Del 18 al 21 de julio, el Partido Republicano celebró en Cleveland su convención nacional electoral y nominó al multimillonario empresario y showman televisivo Donald Trump como candidato a la presidencia de los Estados Unidos en las elecciones del próximo 8 de noviembre. Del 25 al 28 de julio el Partido Demócrata celebró la suya […]
Del 18 al 21 de julio, el Partido Republicano celebró en Cleveland su convención nacional electoral y nominó al multimillonario empresario y showman televisivo Donald Trump como candidato a la presidencia de los Estados Unidos en las elecciones del próximo 8 de noviembre. Del 25 al 28 de julio el Partido Demócrata celebró la suya en Filadelfia, nominando a la senadora, ex-primera dama y ex-secretaria de Estado Hillary Clinton. En su muy diferente transcurso, ambas convenciones han sido expresión de las extraordinarias transformaciones que la estructura y la cultura políticas del país vienen experimentando en estos años de crisis.
En 2008, tras dos mandatos del republicano conservador George W. Bush, la contundente victoria del demócrata progresista y primer presidente afroamericano Barack Obama sumió en el desconcierto y la división a las filas republicanas. Una parte de su establishment quiso reorientar el partido hacia el centro ideológico y los tradicionales grandes consensos bipartidistas de la política institucional norteamericana, fuertemente tensionados durante ocho años de extremismo neocón. Pero sus bases más conservadoras, ampliadas y radicalizadas en el enrarecido clima cultural y político de la Guerra contra el Terror, estallaron en una rabia incontenible. La primera expresión organizada y masiva de esa rabia fue el movimiento Tea Party. Cientos de miles de personas participaron de una punta a otra del país en sus incontables eventos, en los que, entre banderas Gadsden y otras evocaciones de la Revolución y los primeros tiempos de la Independencia, el presidente Obama fue descrito como supremacista negro, comunista, fascista, islamista o incluso sectario illuminati, en el más clásico estilo político paranoide de la ultraderecha norteamericana.
Los partidarios del Tea Party explican su rápida propagación y gran poder de convocatoria como una exitosa movilización grassroots de ciudadanos corrientes y descontentos; sus críticos, como una gran operación de astroturfing maquinada por las élites corporativas y mediáticas ultraconservadoras. Fue, en realidad, una potente combinación de ambas cosas: aún con el demostrado masivo respaldo financiero y organizativo de grandes fortunas de ultraderecha, el movimiento difícilmente hubiese gozado de tanto impacto si no hubiese conectado con los desasosiegos reales de importantes sectores de la población. Bien por genuina sintonía ideológica, bien por simple oportunismo, muchos notables del ala derecha del establishment republicano simpatizaron con el movimiento y le abrieron las puertas del partido. Alimentar esta cultura política y este estado de ánimo se convirtió además en un excelente negocio en todos los formatos comunicativos tradicionales y modernos, propagando la ansiedad y la crispación entre millones de norteamericanos con admoniciones tan inquietantes como El plan de la izquierda para convertir nuestro país en un agujero del infierno del Tercer Mundo o Cómo el islam y la izquierda sabotean América. Además del Tea Party, en este clima de desatada paranoia anti-gubernamental y anti-progresista los grupos extremistas racistas y chovinistas, muchos de ellos armados y violentos, multiplicaron su actividad.
En las elecciones de 2012 el establishment republicano, temeroso de una reedición de la clamorosa derrota del excéntrico ultraconservador Barry Goldwater frente al demócrata Lyndon Johnson en 1964, quiso cabalgar la ola del Tea Party hasta el Despacho Oval girando su programa rotundamente a la derecha pero imponiendo como candidato al empresario y ex-gobernador de Massachusetts Mitt Romney, un republicano moderado sujeto a la disciplina del partido y los consensos institucionales. Su derrota frente a Obama abrió un prolongado vacío de liderazgo y orientación en el Partido Republicano, que quedó definitivamente a merced de los ultraconservadores, por cuyo favor compitieron las distintas facciones del establishment asumiendo hasta los elementos más disparatadamente reaccionarios de su programa político. Así se abrió la ventana de oportunidad para una candidatura como la de Trump, inicialmente desdeñada como una suerte de broma megalómana de escaso recorrido, pero que terminaría arrollando al resto de candidatos, hasta sumar 1.441 delegados frente a los 551, 173 y 161 de sus estupefactos competidores del establishment Ted Cruz, Marco Rubio y John Kasich.
