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En guerra

Fuentes: Rebelión

Estoy dejando de creer en el antiguo poder de las palabras, humildes brotes de esperanza, abono mágico de algo bueno por venir en forma de sano y sonrosado futuro. Ni siquiera creo en la palabra suelta, protesta y grito, consigna ya prevista, amortizada, que nace casi muerta. Tampoco confío en las manifestaciones con permiso de […]

Estoy dejando de creer en el antiguo poder de las palabras, humildes brotes de esperanza, abono mágico de algo bueno por venir en forma de sano y sonrosado futuro. Ni siquiera creo en la palabra suelta, protesta y grito, consigna ya prevista, amortizada, que nace casi muerta. Tampoco confío en las manifestaciones con permiso de la autoridad de 6 a 8, y en la ruta asignada; ni en una jornada aislada de huelga. Flores de un día flotando deshechas en un mar de injusticia; clavos ardiendo en las rutinas de un tiempo atroz que juega en nuestra contra; actos inofensivos, sistémicos; voluntariosos pero pobres frente al azote cotidiano que nos ha tocado padecer, cuando más desprevenidos nos hallábamos en nuestra burbuja de gallináceo bienestar.

Tampoco creo en el poder del voto, en el poder de mi voto. Ese voto fútil, jibarizado, tonto papelito de colores, serpentina irrelevante que vuela hasta depositarse en el fondo de la urna vacía, sin auténtica representatividad, sin soberanía ni democracia real. Un voto que si ya valía bien poco por leyes electorales amañadas, ahora sirve de nada cuando la política carnívora, mera ejecutora, no deja opción ni espacio para la defensa ciudadana; cuando no quedan cabos sueltos y sobreviven en exigua representación, sin patrocinador mediático ni empresarial, los pocos que aún apoyan la justicia social y que mantienen el sentido común en tiempos de locura colectiva, cuando la ideología ultraliberal campa disfrazada de ciencia. La mayoría: cínicos capataces que para mantener sus prebendas nos malvenden a los mercaderes; a aquellos que siempre ganan, en época de bonanza o de estafa.

Con la nueva hornada de «ajustes» del Partido Popular se institucionalizan como inmisericorde rutina las agresiones a los trabajadores, a los parados, a los jóvenes, a los dependientes, a los que menos tienen; otra vez se nos roba en pasiva y activa; se recorta el subsidio de desempleo -¡y qué se jodan!, grita excitada desde su escaño la hija del popular Fabra-; se reducen los salarios a los empleados públicos; se aumentan impuestos indirectos y se salva como siempre de la quema a los más ricos. Pero esta vez, como novedad procedimental, este robo legalizado, este monótono trasvase de rentas del trabajo hacia las del capital, ha contado con el explícito refrendo del Rey, ya recuperado de su extenuante safari africano, quien ha dado el infecto beneplácito de la Corona al saqueo nacional.

Ya no creo en el poder de las palabras ni en el valor de mi voto. Pero quiero creer que detrás del apoyo-amanecer a los mineros del carbón y sus tenues luminarias se esconde algo más que el apoyo a su justa causa; hay también un reconocimiento a su rebeldía, a sus métodos, a su fortaleza y valentía ante los golpes; hay envidia sana ante su ejemplar forma de luchar, desde la solidaridad, sin miedo, resistiendo, sin ambigüedad. Aunque duela, aunque hiera, aunque manche. Quiero creer que va calando la conciencia de que estamos en guerra. Que se acabaron la anestesia hospitalaria y el esperar ovejunos ante la tele a que nos gaseen y nos destripen para servir de alimento a las hienas.

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Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.