De acuerdo con información proporcionada por el Departamento de Justicia de Estados Unidos, entre las armas decomisadas en la casa de seguridad en la que se ubicó a Joaquín Guzmán Loera, El Chapo, en Los Mochis, Sinaloa, en enero pasado, se encontraba un fusil Barret calibre 0.50, que llegó a la delincuencia organizada por medio […]
De acuerdo con información proporcionada por el Departamento de Justicia de Estados Unidos, entre las armas decomisadas en la casa de seguridad en la que se ubicó a Joaquín Guzmán Loera, El Chapo, en Los Mochis, Sinaloa, en enero pasado, se encontraba un fusil Barret calibre 0.50, que llegó a la delincuencia organizada por medio del operativo Rápido y Furioso, urdido y perpetrado por la dependencia estadunidense responsable del control del alcohol, el tabaco y las armas de fuego (ATF, por sus siglas en inglés) a finales de la década pasada, con el supuesto propósito de seguir el rastro al suministro de material bélico desde el país vecino a grupos delictivos mexicanos.
Por principio de cuentas es pertinente recordar que el Barret es un arma mucho más poderosa que los fusiles de asalto AR-15 y AK-47 (cuerno de chivo) habitualmente empleados por las organizaciones criminales; se trata de un rifle de operaciones especiales de gran capacidad de destrucción, de uso regular en diversas fuerzas armadas del mundo -las estadunidenses y las mexicanas, entre ellas- y capaz de neutralizar vehículos con blindaje ligero e incluso de derribar aeronaves en vuelo bajo. Esta sola consideración ilustra el grado de irresponsabilidad de los funcionarios de Washington que organizaron y ejecutaron Rápido y Furioso, y de las instancias legislativas y judiciales -entre ellas, el propio Departamento de Justicia-, que minimizaron la gravedad de esa operación, se abstuvieron de investigar y sancionar a los altos funcionarios involucrados y aseguraron la impunidad de un delito de tráfico de armas cometido en el seno mismo de las instituciones gubernamentales.
Es importante, asimismo, tener en cuenta que esa operación de suministro de armas a la delincuencia fue sólo una de las acciones de colaboración objetiva entre las autoridades estadunidenses y los delincuentes mexicanos. Antes de ella tuvo lugar la maniobra llamada Receptor abierto, de similar diseño, así como movimientos de lavado de dinero propiedad del cártel de Sinaloa por la instancia gubernamental antinarcóticos del país vecino (DEA, por sus siglas en inglés).
Si a ello se suma la inacción del gobierno del país vecino ante el narcotráfico en su propio territorio, la permeabilidad de una frontera dotada de la más avanzada tecnología de vigilancia y la benevolencia de las dependencias oficiales estadunidenses hacia las instituciones financieras que incurren en lavado de dinero, resulta inevitable concluir que, al margen de discursos e intenciones, Washington ha venido colaborando de facto con el trasiego de drogas. El caso del fusil Barret -y de otros pertrechos de guerra como granadas antitanque y misiles que han sido confiscados a los delincuentes- pone de manifiesto que mientras Estados Unidos ofrecía al gobierno mexicano su colaboración en la guerra contra el narcotráfico decretada por Felipe Calderón, se hacía de la vista gorda en el abasto de armas de uso bélico a los grupos criminales y contribuía con ello a la muerte de civiles y militares y a la destrucción del estado de derecho en nuestro territorio.
Ciertamente, el doble juego estadunidense fue correspondido aquí con una desmedida sumisión oficial, que llevó a otorgar a funcionarios del país vecino decisiones trascendentes en materia de seguridad pública. Así fuera por ese solo hecho, hoy, con una visión retrospectiva, es claro que la guerra de Calderón estaba destinada al fracaso y a la pérdida de decenas de miles de vidas desde un primer momento.
Fuente: http://www.jornada.unam.mx/2016/03/17/opinion/002a1edi