Apreciado príncipe Pandar Embajada de la República de Arabia Saudita Le ajunto mi solicitud de ayuda exterior para que su gobierno auxilie a los ciudadanos olvidados de mi país. Aquí hay mucha gente extremadamente pobre y no disponemos de una atención sanitaria adecuada. Gracias a los generosos médicos del mundo árabe que trabajan aquí, tenemos […]
Apreciado príncipe Pandar
Embajada de la República de Arabia Saudita
Le ajunto mi solicitud de ayuda exterior para que su gobierno auxilie a los ciudadanos olvidados de mi país. Aquí hay mucha gente extremadamente pobre y no disponemos de una atención sanitaria adecuada. Gracias a los generosos médicos del mundo árabe que trabajan aquí, tenemos algo de esperanza. Pero por desgracia nuestro gobierno está muy ocupado equilibrando el presupuesto y ya no atiende a las necesidades de su pueblo. Sé que parece una locura -un país tremendamente rico y todas esas cosas- ¡pero así somos nosotros! ¡Una sarta de locos!
Gracias por su tiempo. Un cheque por valor de 50.000 dólares será una gran ayuda.
Sinceramente, …..
La anterior podría ser una carta desesperada de algún funcionario gubernamental local agobiado por una catástrofe recién ocurrida y ante la que no sabe qué hacer. Pero no; está firmada por un conocido realizador cinematográfico estadounidense: Michael Moore. Por supuesto que tiene un talante provocativo, mordaz. Seguramente nunca habrá esperado que desde la embajada saudita enviaran el cheque solicitado; pero lo que sin dudas buscaba era otra cosa: denunciar que la primera potencia económica del mundo tiene una faceta oscura. Más que oscura: patética, trágica. El capitalismo super desarrollado, más allá de su american dream publicitado hasta el hartazgo como ejemplo de su punto máximo de evolución, sigue siendo estructuralmente un desastre. Por más que quiera -y por cierto no lo quiere- no puede terminar con las inequidades sociales.
El capitalismo, y Estados Unidos lo muestra fehacientemente, pese a generar una riqueza desbordante, sigue produciendo pobreza. Pese a los 12.500 dólares por segundo que el país destina a gastos militares no termina con el hambre, la miseria, el analfabetismo, la exclusión social.
¿Es acaso la primera potencia mundial un «país tercermundista»? ¿Qué significa ser eso? Rápidamente dicho: un país donde hay una pobre productividad industrial, que depende de los centros de poder centrales (Estados Unidos, Europa, Japón), y con enormes brechas en el reparto de la riqueza entre sus clases ricas y pobres. Pues bien: aunque en Estados Unidos hay un producto bruto superior a los 11 billones de dólares anuales -por lejos, el más grande del mundo- y su dinámica pone el ritmo a todo el resto del planeta, la composición social es similar o peor a los puntos más «atrasados» del globo. «La capital de la nación es de por sí un país del Tercer Mundo. Además de contar con el índice de delitos violentos más alto del país y el mayor número de residentes viviendo de ayudas estatales, también posee la tasa de mortalidad infantil más alta de la nación. En la capital mueren más bebés per capita que en La Habana, Cuba», denuncia acremente Michael Moore.
Y si quisiéramos equipar -maliciosamente, claro- «Tercer Mundo» con países corruptos, gobernados por sátrapas antidemocráticos, Estados Unidos ofrece sin dudas el mejor ejemplo: en sus dos últimas elecciones presidenciales brilló el más bochornoso fraude, aunque venda luego el mito de la transparencia y la libertad.
Según datos de la Oficina del Censo de los Estados Unidos, en 1995 había en el país 36,5 millones de personas considerados pobres. Se consideran «pobres» las personas que viven debajo de la línea de la pobreza, establecida en un ingreso de 13.000 dólares anuales para una familia de cuatro personas, lo cual representa el 13,8% de la población censada, es decir: el 10,8% de las familias. La tendencia de estos últimos años fue seguir acrecentando la pobreza; y no sólo eso: fue acrecentar las diferencias sociales. La tasa de pobreza está hoy en su nivel más alto, y en ascenso, dejando muy en el olvido el 10% -su punto más bajo- que llegó a tener en los años 60 durante la presidencia de John Kennedy y su sucesor Lyndon Jonson.
Mientras los sectores más acomodados de la sociedad no dejan de aumentar sus ganancias (hoy día el 5% más rico se lleva el 22% de la renta nacional y el 20% más pobre sólo el 4%), incluso mientras los trabajadores más calificados y con mayores ingresos disfrutan una constante mejora, los trabajadores más pobres pierden terreno. Igual que en cualquier país tercermundista, los sectores más desfavorecidos ven cada vez más imposible el ascenso social; y los más prósperos no dejan de crecer.