Si toda convención nacional de los grandes partidos norteamericanos es por definición uno de los mayores espectáculos políticos del mundo, el de Cleveland ha sido un espectáculo extremadamente sombrío y por momentos distópico, protagonizado, ante la total impotencia del establishment republicano, por el histriónico Trump y su rugiente turbamulta de neófitos enardecidos. En torno a Trump parecen haberse cohesionado no solo las extremas derechas tradicionalistas, las bases del Tea Party, los conservadores religiosos o las subculturas conspiranoicas, sino también una porción significativa de un electorado blanco, masculino, heterosexual y de bajo nivel cultural, radicado en comunidades duramente golpeadas por la crisis económica y la desindustrialización, asustado y frustrado ante cambios demográficos y culturales que interpreta como ataques a su estatus social y su forma de vida, previamente poco politizado pero ahora movilizado por una virulenta recombinación del racismo y la conspiranoia característicos de la ultraderecha con una retórica anti-establishment y anti-globalización ajena a la corriente principal de la tradición republicana, que ningún candidato del establishment podría permitirse y que por tanto ofrece al magnate una ventaja competitiva insalvable frente a todos ellos.
Al contrario que en la republicana de Cleveland, en la convención del Partido Demócrata celebrada en Filadelfia pocos días después la candidata del establishment sí consiguió imponerse sobre su alternativa, aunque mucho más ajustadamente de lo previsto: Clinton llegó a la convención con el voto de 2.775 compromisarios frente a los 1.889 de Bernie Sanders, diferencia que se reduce drásticamente a 2.205 compromisarios frente a 1.846 si se descuenta a los denominados supercompromisarios, no electos por las bases sino designados por el partido entre sus cuadros.
En noviembre de 2008 Barack Obama fue elegido presidente con el concurso de un amplio y muy diverso electorado, interclasista, intergeneracional y multirracial, del centro derecha a la extrema izquierda, galvanizado por la urgencia común de revertir el desastroso balance de aventurerismo militar, degradación institucional y oscurantismo cultural de los dos mandatos neoconservadores de Bush. Sin embargo, la emergencia de una inesperada y brutal crisis económica modificó dramáticamente la agenda de su presidencia. Su errática política económica, apurada combinación de masivos rescates financieros a favor de los responsables de la crisis y tímidos avances en protección social a favor de sus víctimas, alimentó primero el discurso anti-establishment reaccionario del Tea Party y terminaría provocando un profundo malestar en el ala izquierda y las cohortes más jóvenes de su propia base electoral. La oleada transnacional de protestas de 2011-2012 ofrecería a este nuevo malestar progresista y juvenil el marco de inteligibilidad y oportunidad necesario para cristalizar en el movimiento Occupy Wall Street.
Ni siquiera en su epicentro neoyorquino o en otras grandes ciudades Occupy llegó nunca a ser un movimiento de masas. Pero en su interacción con otros movimientos -como las protestas contra los recortes en Wisconsin y otros estados en 2011, la huelga de maestros en Chicago en 2012 o las movilizaciones del sector de comida rápida entre 2012 y 2014- y con un ambiente intelectual crecientemente crítico -del que son representativos populares documentales como Capitalism, a love story (2009), Inside Job (2010) o Inequality for All (2013)-, sí logró poner en cuestión, más allá de los tradicionales bastiones de la izquierda intelectual y activista, el férreo dogmatismo económico neoliberal asumido por el establishment demócrata y buena parte de la intelectualidad progresista norteamericana durante los mandatos de Bill Clinton en la década de 1990. Como respuesta a la errática política migratoria de Obama, constantemente torpedeada en el legislativo por los republicanos, nació en 2010 el movimiento Dreamer de jóvenes indocumentados de origen latino y asiático, y frente a la escalada de violencia institucional y crímenes de odio contra la población afroamericana, que Obama ha deplorado pero no ha sido capaz de atajar, nació en 2013 el movimiento Black Lives Matter. Las revelaciones de los whistleblowers Chelsea Manning y Edward Snowden cuestionaron las políticas de defensa y seguridad de Obama y activaron un difuso pero influyente movimiento digital por los derechos civiles.
