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Entre la Segunda y la Tercera República

Fuentes: Revista Pueblos

El 14 de abril de este año se han cumplido tres cuartos de siglo del desplome de la monarquía constitucional restauracionista borbónica y del advenimiento de la II República, en la larga historia de España, el único régimen político que ha consentido a sus pueblos, ya fuera efímeramente, abrigar la esperanza de un pleno ejercicio […]

El 14 de abril de este año se han cumplido tres cuartos de siglo del desplome de la monarquía constitucional restauracionista borbónica y del advenimiento de la II República, en la larga historia de España, el único régimen político que ha consentido a sus pueblos, ya fuera efímeramente, abrigar la esperanza de un pleno ejercicio de su soberanía.

Seguramente esa convicción pesa mucho entre quienes celebran ese aniversario no con nostalgia de pasado, sino mirando, aunque sea con el rabillo del ojo, a una III República. A un cambio de régimen que permitiera lo que prometió la II: la libre rearticulación nacional de los pueblos de España como compleja nación de naciones -la recuperación de la soberanía popular «por de dentro»- y la recuperación de la soberanía popular española «por de fuera», en la política exterior.

Pero ¿qué significó el cambio de régimen político en la España de 1931? ¿Y qué significaría un cambio de régimen político en la España del primer cuarto del siglo XXI?

Monarquía y II República

La monarquía constitucional alfonsina era un régimen «constitucional», pero no «parlamentario» ya que, como en las monarquías constitucionales «liberales» europeas del siglo XIX, existía un Parlamento, pero el gobierno no era responsable ante él, sino ante el monarca.

Con la excepción de la británica, que había venido parlamentarizándose desde mediados del XIX, todas esas monarquías se desplomaron tras la I Guerra Mundial, cuyo final trajo consigo (de la mano del movimiento obrero de inspiración socialista) los regímenes plenamente parlamentarios, las repúblicas, el sufragio universal y la democracia. Los viejos partidos liberales, que habían dominado la escena política en las monarquías europeas con sufragio censitario y ministerios responsables sólo ante el monarca, desaparecieron de la vida política europea como partidos con opciones de gobernar.

La monarquía alfonsina había concedido el sufragio universal (masculino) antes que otras monarquías constitucionales europeas, que sólo lo hicieron forzadas por las grandes oleadas de huelgas generales obreras de finales del XIX y principios del XX. No porque fuera más generosa, sino porque contaba con un valladar para poner coto a la expresión de la voluntad popular: un vasto tejido de redes clientelares caciquiles, capaz de organizar el voto de los jornaleros y de los trabajadores desorganizados a conveniencia de los gobernantes y de los propietarios locales.

Como en el caso de la República de Weimar alemana y de la I República austriaca, la II República española -«República de trabajadores»- vino de la mano del movimiento obrero: el partido socialista era el único partido organizado y con verdadera capilaridad social, y el poderoso movimiento anarco-sindicalista español contribuyó decididamente, con mayor o menor discreción, al advenimiento de la República misma, al triunfo electoral de la izquierda en las Constituyentes y del Frente Popular en las elecciones de febrero de 1936.

El régimen parlamentario supuestamente «burgués» y el sufragio universal vinieron de la mano del movimiento obrero de inspiración socialista, en el amplio sentido de esta palabra. Irrumpieron en Europa tras la catástrofe bélica de 1914-18 y de la consiguiente crisis económica y moral de un capitalismo colonialista hipermundializado, depredador y apenas regulado administrativamente.

Radicalidad democrática

La radicalidad democrático-parlamentaria de las constituciones republicanas de ese momento podía verse en que se inspiraron en la Constitución mexicana de 1917 a la hora de regular la propiedad privada. En todas se especificaba no sólo que la propiedad privada debía cumplir una «función social», sino que se dejaba a la sola voluntad del legislador la determinación de cuál fuera esa función social. Eso abría la posibilidad de que mayorías parlamentarias de izquierda pudieran llegar a reformas muy radicales de la vida económica, y en el límite, a regular en direcciones netamente anticapitalistas la propiedad privada.

