Traducido para Rebelión por Caty R.
Elecciones presidenciales en forma de plebiscito.
Desde la independencia (1956), una característica de las elecciones presidenciales en Túnez es que el ganador siempre ha conseguido más del 90% de los sufragios emitidos. Habib Burguiba obtuvo el 99,67% en 1959; el 99,78% en 1964; el 99,75 en 1969 y el 99,85% en 1974. De 1975 a 1987 fue la «presidencia vitalicia» de Burguiba. Su sucesor, el presidente Ben Ali, ha seguido el mismo camino. Llegado al poder en 1987, obtuvo el 99,27 de los votos en 1989; el 99,91 en 1994; el 99,44 en 1999; pero «sólo» el 94,48% de los sufragios en 2004.
Cada cinco años se convencen de que «es la última vez». La última vez que dejan que el «artífice del cambio», según la terminología oficial, se mantenga en el poder a golpe de enmiendas dictadas la víspera de las elecciones para apartar a cualquier rival serio. Pero esto dura desde hace veintidós años. Tantas ilusiones que alimentaron los tunecinos en la tarde del 7 de noviembre de 1987, después de que Ben Ali, entonces Primer Ministro, depusiera a Habib Burguiba, que se había vuelto senil, ya no les quedan actualmente. Y el domingo por la tarde, ya lo saben: sea cual sea su voto, Zine El-Abdine Ben Ali será reelegido a la cabeza del país para un quinto mandato, con un resultado que rozará el 95%.
Sin embargo, la impopularidad de ese hombre de 73 años es impresionante. De los tres países del Magreb, el régimen tunecino es sin duda el menos querido por su población. Ni siquiera en Argelia el poder recibe semejante desprecio… Para el turista de paso es incomprensible. A primera vista, Túnez es limpio y hermoso. Carreteras, aeropuertos, servicios, todo funciona bastante rápido y bien. Todos los hogares tunecinos, o casi, tienen agua y electricidad; el 80% de la población es propietaria de su vivienda (al precio de un fuerte endeudamiento); hay pocos barrios de chabolas. La escolarización y la sanidad, aunque imperfectas, son accesibles para todos. Las mujeres tienen los mismos derechos que los hombres (salvo en materia de herencia).
El país, dirigido por un buen equipo de tecnócratas, anuncia cada año honrosas tasas de crecimiento del orden del 5%. Y sin embargo es difícil encontrar tunecinos que se declaren felices…
El domingo 25 de octubre, Rachid irá a votar. Pero «no por ‘él'» dice secamente. Es decir, no por el candidato Ben Ali. Antes que boicotear las urnas, este padre de dos hijos, de 55 años, funcionario del ferrocarril, dará una vuelta por el colegio electoral para «no hacerse notar». Pero a resguardo de las miradas, votará en blanco. ¿Qué le exaspera? Entre otras cosas, el paro (14%), en particular el de los jóvenes licenciados. Los salarios muy bajos (el salario mínimo es de 250 dinares, es decir, 130 euros). Los privilegios. El chantaje de los pequeños funcionarios, especialmente de los policías. La obligación de adherirse al partido del poder, la Agrupación Constitucional Democrática (RCD), para beneficiarse de ayudas como un empleo, una beca, un permiso para construir, etcétera.
Esta red con la que asfixian a la sociedad la RCD y sus acólitos -comités de barrio e «informadores»-, Rachid y su mujer cada vez la llevan peor. Ambos se preocupan por sus hijos «¿Qué les vamos a dejar? ¿Un país donde el Estado de derecho sólo es una palabra en el aire?», se preguntan con ansiedad e irritación.
Pero otro asunto domina todas las conversaciones y alimenta la frustración general: el imperio de «la familia» sobre el país. Como dice Rachid: «después un trago, porque el vino suelta todo, reconocerá la verdad: ¡estamos hartos!» Hartos, precisa, de los hermanos, los hijos, los sobrinos los Trabelsi, Chibub, Ben Ali, El-Materi, «de todo ese clan familiar que no deja de engordar y acaparar las riquezas del país».