Se puede considerar que la creciente pobreza en Estados Unidos se asienta básicamente en grupos marginados desde siempre: los negros, los latinos, las comunidades indígenas originarias. Ello es cierto en parte. Si bien es real que los prejuicios raciales siguen condenando a la pobreza a millones de sus habitantes (hay 1.432 presos por cada 100.000 ciudadanos negros, mientras que sólo 203 blancos por cada 100.000 habitantes de este color), la nueva cara de la exclusión que vive el «sueño americano» golpea a trabajadores blancos.
En su agudo estudio «El desafío americano», el francés Shervan Schreiber considera que: «El batallón de los pobres no se nutre sólo de los emigrantes y de los hijos de las madres solteras. Muchos vienen de las capas de menores ingresos de la clase media que cada vez se están empobreciendo más. El proceso de deterioro de la distribución de la renta y la riqueza desde el punto de mira de la gran clase media americana es uno de los factores dinámicos que genera la pobreza en el país. Esto es uno de los costos esenciales del «modelo americano».
En otros términos: la pobreza que genera el capitalismo ultra desarrollado en su fase neoliberal con su reingeniería empresarial, la nueva economía global basada en la tecnología de punta y el traslado de fábricas a países con menores salarios, va dejando en la calle o pagando sueldos cada vez más bajos también a trabajadores blancos en el seno mismo de su principal potencia. No es que los nuevos pobres del paraíso estadounidense sean marginados históricos; por el contrario, los va creando la nueva estructura del capital global, que beneficia sólo a grandes empresas y a muy pocos ciudadanos.
Es la creciente precarización en las condiciones de trabajo lo que no deja de crear nuevos pobres, más allá de los negros y los inmigrantes latinoamericanos, desde siempre condenados a la marginalidad en barrios miserables y peligrosos o en malas condiciones en zonas rurales. Según datos aportados por el Ministerio de Trabajo puede constatarse que sólo el 35% de los trabajadores que pierde un empleo encuentra otro igual o mejor pagado que el anterior, mientras que el 65% restante tiene que contentare con ganar menos trabajando más, y frecuentemente en otra localidad lejos de su ciudad de origen.
Como bien lo dice Luis de Sebastián en su ensayo «La pobreza en Estados Unidos»: « La sociedad americana va derivando hacia lo que se ha llamado una «economía de apartheid», en que unos pocos, el 20% de mayores ingresos, continúa acumulando la prodigiosa riqueza que se crea con las nuevas tecnologías y los nuevos sistemas de trabajo y de organización de empresas, mientras el resto ve estancarse sus ingresos o se hunden en las pantanos de la pobreza. La sociedad americana tiende así a una sociedad dual, como fue la de Sudáfrica, más conflictiva, donde los gastos en seguridad y represión serán cada vez mayores y el disfrute de la riqueza más lleno de sobresaltos».
Contribuye grandemente a esta marginación de los nuevos pobres la ideología reinante en el país: la pobreza es vista como indecente, producto de la falta de empeño personal.
En una sociedad basada en el hiper consumo, donde los galardones más importantes no son el linaje ni la «sangre azul» sino la posesión de bienes materiales, donde lo que hace la diferencia entre unos y otros es el límite que otorga la tarjeta de crédito, la ideología reinante -nada solidaria por cierto- hace ver a los pobres como «perdedores». Los «triunfadores» que exige el sistema son los que siguen los modelos del «éxito» consumista, los que «trabajan duro para salir adelante»; por tanto los pobres son vistos como aquellos que no han tenido la «voluntad de superarse». En esta sociedad marcada por los patrones del blanco «exitoso» ser pobre es un estigma, tanto o más que ser negro, indio o hispano.
Igualmente, dada esta falta de solidaridad social que impone un sistema individualista y ultra competitivo, ser pobre es siempre sinónimo de ser «sospechoso». Y peor aún: «parásito». En la conciencia media -inducida, desde ya, por los factores de poder- la pobreza se asocia con lo acomodaticio, con el parasitismo de quienes quieren vivir de la beneficencia pública. El catecismo capitalista enseña que «se es pobre porque no se quiere trabajar, y encima se quiere aprovechar del Estado».
Hasta ahora este círculo vicioso se cerraba perfectamente uniendo pobres con marginales históricos en la sociedad estadounidense: negros, inmigrantes, comunidades aborígenes. Pero ahora, con la actual recomposición del capitalismo, con la reingeniería neoliberal que excluye capas cada vez mayores de población, también las clases medias blancas se ven arrojadas a la pobreza. ¿Será eso el inicio de una tercermundialización del país más rico del planeta? ¿Vamos hacia un Estados Unidos tajantemente dividido en dos mundos, separados por fortalezas amuralladas, entre «integrados» al sistema y «población sobrante»? ¿Será el comienzo del fin del gran imperio? ¿O será, en todo caso, un preámbulo que marca que el socialismo también ahí es posible?