La vida parlamentaria de la República de Weimar fue saboteada por un poder judicial reaccionario y un complicado sistema bicameral. Conocedor de esa terrible experiencia, Jiménez de Asúa, jurista socialista redactor de la Constitución de la II República, arrebató a la casta burocrática judicial la posibilidad de juego antiparlamentario e instituyó a la República como una democracia parlamentaria unicameral (liquidando la cámara oligárquica por excelencia: el Senado).

La II República se percató de la necesidad de rearticular libre e integralmente a la nación española, con una sensibilidad especial para las naciones históricas (Cataluña, País Vasco y Galicia), y con una interesante sensibilidad también para Portugal (una tradición de la izquierda republicana y del movimiento obrero españoles caída en el olvido). Paralelamente, la II República española trató de inaugurar una política exterior de plena independencia frente a la potencia imperial a la que tradicionalmente se había sujetado la política exterior monárquica, Gran Bretaña y de rehermanamiento con los pueblos hispanoamericanos (con ofrecimiento automático de doble nacionalidad).

Todas esas Repúblicas europeas sucumbieron al fascismo. La austriaca a una guerra civil fomentada por el partido socialcristiano de monseñor Seipel, culminada con el golpe de Estado de Dreyfuss. La alemana, al golpe de Estado técnico del presidente Hindenburg, que, abusando de la Constitución, dio la cancillería a Hitler, cuyo partido no llegaba en aquel momento al 32 por ciento de los votos populares y no contaba ni de lejos con mayoría parlamentaria. Y la española acabó del modo conocido, siendo la única que -aleccionada por el fracaso de las demás- prestó una resistencia feroz, enconada y admirable.

Tan distintas en otros aspectos, las clases dominantes de Alemania, de Austria, de Italia y de España, acostumbradas todas ellas a vivir protegidas por monarquías constitucionales sin responsabilidad parlamentaria y con sufragio censitario o caciquilmente corrompido, no podían sobrevivir a la mera parlamentarización del régimen (Italia) y no digamos a Repúblicas plena y radicalmente democráticas. Y buscaron -y hallaron- el instrumento para acabar con la rebelión democrática de las masas.

Capitalismo reformado

Como la Constitución de la II República española estuvo en buena parte inspirada en la de Weimar, la de la monarquía parlamentaria española de 1978 se inspiró en la de la II República alemana de 1949. Si hubo un «consenso» de radicalidad democrática que inspiró a muchas constituciones en la primera postguerra, el «consenso» que siguió a la II Guerra Mundial fue muy distinto.

En las nuevas Constituciones había desaparecido la libertad del legislador para regular a su antojo la propiedad. A trueque de esa limitación, las blindaban un conjunto de derechos sociales que ninguna mayoría parlamentaria conservadora -ni ninguna conspiración del poder judicial- podía tampoco tocar: en la actual Constitución española, por ejemplo, el derecho de los trabajadores a tener vacaciones pagadas está constitucionalmente blindado (otra cosa es que se cumpla…).

Esa nueva generación de Constituciones se adaptaba bastante bien al tipo de capitalismo fordista (desmundializado, regulado, reformado) que se impuso en la postguerra. Así como al «Tratado de Detroit» (1946) en el que Ford reconoció expresamente el papel de los sindicatos en la negociación salarial a cambio de que el sindicalismo de la AFL-CIO renunciara a poner en cuestión las prerrogativas de poder y control de los propietarios de las empresas. Por tanto, las nuevas Constituciones europeas de postguerra blindaban un conjunto de derechos sociales que equivalían a constitucionalizar la empresa capitalista, limitar normativamente el poder absoluto de la patronal a cambio de renunciar a su parlamentarización y democratización.

