formar parte de su tradición).

No siempre esos grupos abandonan formalmente las viejas convicciones. (Al contrario: en ocasiones se aferran a ellas como dogmas, alejándose así del pensamiento crítico, que debe permanecer atento a los cambios que se operan en la realidad y dispuesto «al análisis concreto de la situación concreta»). Pero resulta muy llamativa la simpatía general que expresan hacia el movimiento independentista, llegando incluso a identificarse con él.

No es una exageración ese «identificarse con él». Basta pensar en como son tratados (mal-tratados) en los medios de inculcación (e intoxicación) cultural nacional-secesionista -TV3, 3-24 o Catalunya Ràdio, por ejemplo-, por no recordar sus convocatorias a favor del «dret a decidir» y la libertad de los que ellos también llaman «presos políticos».

La invocación de Maurín, Nin o del propio Trotsky sobre la cuestión catalana, advierte el ex diputado de Catalunya en comú, puede resultar muy engañosa.

La primera guerra mundial, con su cortejo de sufrimientos y barbarie, desató profundas aspiraciones de emancipación en los pueblos sometidos al yugo de los imperios caducos. Para la izquierda revolucionaria, desgajada de la socialdemocracia, la unidad de la clase trabajadora era imposible sin un levantamiento general contra esa opresión secular. Del mismo modo, la unificación del proletariado ibérico resultaba inconcebible sin el rechazo de la monarquía centralista y sus agravios. La autodeterminación -incluido el derecho a la secesión- era pues, a los ojos de esa izquierda, una bandera democrática que el movimiento obrero debía enarbolar, como condición para conquistar autoridad moral sobre las otras clases populares y conducir al conjunto de España hacia una Federación republicana.

Un siglo más tarde, señala el autor con toda razón, la cuestión no puede declinarse del mismo modo (aunque de hecho, se decline, la declinen así, sin apenas cambios: todo es uno, igual y lo mismo y para siempre). Prosigue Rabell así y conviene leer con atención (sin entrar en el espinoso asunto del llamado catalanismo popular):

De manera imperfecta, inacabada y estirada en el tiempo -pero innegable- se ha dado desde el final de la dictadura un proceso de autodeterminación. Las organizaciones de la clase trabajadora, sus partidos, sindicatos y asociaciones, desempeñaron un papel decisivo en ello. Entre la ruptura, que desde la clandestinidad muchos soñábamos, y la imposible permanencia del régimen, la correlación de fuerzas -o, si se quiere, de debilidades- entre los herederos del franquismo y la oposición democrática acabó alumbrando una salida híbrida. La recuperación previa de la Generalitat facilitó sin duda la adhesión de la sociedad catalana a la Constitución de 1978. Es decir, a la apuesta por la recuperación de la cultura y el autogobierno en el marco de una transformación democrática de España. La izquierda mayoritaria, socialista y comunista, se inscribió en esa dinámica. El catalanismo popular cimentó así la unidad civil de una sociedad mestiza que recuperaba, a través del desarrollo autonómico, sus libertades y una lengua maltrecha por décadas de opresión.

Remarco: se ha dado ya (se sigue dando) un proceso de autodeterminación. No cabe exigir lo que ya está conseguido.

Como resulta obvio, el análisis marxista no puede obviar ese dilatado proceso ni tampoco, añade el ex diputado, las profundas transformaciones inducidas por la globalización.

No tiene sentido hablar de autodeterminación como si aún estuviéramos en tiempos de Alfonso XIII. El régimen de la Restauración no tiene nada que ver con una monarquía parlamentaria -por mucho que algunos, por tradición republicana y coherencia ideológica, prefiramos una jefatura del Estado electiva. En tales condiciones, repetir las viejas fórmulas lleva a un camino opuesto al que tenían en mente quienes en su día las concibieron.

Lo que hemos vivido estos últimos años en Cataluña, comenta Rabell (que no siempre ha hablado con tanta claridad; lo mismo en mi caso) no ha tenido nada de emancipación progresista, aunque algunos (soy yo ahora quien habla), personas que dicen ser de izquierdas, digan y piensen que estamos ante un proceso revolucionario, ante una revolución cívica iniciada en 2010 (o, tal vez, en 2012, depende del relato y del emisor). En todo caso, ¿qué tipo de «revolución» es esta «revolución»?

