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La democracia estadounidense está sobredimensionada

Fuentes: Rebelión

La elección presidencial de noviembre de este año en Estados Unidos está siendo motivo de amplia difusión mediática. Un clima electoral volátil y con signos de violencia no deja de ser poco relevante, más allá de la difusión desmedida que le dan los medios hegemónicos.

La candidatura de Donald Trump por el Partido Republicano y la de Kamala Harris por el Partido Demócrata –debida esta a la insostenible candidatura de Joe Biden por su evidente condición senil física y mental– son presentadas como opciones divergentes para un futuro gobierno de Estados Unidos. La realidad es que sustancialmente no hay mayores diferencias en cuanto a lo que les espera a los estadounidenses y quizá algunas más en lo que respecta al mundo. Sí las hay en los estilos que cada candidato puede imponer en su gestión.

Donald Trump y Kamala Harris

En campaña electoral para su primer período presidencial, Donald Trump planteó dos cuestiones, a mi juicio centrales, que fueron intencionalmente muy poco difundidas o del todo censuradas: señaló en aquel momento, palabras más, palabras menos, que “Estados Unidos debía dejar de entrometerse en los asuntos de otros países y atender los problemas de los ciudadanos estadounidenses”. También prometió: “Me reuniré con Putin para juntos derrotar al terrorismo internacional”. Intentó lo primero con algún éxito en lo interno, y lo segundo quedó en el olvido por razones a las que luego me referiré.

Kamala Harris, antes de asumir como vicepresidenta, planteó posturas progresistas en materia de salud, migración y otras cuestiones como el derecho al aborto, la reducción de impuestos a la clase media… planteos que “olvidó” al asumir como vicepresidenta en las sombras, sin ningún protagonismo y alineada a las posiciones de Biden. En materia global, señaló recientemente: “Creo que es de interés fundamental para el pueblo estadounidense que Estados Unidos cumpla con su antiguo papel de liderazgo global”, con la pretensión de dar continuidad a una hegemonía en decadencia clara, lenta pero inevitable, como la de todo imperio, según revela la historia de la humanidad.

Ganar el voto popular no garantiza ganar el gobierno

En la serie House of cards, Kevin Spacey protagonizando al congresista Frank Underwood –traicionado por la Casa Blanca– emprende su implacable ascenso al poder con el chantaje, la seducción, la ambición y la falta de escrúpulos como sus armas; en ella pronuncia la frase “la democracia está sobredimensionada”, una declaración que, lejos de ser fantasiosa, se apega a la realidad, especialmente en el caso del sistema electoral estadounidense.

¿A qué me refiero? Algunos datos: votar no es obligatorio en Estados Unidos; personas con antecedentes penales tienen prohibido participar de la elección, prohibición que afecta principalmente a afrodescendientes y latinoamericanos, debido al racismo del sistema policial y judicial; millones de inmigrantes indocumentados, que pagan más impuestos que los ciudadanos “documentados”, también están impedidos de votar.

Más: no funciona el voto directo; los ciudadanos votan por electores que en un Colegio Electoral de 538 integrantes elegirán al futuro presidente. La cantidad de electores que tiene cada estado no es proporcional a su cantidad de habitantes, y en la mayoría de los estados el partido que tiene más votos, aunque sea uno más, se lleva todos los electores. La elección la gana quien alcanza 270 votos electorales, la mitad más uno. Así, el candidato que recibe la mayor cantidad de votos ciudadanos no necesariamente será el ganador, sino el que obtenga la mayor cantidad de electores en el Colegio Electoral. Eso le pasó a Hilary Clinton cuando en 2016 obtuvo 2.800.000 votos más que Donald Trump pero este se hizo de la presidencia.

En los recientes 20 años solo una vez los republicanos han ganado el voto popular en las elecciones presidenciales, pero han controlado la presidencia por 12 de esos 20 años.

Gobierna el Estado profundo

Si se hace un repaso de los gobiernos de cada presidente de Estados Unidos se observará que, más allá de los estilos personales y algunas medidas que no modifican sustancialmente el estatu quo, cada presidente termina sometiéndose a los dictados del Estado profundo (deep estate), una forma de gobierno clandestino en manos de las grandes corporaciones, operado mediante redes de grupos de poder encubiertas que actúan de manera coludida con el fin de seguir una agenda en común y objetivos propios de manera independiente y en paralelo al gobierno, recurriendo, siempre que resulte conveniente, a actos de corrupción y crímenes de toda índole, incluido el asesinato de presidentes como en el caso, aún “sin resolver”, de John F. Kennedy.

En Estados Unidos, el Estado profundo está bajo el control de sionistas. Ante la grave crisis en Palestina, donde se está cometiendo un brutal genocidio con la abierta complicidad de la gran mayoría de las principales potencias occidentales, hago una digresión que considero necesaria e importante: el judaísmo es una fe religiosa, el semitismo es una unidad cultural y el sionismo es una ideología supremacista; de ninguna manera son sinónimos, como pretende la propaganda sionista. De hecho, existen en el mundo decenas de organizaciones de judíos antisionistas.

La lenta pero segura pérdida de hegemonía

Estados Unidos tiene su propia crisis interna: 40.000.000 de pobres (12% de la población) se suma el impacto del consumo de drogas, que, según datos del Centro Nacional de Estadísticas Sanitarias, de los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades, cobró la vida de 107.500 personas en 2023. Los gobiernos se limitan a culpar a cárteles colombianos y mexicanos y nada hacen por combatir a los traficantes en Estados Unidos y a los lavadores del dinero producto del tráfico, que en su propio territorio alcanza los U$100.000.000.000, según la actual secretaria del Tesoro de Estados Unidos, Janet Yellen.

Otro dato revelador: en 1945, al término de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos aportaba más del 50% del producto interno bruto global. En 2024, ante el crecimiento de otros países, especialmente China, India y Rusia, aporta solamente el 22% del PIB mundial.

Por otra parte, de acuerdo con estimaciones de la Oficina del Presupuesto del Congreso estadounidense, la deuda pública aumentará a finales de 2024 a 99% del PIB.

Todo indica que su poderío militar sigue imponiéndose por ahora en el contexto global. El golpe mayor no será por un enfrentamiento militar, sino por la caída sostenida del dólar estadounidense como moneda dominante en el comercio y las finanzas globales, que hoy representa casi el 60% de los depósitos de bancos centrales del mundo, cuando en 1999 era el 71%.

Los acuerdos de los países del grupo BRICS, a los que periódicamente se están sumando más naciones para abandonar el dólar estadounidense en sus transacciones de manera acelerada, tendrán un impacto determinante en la pérdida de hegemonía estadounidense, mayor que cualquier cantidad de bombas atómicas.

Por cierto, en días recientes se conmemoró en Japón el lanzamiento por Estados Unidos de dos bombas atómicas sobre las ciudades de Hiroshima y Nagasaki ¡cuando la guerra ya estaba ganada!, con las que asesinaron a más de 246.000 civiles inocentes en ese momento.

El peligro para la humanidad es que quienes desde el Estado profundo ejercen el poder real en Estados Unidos, como se ha demostrado a lo largo de la historia, pueden ser capaces de cometer todo tipo de crímenes como los que padecieron en años recientes Yugoslavia, Afganistán, Iraq, Libia, Siria… y hoy Palestina.

Daniel Moser: Argentino y mexicano. Analista político y editor. Integrante del Centro de Estudios Estratégicos Nacionales, A. C., en México.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.