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Estados Unidos: ¿anuncio de la crisis final?

Fuentes: Rebelión

El neoliberalismo, impuesto a sangre y fuego desde la presidencia de Ronald Reagan en la década de 1980, benefició a una pequeñísima elite en detrimento de las grandes mayorías.

Estados Unidos, sin dudas, se constituyó en la potencia dominante mundial en este pasado siglo. Su empuje arrollador, desde la llegada de los primeros cuáqueros en 1602 en el legendario May Flower a las costas de lo que hoy es Massachusetts, no se detuvo por años. Esa instalación de europeos trasladados al nuevo continente dio como resultado la expansión máxima del capitalismo. La nación creció sin parar durante un par de siglos, terminando de superar a Europa en su desarrollo económico. La industria estadounidense -basada en un portentoso avance científico-técnico sin igual en el mundo- pasó a ser ampliamente dominante.

El hecho de ser “tierra de promisión” desde mediados del siglo XIX, ya independizada de la corona británica, atrajo a migrantes de todo el mundo. Su sociedad fundadora, originariamente anglosajona y protestante, pasó a ser un crisol de etnias; pero no puede olvidarse que el racismo eurocéntrico que la constituyó estuvo siempre presente, y se mantiene en nuestros días. Los wasp (“avispa” en inglés, y también acrónimo de white anglo saxon protestant, “blanco anglosajón y protestante”) siguen siendo el núcleo duro del país (la mayoría, por cierto), y su dominio va de la mano de su racismo. Los pueblos originarios de América del Norte, los llamados “pieles rojas” por los invasores europeos -apaches, navajos, sioux, cheyenes, cheroquis, cayuga, mohawk, etc.- fueron diezmados: exterminados en algunos casos, confinados a infames reservaciones en otros. La población del África negra traída como mano de obra esclava, si bien gozó de libertad civil desde la abolición de la esclavitud en 1860 -lo que dio inicio a la Guerra de Secesión-, continúa siendo sistemáticamente excluida (la mayoría de los presos son afroamericanos). Y la inmensa mayoría de inmigrantes latinoamericanos que constituyen una imprescindible mano de obra para su economía, no deja de ser también marginalizada.

Esa sociedad, enriquecida como ninguna otra en la Tierra, con una clase dominante que desde el siglo XIX se concibe portadora de un supuesto destino manifiesto que le obligaría a llevar a cabo la sacrosanta misión de promover los ideales de libertad y democracia en todo el planeta, después de la Segunda Guerra Mundial en 1945, se sintió inigualable, todopoderosa. Terminada esa conflagración, el poderío de Washington era excepcional: con Europa destruida, rescatada de las “garras del comunismo soviético” con el Plan Marshall, su producción representaba alrededor de la mitad del Producto Bruto Global. Detentadora del monopolio del arma nuclear, sin haberse resentido en su propio territorio -lo que sí le sucedió a su rival la Unión Soviética al igual que a toda Europa-, gran productora de petróleo y con una tecnología que deslumbraba, su dominio del mundo parecía asegurado. El consumo despilfarrador de su sociedad se disparó en forma incontrolada.

Tan fenomenal fue ese despilfarro (automóviles V-8 y V-12 eran los normales) que, paulatinamente, el país en su conjunto fue comenzando a consumir más de lo que producía. Ahí se sentaron las bases de su posterior declive. O derrumbe en tanto superpotencia, como actualmente podría pensarse que está sucediendo. Hoy día Estados Unidos no está acabado, ni remotamente; pero sí entró en un proceso de deterioro indetenible. Consumir más de lo que se produce lleva inexorablemente a vivir del crédito. Esa nación, super poderosa sin dudas, cada vez más vive del crédito o, si se quiere, de tomar como propio lo que no es propio (el Amazonas, por ejemplo, lo pone como “protectorado internacional”, preparando su entrada en esa zona, obviamente para agenciarse de los recursos que siente como propios -biodiversidad de la pluviselva tropical, minerales estratégicos y reserva de agua dulce- pero que, “por casualidad”, no están en su territorio). Su deuda (98% de su PBI) y su déficit fiscal (3,3 billones de dólares, equivalente al 16% del PBI) son impagables en términos técnicos. ¿En qué se sostiene su poderío? En su moneda, que en realidad ya no tiene un respaldo genuino. Si se quiere decir de otra forma: ¿qué respalda al dólar? Sus inconmensurables fuerzas armadas. Dicho de otro modo: al que se le opone, se le invade (como se hizo, por ejemplo, con Irak o con Libia), o se le declara “invadible” (“eje del mal” se les llamó desde la presidencia de Bush hijo), como sucede con Irán, Venezuela, Corea del Norte, justamente países todos que comenzaron a negociar su comercio exterior en monedas distintas al dólar (euro, yen, yuan, rublo, cesta de divisas).