«Túnez vive un crecimiento innegable desde hace veinte años, pero que beneficia de forma muy desigual a la población. De ahí la amargura. En la actualidad nos hallamos en una sociedad dual, es una novedad. Están los que se aprovechan del sistema y viven a lo grande y los que están furiosos por verse excluidos», analiza Tarek, un próspero hombre de negocios. Según él, el presidente Ben Ali es un experto en «tomar el pulso al pueblo llano» y actuar en el momento adecuado Cuando sube la presión, suelta lastre y decreta, por ejemplo, subidas salariales para evitar cualquier derrape social grave o prolongado. Es esta capacidad de adivinar «hasta dónde puede llegar» la que, combinada con el clientelismo y la red policial de la sociedad, explican en buena medida su mantenimiento a la cabeza del país.
En cualquier caso, hace mucho tiempo que el jefe del Estado entendió que sus socios europeos se conformarían con una democracia de pacotilla en Túnez. «¿Los derechos humanos? ¡Después de veintidós años de ‘benalismo’, la juventud pasa! En última instancia, nos da la razón para seguir llevando a cabo este combate. Los jóvenes consideran que somos muy tontos por no aprovecharnos del sistema», se lamenta la socióloga Khadija Chérif, de la Asociación Tunecina de Mujeres Demócratas (ATFD), desanimada como muchos otros de su generación. «Los estudiantes están totalmente despolitizados. Para ellos, el éxito se reduce al dinero, no al esfuerzo o los estudios», corrobora la profesora de universidad Larbi Chouikha.
Resignados, indiferentes, pero sobre todo atenazados por el miedo, los tunecinos esperan ¿Qué? No lo saben muy bien. Que «la muerte», un «golpe de Estado», o incluso un «atentado», dicen un poco embarazados, casi con vergüenza, venga a librarlos de este sometimiento a un régimen que les oprime, pero no hasta el punto de rebelarse. Gracias a la cadena de información de Qatar Al Jazeera, «nuestro oxígeno», dicen, no ignoran nada de lo que pasa en su país, a despecho de la mordaza de la prensa nacional. «Todo tiene un final», dicen de vez en cuando como para tranquilizarse.
Imperturbable, el poder afina su lenguaje de cara a Occidente. «Padecemos un déficit de imagen por falta de conocimientos en la comunicación. Es nuestra principal debilidad», suspira así Zouhair Mdhaffar, ministro delegado del Primer Ministro encargado de la función pública, antes de proseguir con hipocresía: «somos una democracia emergente. Sabemos que todavía tenemos mucho que hacer en ese terreno. Pero entonces, ¿por qué son ustedes tan severos con Túnez? ¡Harían mejor si apreciasen nuestro balance global en vez de señalar los pequeños detalles!»
Fuera, mientras tanto, los defensores de los derechos humanos sufren un acoso cotidiano, posibilitado por una administración y una justicia «a las órdenes». «Pequeños detalles», sin duda, las palizas reglamentarias en plena calle. La vigilancia veinticuatro horas al día (incluso para los periodistas extranjeros). Las prohibiciones arbitrarias de salida del territorio. Las desviaciones del correo, en particular electrónico. La vigilancia de las líneas telefónicas. El filtro policial a la entrada de los domicilios privados. No acabaríamos nunca de hacer la lista de los métodos empleados por el régimen…
«Detalles», también, las campañas de difamación, llevadas a cabo semana tras semana por una prensa basura, contra cualquier voz discordante. Algunos ejemplos: Según Kol El Nass y Al Hadath, dos periódicos en lengua árabe próximos al poder, Khemais Chammari, ex diputado, es un «traidor y un corrupto». Hamma Hammami, portavoz del Partido Comunista de los Obreros de Túnez (POCT, prohibido) es «un hijo de puta arrogante». El doctor Moncef Marzouki, ex secretario general de la Liga Tunecina de los Derechos Humanos, es «un drogadicto». En cuanto a Maya Jribi, secretaria general del Partido Democrático Progresista (PDP, legal), una de las escasas mujeres que han tenido la valentía de lanzarse a la política, no es nada más que una «lamboua» (puta).
Este reportaje se realizó a principios de octubre, antes de que la enviada especial de Le Monde, de regreso a Túnez, fuera rechazada en el aeropuerto el 21 de octubre.
Florence Beaugé es corresponsal de la sección internacional del diario Le Monde en los países del Magreb.