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Cronopiando

Estados Unidos necesita psiquiatras

Fuentes: Rebelión

Días atrás Rebelión presentaba una muy atinada exposición de Robert Jensen, profesor de periodismo de la universidad Texas, sobre el escaso juicio de la sociedad estadounidense, sus trastornos narcisistas y las secuelas que semejantes anomalías provocan. Y en apoyo a su bien documentada tesis, el autor recogía algunos puntuales ejemplos en las personas del propio […]

Días atrás Rebelión presentaba una muy atinada exposición de Robert Jensen, profesor de periodismo de la universidad Texas, sobre el escaso juicio de la sociedad estadounidense, sus trastornos narcisistas y las secuelas que semejantes anomalías provocan.
Y en apoyo a su bien documentada tesis, el autor recogía algunos puntuales ejemplos en las personas del propio presidente y otros altos funcionarios del gobierno, tanto en relación a sus palabras como a sus actos, y con el agravante de que siguen diciendo y haciendo los mismos trágicos dislates.
Cuando lo leí, recordé un estudio efectuado por la Conferencia de la Casa Blanca sobre Salud Mental publicado en 1999 y que recogía alrededor de 3 mil investigaciones, cuya conclusión no dejaba lugar a duda alguna: uno de cada cinco estadounidenses padecía trastornos mentales. Junto a ese dato, otro más llamó mi atención: las enfermedades mentales eran la segunda causa de muerte en Estados Unidos.
El estudio, al que por su origen parecía obligado conferirle cierto rigor, no aclaraba cuál era el índice de mortalidad que provocaban esos trastornos mentales fuera de los Estados Unidos, aunque la «locura» estadounidense, sospecho, debe ser, no la segunda, sino la principal causa de muerte, directa o indirectamente, en América Latina, Asia y Africa.
En cualquier caso, alarma saber que, según esos análisis efectuados por la propia Casa Blanca durante el gobierno de Bill Clinton, cuyos resultados, temo, se hayan agravado después de varios años con Bush al frente del gobierno, y a los que habría que sumar el certero diagnóstico psiquiátrico de Robert Jensen que publicara Rebelión, veinte de los cien senadores que, aproximadamente, tiene Estados Unidos padecen problemas mentales; y que 100 congresistas de los alrededor de 500 con que cuenta aquel parlamento están mal de la cabeza. Enfermos mentales a los que habría que sumar su 20 por ciento de militares orates, jueces enajenados, alcaldes lunáticos, embajadores idos, funcionarios chalados y banqueros vesánicos, en mayor o menor grado, para no mencionar la clase artística.
Dolencias mentales que casi siempre tienen su acomodo en el bolsillo y que, también explican el por qué de tantos niños pistoleros en las escuelas ametrallando maestros y compañeros; o el trastorno obsesivo-compulsivo que ha mantenido el bloqueo a Cuba durante más de 40 años; o los constantes errores y daños colaterales provocados por la esquizofrenia militar estadounidense y la demencial ambición de sus gobiernos.
El narcisismo estadounidense tiene en la ignorancia, entre otras consecuencias para aquella sociedad y el resto del mundo, una de sus más connotadas expresiones.
Esas encuestas que, generalmente, revelan lo que todo el mundo sabe y descubren lo que a nadie le importa, más de una vez han puesto en evidencia la supina ignorancia de la sociedad estadounidense sobre el resto del planeta.
Muchos ciudadanos de aquel país descubrieron la existencia de Vietnam el día en que sus aviones dejaron caer sobre el país asiático más bombas que todas las lanzadas en la segunda guerra mundial. A Iraq la encontraron en el mapa por los mismos motivos, los mismos que les sirvieron para distinguir a Panamá de Colombia, y que les situaron en Europa a la bombardeada Yugoeslavia.
Para el común ciudadano estadounidense, de Río Grande para abajo, no hay nada, sólo indígenas subdesarrollados sin otro afán en la vida que eludir sus controles y fronteras para poder disfrutar su genuino sabor americano. Por ello es que Argentina hace frontera con Portugal, que Nicaragua es la capital de Libia, y que los vascos, también llamados checoeslovascos, son una tribu del norte de Africa que no tiene petróleo.
Sus formularios verdes para quien se aventura a pasar por sus aeropuertos, son una patética demostración, de hasta qué punto son peligrosamente ingenuos y de hasta que grado consideran imbéciles al resto de los ciudadanos. Preguntas del tipo de: «¿Es usted narcotraficante? ¿Trae escondida droga en su maleta? ¿Se propone asesinar a nuestro presidente? ¿Colaboró con los nazis durante la segunda guerra mundial?» y cualquiera que haya pasado por la vergüenza de rellenar las casillas de ese formulario con un «sí» o un «no» sabe de que estoy hablando, son una palpable demostración de su mental torpeza. Y no lo digo tanto por los muchos hampones descubiertos en base a tan sofisticado procedimiento que, honestamente, dudo haya habido alguno, sino porque, en cualquier caso, esos formularios sólo se los aplican a los extranjeros que los visitan, no a los residentes, cuando, curiosamente, Estados Unidos tiene el récord del mundo de más presidentes asesinados a manos de sus propios ciudadanos. Quizás por ello no detectaron al condecorado militar estadounidense Mc Veigh y sus socios nazis antes de que volaran por los aires el edificio federal de Oklahoma provocando cientos de muertos y cuyo aniversario no goza del fervor del 11 de septiembre; o al surtido inventario de ciudadanos blancos de irreprochables apellidos y familias que diseminan ántrax o cartas-bomba o se suben a una azotea de Austin, por ejemplo, para disparar indiscriminadamente sobre la gente. Los mismos ciudadanos blancos de apellido anglosajón que descargan su frustración a tiros en una hamburguesería, o forman sectas religiosas y proceden a suicidarse en masa o a atrincherarse en Waco, es otro ejemplo, y morir matando.