Washington comienza a ver que su hegemonía tambalea. Eso se expresa en interminables aristas: está perdiendo la iniciativa en el desarrollo científico-técnico, fundamentalmente por el avance impetuoso de la República Popular China (en los sectores más sensibles, en la tecnología más sofisticada: telecomunicaciones, inteligencia artificial, robótica, computación cuántica, ingeniería genética). Eso trae como consecuencia su paulatino estancamiento económico: de haber producido alrededor de la mitad de la riqueza mundial en la década de los 50 del siglo pasado, ahora orilla el 20%. En el plano militar, según reconoce el propio Pentágono, va perdiendo la vanguardia, superada por el desarrollo de la Federación Rusa (hoy día Moscú, con la misilística hipersónica, lleva al menos tras años de delantera a Washington). En lo interno se ve en el nivel educativo de la población; Estados Unidos ha caído grandemente en esta área, siendo superado por China, Japón, Finlandia, Canadá, Gran Bretaña. El consumo imparable de sustancias psicoactivas (una tonelada y media de drogas ilegales ingresan a territorio estadounidense) también es un indicador de la decadencia, del quiebre psicológico de su población.

Estados Unidos no está cayendo estrepitosamente, pero sí perdió su lugar de locomotora de la humanidad: hay crisis. Se ralentizó y está siendo superada por otras potencias. En lo interno, el alto nivel de vida de su población va cayendo en picada dada la cada vez más inequitativa forma en que se reparte su riqueza. Hoy, el 1% detenta más riqueza que el 80% más pobre. Las injusticias estructurales se evidencian crecientemente, tomando la forma de cualquier “país bananero” del que tanto se ha burlado su visión racista y xenofóbica. Como síntoma visible: mientras este país, con 330 millones de habitantes, ha tenido 360.000 muertes por COVID-19, su actual rival: China, con casi 1.500 millones de población, registra apenas 4.634 decesos.

Hace 84 años, en Alemania un pueblo frustrado por el resultado del Tratado de Versalles que puso fin a la Primera Guerra Mundial; por sentir que había llegado tarde a la repartición colonial del mundo y pauperizado por la crisis de 1929, depositó su confianza en Adolf Hitler y, así como los estadounidenses atribuyen parte de sus males a los migrantes, ellos la emprendieron contra los judíos”, explica claramente Rafael Cuevas. ¿Se repite la historia en Estados Unidos? “Los pueblos tienen los gobiernos que se merecen”, reza la conocida frase acuñada por José de Maistre, erróneamente atribuida a Nicolás Maquiavelo. ¿Qué significa eso? Que los mandatarios expresan el sentir de un pueblo. Más dulcemente lo dijo André Malraux, sentenciando que “las gentes tienen los gobernantes que se les parecen”. Es decir: quien está en la cima, es producto de la base, no se sale de cualquier lado sino del mismo pueblo. Donald Trump ganó las elecciones en 2016, y obtuvo la mitad de los votos en la de 2020; es decir: muy buena parte del electorado estadounidense lo sigue. Su discurso es racista, encendidamente xenófobo. “America first”, ¡Estados Unidos ante todo!, ¡Hagamos grande de nuevo a Estados Unidos! son sus consignas, y los inmigrantes aparecen así como la principal causa del declive norteamericano. Pero ni el empobrecimiento de crecientes masas de norteamericanos es producto de la presencia de inmigrantes hispanos ni la crisis política de estos días es producto de un “maniático” sentado en la Casa Blanca que se siente mesías, salvador, que se permite tratar de “países de mierda” a aquellas empobrecidas naciones de donde llegan migrantes desesperados a la supuesta tierra de promisión estadounidense.