Ya desde su derrota frente a Obama en las primarias demócratas de 2008 se daba por segura la candidatura de Clinton en estas elecciones de 2016, inflexible en su determinación de convertirse en la primera presidenta de los Estados Unidos y con el respaldo casi unánime del establishment demócrata. Pero su cuestionable desempeño como secretaria de Estado y sobre todo este clima de descontento hacia el establishment demócrata y sus políticas neoliberales, auspiciado por los movimientos sociales pero cada vez más presente entre las bases del partido, abrió la ventana de oportunidad a una candidatura alternativa que pudiese disputarle por la izquierda y con posibilidades reales de éxito la nominación presidencial. A pesar de las expectativas de los demócratas progresistas, la senadora Elizabeth Warren, respetada defensora de los servicios públicos y los derechos sociales, declinó enfrentarse a Clinton. Fue entonces cuando Sanders, independiente en la bancada demócrata con dieciséis años de servicio en el Congreso y diez en el Senado en representación del pequeño y progresista estado de Vermont, único socialista declarado entre los 535 miembros de ambas cámaras, se decidió a disputar la nominación. Para sorpresa de casi todos, la alternativa socialdemócrata de Sanders movilizó a cientos de miles de activistas en todo el país, recibió 8 millones de contribuciones económicas particulares y 13 millones de votos y ganó las primarias en 23 estados, apoyado en arrolladoras mayorías entre los votantes más jóvenes.
En Filadelfia, Sanders ha respaldado la candidatura de Clinton y pedido a sus partidarios que le acompañen, pero está por ver que el establishment demócrata se avenga a ese acercamiento. Clinton dijo de los partidarios de Sanders: «les he escuchado, su causa es nuestra causa», pero los hechos no respaldan esa afirmación. La elección del senador y ex-gobernador de Virginia Tim Kaine como candidato a la vicepresidencia ha sido interpretada como una muestra de adhesión al establishment y guiño al electorado conservador. Wikileaks ha divulgado correos electrónicos que evidencian el juego sucio del aparato demócrata contra Sanders durante las primarias. En la misma convención, los simpatizantes de Sanders fueron reiteradamente presionados y ninguneados. La mayoría de los oradores principales se limitaron a insistir en los temas progresistas tradicionales, elogiar a Clinton y criticar a Trump, ignorando elementos centrales de la agenda del movimiento como el tratado comercial TPP o el fracking minero, muy incómodos para el establishment pero que condicionarán cientos de miles de votos en estados decisivos como Michigan, Ohio o Wisconsin. «Podríamos perder en noviembre», lamentaba Nomiki Konst, «porque Clinton está más preocupada por aplastar al movimiento que por ganar votos para derrotar a Trump».
Antes y sobre todo después de la convención de Cleveland, el establishment republicano está tratando con escaso éxito y creciente ansiedad de refrenar la desatada agresividad ideológica y retórica del candidato, que teme pudiera provocar una importante sangría de votos y cuadros conservadores moderados hacia el Partido Demócrata, relegando al Republicano a la marginalidad durante un largo ciclo político. Esos serían los votos que, sumados a su hegemonía entre el electorado progresista tradicional, femenino y de minorías, Clinton calcula que necesita para ganar las elecciones a Trump sin hacer las concesiones hacia la izquierda que el movimiento de Sanders le demanda. Pero este cálculo del establishment demócrata podría estar sobrevalorando la desafección del electorado republicano tradicional e infravalorando la capacidad de Trump para, en este momento populista de la historia política norteamericana, captar nuevos votantes en el vasto caladero de la abstención. De ser así, la obstinación de Clinton y el establishment demócrata por desmovilizar a la izquierda, sacrificar el voto juvenil y apostarlo todo al centro -la misma estrategia insensata y corta de miras que al otro lado del Atlántico está despedazando la Unión Europea y entregando a la ultraderecha chovinista y racista los gobiernos de ciudades, regiones y países enteros- podría llevar a Trump a la Casa Blanca.
Pero el movimiento, a pesar de la hostilidad del establishment, no parece dispuesto a desistir de su doble objetivo de derrotar a Donald Trump en las urnas y empujar hacia la izquierda al Partido Demócrata y a la nueva administración de Hillary Clinton. «Juntos», proclamó Sanders en su discurso a la convención de Filadelfia, «empezamos una revolución política para transformar los Estados Unidos, y esa revolución, nuestra revolución, continúa». Y así está sucediendo: toda una nueva generación de liderazgos progresistas vinculados al movimiento atrae la atención de los medios y el público; las direcciones demócratas de estados decisivos reclaman la ayuda de Sanders en campaña; candidatos del movimiento disputan con éxito primarias demócratas a todo tipo de cargos públicos en circunscripciones de todo el país. Y el 24 de agosto, más de 2.000 eventos en los cincuenta estados señalarán el nacimiento de Our Revolution, la mayor plataforma política progresista de la moderna historia norteamericana. Sea cual sea el resultado electoral del 8 de noviembre, el movimiento nacido de la campaña de Bernie Sanders parece destinado a jugar un papel determinante en el futuro político de una nación ya irreversiblemente transformada por la crisis terminal del neoliberalismo.
Fuente: http://www.lamarea.com/2016/08/19/8-noviembre-estados-unidos-hacia-las-urnas/