Una sociedad que sostiene el mito de una justicia impecable sobre la base de que cualquier ciudadano puede demandar al ayuntamiento de su ciudad por haber resbalado en una cáscara de banana tirada en la calle, y que, sin embargo, 40 años después, sigue sosteniendo que el magnicidio de John F.Kennedy fue cometido por un hombre perturbado, que actuaba solo y al servicio de nadie, y que remite al año 2029 la desclasificación de algunos, que no todos, secretos documentos sobre el particular, 66 años más tarde de aquel crimen de Estado. La misma justicia que resolvió de idéntica forma, los expedientes por los asesinatos de Robert Kennedy o Martin Luther King, a manos de hombres perturbados que actuaban solos al servicio de nadie. La misma justicia que a Sam Bowres, uno de los jefes del Ku Kux Klan y acusado del asesinato del militante por los derechos civiles Vernon Dahamer, entre otros delitos, puso en libertad por «defectos de forma» en 1968 y que, apenas ahora, ya anciano, va a comparecer finalmente ante un magistrado. La misma justicia que puso en libertad sin cargos a J.Simpsom, famoso jugador de rugby, tras el asesinato de su esposa. La misma justicia que por «defectos de forma» puso en libertad al terrorista cubano Virgilio Paz Romero luego de que éste y otros cómplices volaran por los aires el vehículo en que se desplazaba por Washington, junto a la Casa Blanca, el ex ministro de Allende, Orlando Letelier y su secretaria, la estadounidense Moffitt. La misma justicia que protege al terrorista cubano Posada Carriles, responsable del asesinato de 73 personas, en 1976, al hacer estallar dos bombas en un avión comercial cubano.
Razón tiene Robert Jensen, como la propia Casa Blanca en su investigación sobre la salud mental de sus ciudadanos, cuando señalan, además de la ambición o la falta de escrúpulos, la enfermedad mental como causa de tantos atropellos y vejámenes.
Sólo así se explica que esa misma justicia pretenda erigirse en el único tribunal con derecho a enjuiciar a sus ciudadanos sin importar el país en que cometieran el delito, o un gobierno que pretenda una ley internacional de obligada aplicación en todo el mundo, excepto en su territorio.
El que una vendedora ambulante de helados en una pequeña ciudad de Estados Unidos fuese despedida de su trabajo y traducida a la justicia por no devolver los cambios a los niños que le compraban helados, o el que un ciudadano de Milwauke haya ganado una demanda a una compañía cigarrillera por haber contraído cáncer, sólo son tontas y folclóricas muestras del mito de la justicia en ese país. El mito que no alcanza, sin embargo, para sancionar y evitar la discriminación racial, sexual o de clase; para evitar la vulneración de los derechos humanos en otros países y el atropello a otros sistemas judiciales; que faculta operaciones encubiertas, incluyendo secuestros, asesinatos y campos de concentración, como Guantánamo, peores que los de los nazis; que justifica la tortura en cualquiera de sus formas; y que tolera y alienta el espionaje hasta de sus propios ciudadanos a los que oye sus conversaciones privadas por teléfono y revisa su correo postal o por internet.
Sólo así se explica que una sociedad que practica, como ninguna, la pena capital frente a condenados que han esperado, como en el caso de Karla Fayer, 15 años en el corredor de la muerte antes de ser conducida a la silla eléctrica, que no ha tenido inconveniente alguno en ejecutar a menores de edad, a retrasados mentales, en aras de esa pulcritud de la que se dice abanderada, llegue al colmo de la desfachatez negando a un condenado a la silla eléctrica su último deseo: fumarse un cigarrillo, porque fumar es perjudicial para la salud.
No son economistas lo que necesita Estados Unidos, el país más endeudado del planeta, que puedan establecer cambios estructurales capaces de mejorar la situación y devolver las esperanzas de una vida mejor a millones de estadounidenses que viven de manera miserable, sin empleo, sin futuro.
No son sociólogos lo que necesita Estados Unidos, que puedan ayudar a la población a identificar sus problemas, a reconocer sus causas, a buscarles solución.
No son educadores lo que necesita Estados Unidos, que puedan contribuir a sacar del analfabetismo funcional a 200 millones de personas que, tal vez puedan leer, escribir incluso, pero carecen de la facultad de pensar porque se les ha amputado el juicio, la criticidad.
Son, sobre todo, psiquiatras lo que necesita Estados Unidos, enormes contingentes de psiquiatras para que, desde el presidente hasta el último ciudadano, puedan mejorar su salud mental, la misma que reconocen estar perdiendo. Y muy especialmente para sobreponerse a los tiempos que vendrán cuando el resto del mundo que no cabe en sus mapas, recupere su lugar y los ponga a ellos en su sitio.
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