El 10 de diciembre de 2016 CNN publicó un artículo titulado » Where’s the outrage over Russia’s hack of the US election ? » («¿Dónde está la indignación por el ataque informático a las elecciones de Estados Unidos por parte de Rusia?») donde básicamente resumía el escaso efecto social de un hecho inadmisible desde muchos […]
El 10 de diciembre de 2016 CNN publicó un artículo titulado » Where’s the outrage over Russia’s hack of the US election ? » («¿Dónde está la indignación por el ataque informático a las elecciones de Estados Unidos por parte de Rusia?») donde básicamente resumía el escaso efecto social de un hecho inadmisible desde muchos puntos de vista.
En las semanas anteriores, varias agencias y autoridades del gobierno de Estados Unidos habían reconocido que la intervención de Rusia en las elecciones del pasado noviembre era un hecho más allá cualquier duda razonable. Para cualquier extranjero más o menos informado, resulta por lo menos una broma de mal gusto que un gobierno de Estados Unidos se escandalice porque algún otro extranjero haya intervenido en sus elecciones nacionales. Mucho más considerando que el informe de la CIA es una de las principales fuentes públicas de dicha denuncia y que ha sido publicado de forma inmediata, no luego de treinta años como es la costumbre de la desclasificación de documentos, cundo la verdad ya no importa. Pero no es este el aspecto que quisiera problematizar ahora: son las movilizaciones sociales reclamando una investigación las que, al menos hasta el momento, brillan por su ausencia.
A mi entender tenemos aquí un fenómeno semejante a lo que en psicología se llama «bystander effect» o «efecto espectador» pero aplicado a la psicología de masas (si se me permite esta clasificación) y a la historia. Cuando un policía mata a un ciudadano negro bajo sospechosas circunstancias, la reacción no se deja esperar y van desde editoriales, marchas y, en algunos casos, incendio de autos y choque de fuerzas. Cuando la víctima es un latino también existe cierta reacción, pero a menor escala. Entiendo que las sociedades están predispuestas a determinadas reacciones y en base a determinada experiencia histórica, la cual incluye una larga tradición de, en el mejor caso, pensamiento crítico y creación de determinada conciencia. La militancia afroamericana en Estados Unidos ha sido muy superior a la militancia hispánica o indígena, probablemente por haber sido un grupo numéricamente importante en la costa este, donde se desarrolló el poder político anglosajón y por la mayor brutalidad del racismo al cual fueron expuestos. Tantos los pueblos indígenas como los mexicanos fueron igualmente despojados de sus territorios, pero sus tradiciones contestatarias fueron menores y más efectivamente olvidadas.
Ahora, ¿qué pasa cuando un fenómeno social e histórico de trascendencia se encuentra con un vacío de conciencia histórica? El efecto es el mismo de aquel que en psicología se llama bystander effect: si los demás no reaccionan ante una situación claramente injusta o reprobable, probablemente mi indignación es algo que no se espera, algo que no tendrá más efectos que el ridículo o alguna forma de reprobación. Como consecuencia, no reacciono, no me meto. Es lo que ocurre con las últimas elecciones en Estados Unidos: su población ha crecido (por no decir, indoctrinada por los medios y las instituciones religiosas y de educación) en la autocomplaciente ilusión de que su democracia es un ejemplo para el mundo, lo cual desde muchos puntos de vista es simplemente una construcción mitológica, cuando no fuente de sarcasmos.
La Revolución americana fue positiva en muchos aspectos en el avance de cierto sistema democrático y de algunos derechos individuales. Pero también fue altamente hipócrita por considerar a los negros e indios humanos incompletos, no sujetos de derechos, lo cual invalidaba cualquier definición de República libre y democrática. Pero luego se hicieron varios progresos, desde la era Lincoln hasta los movimientos civiles de los años 60s, pasando por la lucha de los trabajadores en los siglos XIX y XX.
Pero Estados Unidos nunca dejó de alimentarse de mitos, como cualquier otra gran nación y cualquier otro gran imperio a lo largo de la historia. Dos de sus mitos fundamentales fueron la libertad y la democracia, a tal extremo que nunca se cuestionó el sistema de elección presidencial por electores, una obvia herencia de la sociedad esclavista del siglo XVIII y XIX. El sistema no fue diseñado, como se dijo, para prevenir la llegada de un demagogo irresponsable al gobierno (Donald Trump sería una demostración por el absurdo del anacronismo de dicha pretensión) sino para evitar que los estados esclavistas del sur perdiesen todas las elecciones, ya que, aunque se contaba el numero de los negros que no votaban para elegir electores blancos, aun así su población era minoritaria en comparación a los estados del noreste, con una fuerte tradición antiesclavista.
De ahí en más, los cuestionamientos al sistema han sido silenciados por las narraciones mitológicas que exacerbaban las virtudes del Campeón de la democracia y Líder de los países libres, al extremo de eliminar de la memoria colectiva la larga lista de dictaduras que la nación líder del mundo libre había promovido alrededor del mundo, al extremo de que su población asume, de forma automática, que su ejército es el responsable de «mantener la libertad de la nación» y nunca de «invadir países pequeños para defender los intereses de los grades negocios privados».
Entonces, cuando el antiguo gran enemigo y todavía responsable de promover el autoritarismo, Rusia, interviene en uno de sus mitos nacionales, la respuesta es una pasividad negacioncita, algo más allá del «efecto espectador»: la repetida lectura social del teleprompter. No hay memoria, no hay experiencia de una tradición crítica de un sistema, de una democracia incuestionable, ergo el hecho inconcebible, inadmisible, no existe. A tal punto que aun cuando las agencias de inteligencia (entre ellas la CIA) abiertamente afirman que la intervención rusa ha existido, la indignación y las manifestaciones populares brillan por su ausencia. La narrativa social continúa siendo dictada por el teleprompter de la historia.
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