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Érase una vez Zimbabwe

Fuentes: IECAH

Érase una vez un país muy lejano, en el sur de África, gobernado por un déspota de 82 años que a medida que iba envejeciendo se iba aferrando al poder con uñas y dientes. El país, de nombre Zimbabwe, se iba hundiendo progresivamente ante la mirada atónita de una oposición política interna dividida y de […]

Érase una vez un país muy lejano, en el sur de África, gobernado por un déspota de 82 años que a medida que iba envejeciendo se iba aferrando al poder con uñas y dientes. El país, de nombre Zimbabwe, se iba hundiendo progresivamente ante la mirada atónita de una oposición política interna dividida y de una comunidad internacional impotente. De sus 12 millones de habitantes, un tercio requería de forma perentoria los alimentos más básicos, mientras otro tercio emigraba al extranjero (sobre todo a la vecina Sudáfrica) y enviaba remesas a sus familiares. El paro llegó a superar el 70%, un 83% de la población sobrevivía con menos de dos dólares diarios y la inflación alcanzó el 1.200%. El HIV-SIDA siguió afectando a una quinta parte de la población y la esperanza de vida se redujo hasta los 39 años.

La situación descrita, que hace seis años hubiese parecido una mera fabulación, es sólo un esbozo de la caída hacia el abismo en la que está inmerso actualmente Zimbabwe, país por otra parte rico en recursos minerales y agrícolas. El anciano Robert Mugabe, en el poder desde 1980, se ha dedicado durante estos últimos años a ejercer una brutal represión sobre la población, a suprimir las libertades fundamentales, a repartir fabulosas prebendas entre la elite política y militar y a conducir al país a la bancarrota económica. La manipulación de las organizaciones eclesiásticas (que cuentan con un gran arraigo social), el adoctrinamiento forzoso de la población rural y el reparto estatal de alimentos en función de la afiliación política, son algunas de las señas de identidad de su régimen. Su política de redistribución de la tierra en favor de la población negra, justa en esencia pero pervertida por sus fines políticos, se ha traducido en un descenso de la productividad agrícola de un 60% desde 2000, tras encargar a militares inexpertos su gestión.

En mayo de 2005 Mugabe lanzó en la capital, Harare, la operación Murambatsvina («Restablecer el Orden»), demoliendo las chabolas en las que vivían unas 700.000 personas, causando 2,5 millones de damnificados y expulsando al medio rural a un sector de la población partidario de la oposición. Como respuesta, la ONU, hasta entonces bastante inactiva, elaboró un informe de condena sin paliativos. Basta con imaginar una devastación de esas dimensiones en alguna región más próxima a occidente para vislumbrar una reacción internacional mucho más contundente y las consecuencias humanas de unos parámetros geopolíticos aberrantes.

La inacción de determinados actores y los apoyos obtenidos por Mugabe han sido determinantes para que este último (sin cuyo liderazgo el régimen quedaría muy debilitado) se mantenga en el poder. En este sentido, algunos de los aspectos más relevantes de la crisis son los siguientes:

1.- La estrategia internacional de Mugabe consiste en presentarse como víctima de un supuesto complot neocolonialista de occidente contra su figura, en el que también participarían los movimientos de oposición interna, explotando al máximo su legendaria imagen de héroe nacionalista (que derrotó al régimen racista de Ian Smith), que tantos apoyos le ha reportado entre la coalición gobernante en Sudáfrica, liderada por el Congreso Nacional Africano (CNA), y en otros países de la región.

La extraordinaria eficacia de un discurso cargado de una retórica antiimperialista- y que, además, coincide con el que mantienen algunos de los Estados integrantes del Movimiento de Países No Alineados- es un buen motivo de reflexión para las potencias occidentales y una razón de peso para doblegar los esfuerzos de coordinación con los actores claves africanos y prescindir de la política de dobles raseros en materia de exigencia democrática.

2.- China es actualmente el valedor más importante de Zimbabwe y un lastre decisivo para ejercer una acción firme y concertada por parte de la comunidad internacional, ante una crisis con evidentes repercusiones regionales.

3.- La cuestión de Zimbabwe afecta de raíz a la construcción del discurso de «renacimiento africano», tan querido por algunos líderes como el sudafricano Thabo Mbeki, y pone en entredicho la arquitectura institucional sobre la que los gobernantes africanos pretenden construir el futuro. Tanto la Comunidad de Desarrollo de África Austral como la Unión Africana han sido incapaces de actuar de forma decidida y de ser coherentes con sus principios fundadores. El caso de Zimbabwe fue la primera piedra en el itinerario de credibilidad democrática que condiciona la ayuda del G-8 al Nuevo Partenariado para el Desarrollo de África (NEPAD).

4.- También debe calificarse como un rotundo fracaso la política de Sudáfrica al respecto, el país con mayor ascendiente sobre el régimen de Mugabe y principal proveedor de electricidad y petróleo. El presidente Mbeki, mandatario del gobierno de EEUU para la resolución de la crisis, se ha limitado a una política diplomática de negociación, complaciente con Mugabe, y únicamente ha reaccionado bajo presión del G-8, ofreciendo a aquel un paquete de ayuda financiera a cambio de un viraje político sustancial. Pese a que Mbeki argumenta reiteradamente el respeto a la soberanía estatal del país vecino, su estrategia parece más bien regirse por los intereses de importantes inversores sudafricanos que acaparan una buena parte de la economía de Zimbabwe y sustentan la política neoliberal del CNA.

En el plano interno, los dos partidos de la oposición intentan saldar sus rencillas y conformar un frente común, y el movimiento sindical y otros actores de la sociedad civil convocan manifestaciones y organizan sus protestas. De la unión que puedan conseguir todos ellos depende en buena parte la caída del antiguo liberador nacional. Mientras tanto, la represión continúa, Mugabe amenaza con expropiar las inversiones extranjeras en el sector minero y la operación Murambatsvina sigue dando coletazos. El último de ellos, en junio de 2006, arrasó el hogar de otras 400 personas. Un mes antes, las imágenes por satélite tomadas por Amnistía Internacional mostraban al mundo cómo se había borrado literalmente del mapa Porta Farm, lo que «érase una vez» una gran comunidad de Zimbabwe.

* Jesús García-Luengos – Investigador del Instituto de Estudios sobre Conflictos y Acción Humanitaria (IECAH, Madrid). Texto para