El activista de los Comunes nos recuerda que Thomas Piketty ha diagnosticado claramente (les recuerdo una de las citas de esta misma sabatina en su versión completa) el auge del independentismo como un fenómeno de las élites y una reacción de repliegue ante la incapacidad de Bruselas para impulsar una construcción solidaria de la Unión Europea. El «último trotskista» nos recuerda la siguiente reflexión del economista francés:

Es extremadamente chocante comprobar que el nacionalismo catalán es mucho más acusado entre las categorías sociales más favorecidas que entre las más modestas.» (…) Un sentimiento que crece «cuanto más se asciende en la jerarquía de rentas y en el nivel de estudios, con un apoyo a la idea nacionalista que alcanza el 80% entre el 10% de las personas consultadas con mayor renta y nivel de estudios». Los talibanes del brexit sueñan con transformar Inglaterra en el Singapur del viejo continente. «¿Por qué no probar -se pregunta el economista francés- haciendo de Catalunya un paraíso fiscal al estilo de Luxemburgo».

Distintos factores han confluido en el «procés» en opinión de activista de los Comunes. Pero en su amplificación, como resulta evidente a quien no quiera cegarse, «ha sido determinante la voluntad de preservar su poder por parte de una derecha responsable de grandes recortes antisociales». Recordemos los primeros gobiernos Mas y las proclamas incendiarias contra el Estado de bienestar de su todopoderoso y fanáticamente neoliberal ministro de Economía, Andreu Mas Colell (¡quién le ha visto de joven y quién le ve de mayor!), el mismo que, en ocasiones (por ejemplo, en recientes artículos), se presenta como persona moderada, prudente, ajena al nacionalismo hiperventilado y con ropajes de acuerdo y cortesía.

Cómo puede una izquierda que se quiere anticapitalista estar tan ciega (no soy yo quien habla) ante esta realidad se pregunta Rabell. Su conjetura apunta a la pérdida de la clase obrera como referente político:

El fondo de la cuestión, en éste como en muchos otros casos, reside en la pérdida de la clase obrera como referente. Digamos que se trata de un problema general. Los cambios en la producción que marcan la actual fase del capitalismo han socavado las bases del movimiento obrero en las viejas metrópolis industriales. El siglo XX concluyó con el triunfo del neoliberalismo. Pero las dificultades del trotskismo, como corriente crítica del comunismo, son anteriores. Durante décadas, la influencia de la burocracia soviética consiguió aislarlo en las filas obreras. «Exiliados de nuestra propia clase», decíamos. Cuando el estalinismo se hundió en medio del descrédito y la corrupción del Kremlin, arrastró con él a la economía nacionalizada y lo que quedaba de las conquistas de la Revolución de Octubre. Ese fracaso, lejos de aumentar la autoridad del trotskismo -que siempre había advertido del peligro de un hundimiento de la URSS, si mediante una revolución política no se producía una regeneración democrática e igualitaria del Estado-, certificó por el contrario su aislamiento.

A lo largo de la historia del trotskismo, prosigue el ex diputado, han sido múltiples las tentativas de revertir esa asfixiante situación, buscando distintas vías para insertarse en la clase obrera.

El aislamiento empuja indefectiblemente a las pequeñas organizaciones a convertirse en sectas doctrinarias. Algunas de esas vías fueron muy artificiosas, tratando, por ejemplo, de acumular fuerzas entre la juventud estudiantil para «electrizar» al movimiento sindical mediante «acciones ejemplares». Otras resultaron trágicas, como el giro de las secciones latinoamericanas de la IV Internacional hacia la lucha guerrillera, a mediados de los 70. Pero, aún en el error -los cuadros más veteranos nos alertaban acerca de que «no existen atajos en la construcción de un partido revolucionario» y que sólo la lucha de clases libera las energías necesarias para ello-, se buscaba denodadamente una vía de implantación.