La crisis que vive hoy el país habla de la crisis del sistema capitalista, y Estados Unidos, como principal nación representante de ese sistema, la exhibe dramáticamente. El millón de homeless que pululan por sus calles es un síntoma de todo ello. El neoliberalismo, impuesto a sangre y fuego desde la presidencia de Ronald Reagan en la década de 1980, benefició a una pequeñísima elite en detrimento de las grandes mayorías. Esa asimetría estructural, que tiende a agrandarse cada vez más, y el endeudamiento en que entró el país a partir de su voraz hiperconsumo sin posibilidad de salida en lo inmediato (¿quizá con una gran guerra?), muestran de forma patética el empantanamiento. La crisis toca a la nación, o mejor dicho: a buena parte de su población, pero a sus super millonarios, a los mega-capitales que siguen manejando la economía capitalista global, no.

Dicha crisis, obviamente, se manifiesta también en lo político. Los recientes acontecimientos muestran la verdadera situación. No hablan de una “vergüenza” para la democracia (en Estados Unidos nunca hubo democracia) sino de la crisis de pauperización y falta de salida a la misma, a no ser por vía violenta. Muestran a todas luces la crisis del sistema capitalista. Todos estos sucesos no pueden atribuirse solo a la locura del presidente Trump, a quien quieren destituirlo y quitarle el acceso al “botón nuclear”. Este magnate metido a político expresa lo que buena parte de la población (¡la mitad de los votantes!) siente -o se le ha hecho sentir-: racismo visceral, xenofobia, fanatismo anticomunista. “¡Morir, antes que el socialismo!”, expresaba el grupo QAnon, fanáticos supremacistas blancos seguidores de Trump, quienes protagonizaron la toma del Capitolio (con la anuencia de varios legisladores republicanos, no olvidar). Si el futuro presidente Joe Biden puede ser visto como de izquierda, ya está todo dicho. ¿Se estará dando lo mismo que sucedió en Alemania y que trajo como resultado la aparición de un Trump germánico en su momento: Adolf Hitler?

En Estados Unidos, más allá de lo proclamado, no hay democracia. ¡Nunca la hubo!, aunque se arrogue el papel de supuesto “paladín mundial de la democracia”. La apatía política de su población es histórica: solo vota apenas un 50% del electorado. Además, no existe elección directa, sino que se eligen los nada transparentes colegios electorales, que “cocinan” el resultado final en secretividad. El voto se hace en día laborable, no siendo obligatorio. Por tanto, de democracia (representativa, porque de allí no pasa) no hay absolutamente nada.

La actual crisis política, propia y muy común en cualquier “republiqueta bananera” en la que Washington podría intervenir militarmente para “salvar la democracia”, expresa el grado de podredumbre del sistema político, así como la falacia monumental de su tan preconizada democracia. Como se ha dicho simpáticamente: si no hay golpe de Estado en Estados Unidos, es porque no hay embajada yanki. Y de libertad… la única libertad que allí se ve es la estatua francesa que se encuentra en la entrada del puerto neoyorkino. No caben dudas que como país capitalista Estados Unidos superó al resto del mundo. Sus logros económicos son innegables, pero la justicia brilla por su ausencia. Siempre ha brillado, aunque se llene la boca hablando de libertad y democracia. El racismo visceral que atraviesa a su sociedad es una muestra elocuente de ello. Además, su papel de matón global le resta toda credibilidad a su preconizado destino de defensor de las libertades y los derechos humanos. ¿Se les defiende lanzando bombas atómicas sobre población no combatiente de Japón, o lanzando napalm y agente naranja sobre aldeas vietnamitas? Si décadas atrás, antes de los planes neoliberales, repartía internamente algo más de riqueza, lo que posibilitaba tener una clase trabajadora -con conciencia de clase media hiperconsumista- que vivía en cierta opulencia comparada con trabajadores de otras latitudes, hoy día es uno de los países del mundo donde la distancia entre ricos y pobres es mayor. La globalización neoliberal -impulsada por los propios sectores poderosos de Estados Unidos expresadas en las políticas neoconservadoras, el FMI y el Banco Mundial- sirvió para potenciar la riqueza de sus mega-capitales en forma exponencial, pero también para empobrecer a su población. La crisis financiera nunca resuelta del 2008 es un patético recordatorio. No olvidar que el fascismo (como el de los grupos que atacaron el Capitolio, o como el de la Alemania post Tratado de Versalles) se nutre de clasemedieros empobrecidos, arruinados y desesperados.