El consenso fordista, con el que se reconstruyó el capitalismo en EE UU y en Europa occidental a partir de 1946, significó cambiar la libertad republicana y la democracia en la vida económica productiva por un aumento continuado del «bienestar» material y la capacidad de consumo (publicitariamente manipulado): éste es el significado filosóficamente más profundo de lo que en el continente europeo se llamó «Estado social».

De la noche a la mañana, las clases sociales habían desaparecido: «Ya no hay clases sociales propiamente dichas» concedía a la derecha democristiana un panfleto de la socialdemocracia alemana en 1955. En realidad quería decirse que el capitalismo europeo se remodelaba políticamente al estilo norteamericano como capitalismo afianzado socialmente sobre la base de una enorme y próspera clase media, algo desconocido en Europa antes de la II Guerra Mundial.

Una consecuencia interesante del modo en que esas Constituciones de la II postguerra instituyeron las nuevas Repúblicas fue la eliminación de la oposición parlamentaria propiamente dicha. Al quedar constitucionalmente blindado el consenso social básico, las decisiones políticas fundamentales quedaban fuera del Parlamento. Así resultaba fácil que, en Austria, por poner el caso más llamativo, dos partidos que se combatieron a muerte bajo la I República, como el Partido Socialdemócrata y el Socialcristiano, pudieran gobernar juntos en una gran coalición por décadas en la II República. En otros países, en los que la izquierda no acababa de entrar en el consenso o que tenían constituciones menos ortodoxas, o ambas cosas a la vez, como Italia o Francia, gobernó ininterrumpidamente la derecha.

La restauración borbónica

No es necesario recordar las condiciones en las que se instituyó la actual monarquía parlamentaria española: forzada por los entonces llamados «poderes fácticos», nacionales e internacionales (el ejército franquista, la diplomacia vaticana y, sobre todo, norteamericana); resignadamente aceptada por las cúpulas de las fuerzas de la resistencia antifranquista histórica (PCE y CCOO, PSP); y venida como agua de mayo para las cúpulas antifranquistas de reciente formación (PSOE post-Suresnnes), directamente cooptadas y financiadas a ese fin por potencias públicas y privadas extranjeras que, en connivencia con el entorno de la Casa Borbón, llevaban años preparándose para intervenir tras la muerte del Franco en nuestro país (país en el que, según De Gaulle, no debía permitirse jamás el restablecimiento de una República que era, cruzados los Pirineos, sinónimo de revolución y desorden social).

Se trataba de instituir en España un tipo de régimen político democrático moderado como los restaurados en la Europa de la inmediata postguerra y que habían conocido en la entreguerra democracias republicanas muy radicales y devastadores golpes contrarrevolucionarios. Y por un conjunto de circunstancias históricas, sociales y geopolíticas, era infinitamente más fácil y menos arriesgado en los 70 -la Revolución portuguesa de 1974 había hecho saltar todas las alarmas- crear en España un régimen de «consenso social» por la vía de la restauración borbónica que con una forma de Estado republicana.

Los posibles resquicios que la monarquía parlamentaria recién instituida pudiera haber dejado al desarrollo de la soberanía de los pueblos de España «por de dentro» (en la negociación de la transición, los exfranquistas Suárez y Martín Villa tuvieron que aceptar tácitamente cierta soberanía de Cataluña al verse obligados a reconocer como interlocutora a la institución de la Generalitat, que sólo tenía legitimidad republicana) y «por fuera» (las iniciales veleidades neutralistas y no-alineadas del presidente Suárez y luego su amedrentada renuncia a meter a España en la OTAN a la vista del neutralismo y el pacifismo activos de la inmensa mayoría de la población española) quedaron completamente cegados tras el 23 de febrero de 1981: el golpe de Estado fracasado más exitoso de la Historia.