Hoy, son sus palabras, los grupos trotskistas (aunque no sólo) parecen haber perdido ese norte. Más incluso: las generaciones más recientes han sufrido el influjo poderoso de la posmodernidad.

Si tiempo atrás la clase obrera, en su prosaica realidad, parecía «espontáneamente reformista» a los impacientes, hoy se antoja desaparecida y se buscan nuevos sujetos del cambio histórico. En ese sentido, el «procés» -dirigido a desactivar la lucha social tras el susto del 15-M y las huelgas generales- ha sido percibido como una ventana de oportunidad para acabar con el «régimen del 78″. Sin percatarse de que ese «régimen» era una imperfecta democracia liberal por la que la clase trabajadora pagó un alto precio… y lo que se levanta frente a ella es una pulsión populista de rasgos autoritarios, no un ascenso revolucionario.

Los viejos trotskistas, olvidados por la historia oficial en opinión de Rabell, aquella generación militante que sufrió las iras de la burguesía liberal, del fascismo y del estalinismo, se esforzaron por inculcar dos cosas por encima de todo a las nuevas generaciones militantes: la fidelidad a la clase trabajadora en toda circunstancia (a sus valores, a sus aspiraciones republicanas, socialistas e internacionalistas) y la necesidad de pensar con nuestra propia cabeza (asunto nada sencillo ni elemental ni desde luego fácil).

Aún recuerdo a Mandel, poco antes de su muerte, en el curso de un debate, respondiendo con su proverbial optimismo histórico a quienes señalaban con espanto la impetuosa irrupción del capitalismo en China de la mano de la burocracia gobernante: «El camino es mucho más largo y tortuoso de lo que habíamos pensado. Pero hoy se incorporan millones de hombres y mujeres a las filas de la clase trabajadora. Tarde o temprano, se oirá su voz. Es el capitalismo quien vive en una crisis permanente. El socialismo sigue siendo la gran esperanza de la humanidad». «Y de la vida en el planeta», añadiríamos en estos momentos.

Las izquierdas, aquí al igual que en todo el mundo, concluye el militantes trotskista de los Comunes, tienen por delante muchos y difíciles avatares. En el pensamiento y en la acción, señala, «habrá que combinar experiencia y audacia innovadora». En eso estamos.

Rabell sigue pensando que, a pesar de todo, la suya fue una buena escuela. Tal vez, no lo sé. Tengo dudas razonables sobre ello (en todo sus nudos). Pero no es el tema de hoy. Nuestro asunto era esta magnífica crítica y autocrítica, desde dentro de la propia casa anticapitalista, de las posiciones que, muy pero que muy mayoritariamente, sigue defendiendo (sin propósito de enmienda según parece) el trotskismo español (y no sólo el trotskismo desde luego).

Una observación final, cierro con ella, del profesor José Luis Martín Ramos:

Boutade fácil: el último trotskista fue Trotsky. Pero no es absolutamente injustificado. La IV Internacional, el trotskismo, ha tenido una historia de fragmentación permanente tras el asesinato de Trotski. Mandel de lo más serio; Posadas, lo más peregrino. Pero tiene razón Rabell: el discurso de los trotskistas españoles de hoy no tiene nada que ver con las posiciones de Trotski y Nin sobre la cuestión nacional. Maurín es otra cosa; nunca fue trotskista.

 Estamos a final de año. Repito lo sabido y comentado en otras ocasiones: sigo sin comprender (no es fácil y no soy el único) que, a finales de 2019, don Francesc Cambó (uno de los defensores de soca-rel del golpe militar; en 1940, en su opinión, el régimen fascista era el mejor régimen que podía tener España) siga teniendo estatua y avenida dedicadas en la ciudad barcelonesa. Ningún indicio que el consistorio de los Comunes y el PSC hayan pensado en rectificar este evidente insulto a la ciudadanía democrática, esta apología del golpismo. ¿No tocaba vaciar la ciudad de simbología franquista? ¿No rige en el caso de don Francesc?

Les dejo con El Rojo, mejor compañía imposible. ¡Buenas fiestas! Nos vemos el 28 de diciembre y luego el 11 de enero.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.