Lo que vino después (ingreso en la Comunidad Europea y percepción de sus fondos estructurales; puesta en almoneda y privatización del sector público español como trampolín para la creación política de grandes empresas transnacionales españolas; consiguiente recolonización económica de América Latina) sentó en España las bases económicas y sociales necesarias para la estabilización del régimen político.

El único talón de Aquiles visible del nuevo régimen español de consenso social y político en los 90 fue la codicia de la Casa Real española, sus estrechos vínculos con varios de los más turbios personajes de la época de «pelotazo» y la corrupción económica generalizada de los últimos años del felipismo. Baste aquí con recordar que Aznar accedió al gobierno en 1996 en un ambiente de cierta tensión del PP con la monarquía (época en que también esa derecha cerrilmente católica y castizamente españolista se decía admiradora de Azaña).

Más allá de la nostalgia

Hay un evidente revival republicano en los últimos años en España. De recuperación de la memoria histórica, vergonzosamente orillada y oprimida por la elite política restauracionista que controló el proceso de transición política. De cuestionamiento creciente de ese mismo proceso de transición, hasta hace muy poco casi unánimemente considerado como modélico.

Pero el advenimiento de una III República en la España del primer cuarto del siglo XXI sólo resulta realistamente concebible en el marco de una crisis social profunda del modelo general de «consenso social» establecido en Europa después de la II Guerra Mundial. El destino de la monarquía constitucional alfonsina estuvo ligado a la suerte de las grandes monarquías constitucionales continentales; no podría explicarse su caída en 1931, sino por efecto de arrastre del desplome de sus regímenes afines a partir de 1918. En una situación histórica muy distinta, el paralelismo se mantiene ahora: no es verosímil una crisis de régimen político en España sin una crisis generalizada del modelo constitucional impuesto tras la segunda Gran Guerra y fundado en el consenso social y en un capitalismo reformado.

La crisis de entreguerras que puso el punto final en el grueso del continente europeo a las herencias del Antiguo Régimen monárquico fue una crisis que vino por la izquierda y trajo los regímenes parlamentarios, la democracia y la entrada por lo grande de los partidos socialistas y los movimientos obreros -reformistas y revolucionarios- en la escena política. La iniciativa de la crisis, en suma, venía de la izquierda.

En cambio, la evidente crisis en que se halla ahora el modelo de consenso social viene de la derecha. Es la «lucha de clases desde arriba», según editorializó hace unos meses el New York Times. La marea contrarreformadora neoliberal, como ha declarado recientemente con su habitual perspicacia el gran geógrafo marxista David Harvey, es una «guerra iniciada por los ricos».

El anhelo de una III República en España no puede ser una ambición aislada, mera «monarcomanía» o sólo nostalgia de una causa justa cruelmente derrotada y calumniada. No puede sino ir de la mano de la lucha por conservar defensivamente lo mejor de las conquistas sociales cristalizadas en el capitalismo reformado europeo del tercer cuarto del siglo XX, pero tiene que organizarse social y políticamente como parte de una lucha por recuperar la iniciativa de la izquierda a escala continental.

La izquierda política europea ha fracasado en los últimos lustros en sus intentos por limitarse a oponer tercamente a la contrarreforma neoliberal una mera defensa del capitalismo reformado pos-45, nacido de circunstancias históricas, sociales y económicas irrepetibles. Tiene que ser capaz de expresar la voluntad de trascender ese modelo social en irreparable crisis y sus cristalizaciones políticas históricas, respondiendo a la radicalidad antidemocrática de la derecha neoliberal actual con la radicalidad democrática de la izquierda europea de las Constituciones de la primera República alemana, de la primera República austriaca y de la II República española.


* Antoni Doménech es catedrático de Filosofía de las Ciencias Morales y Sociales de Universidad de Barcelona y editor de SinPermiso. Este artículo ha sido publicado en el nº 21 de la edición impresa de Pueblos, junio de 2006, pp. 52-55.