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Estados Unidos vive de la guerra… de los otros

Fuentes: Rebelión

«La versión norteamericana de la colonia es la base militar». Chalmers Johnson.

Lo que se consume hay que pagarlo. Verdad trivial, sin dudas, pero incuestionable. Si queremos decirlo de otra manera, quizá en términos económicos dando por supuesta una estructura monetaria: «nada es gratis». O, en términos más coloquiales: nada viene del aire.

Estados Unidos, que durante todo el siglo XX marcó el ritmo de la economía mundial constituyéndose en la potencia dominante con la mayor cuota de poder que sociedad alguna haya tenido en toda la historia, fue construyendo un modelo cultural inviable, monstruoso, francamente descabellado: el hiper consumo. La apología del consumo se entronizó en su cotidianeidad pasando a ser, por lejos, la nueva deidad a cuyo alrededor se construyó toda la vida. Consumismo hedonista, consumismo por el puro placer de consumir: figura rayana en lo psicótico que no tiene perspectiva, que se cierra sola, que se termina autofagocitando. La actual catástrofe medioambiental es su consecuencia directa.

Sólo para graficarlo con un ejemplo: mientras el consumo de agua necesario para una vida equilibrada es de 25 litros diarios por persona, término medio, contra el litro diario que consume un africano un ciudadano estadounidense utiliza… ¡100! Si se le preguntara a ese ciudadano común (digamos: Homero Simpson, prototipo del hombre medio del país) el por qué de ese desmedido consumo, no tendría respuesta. Levantando los hombros con desdén diría simplemente que porque «así es…», y punto.

Así se edificó Estados Unidos: consumiendo, produciendo y consumiendo sin desmayo. Consumiendo más de lo necesario, creando continuamente nuevas necesidades. «Lo que hace grande a este país -pudo llegar a decir el gerente de la agencia publicitaria BBDO, estadounidense y una de las más grandes del mundo- es la creación de necesidades y deseos, la creación de la insatisfacción por lo viejo y fuera de moda». Consumir sin límites…, pero llega un momento que eso topa con los límites: ¡hay que pagar lo que se consume! Valen entonces las palabras iniciales: «nada es gratis». ¿Quién va a pagar ese hiper consumo desmedido de la sociedad estadounidense? Su población representa menos del 5% de la población mundial, pero consume alrededor del 25% de la producción de todo el planeta. Así como sucede con el ejemplo del agua dulce, así sucede con cualquier rubro. Eso es inviable, tanto en términos de sostenibilidad física (los recursos se agotan) como de posibilidades económicas: alguien tiene que pagar todo ese esfuerzo productivo. Y sucede que los estadounidenses no lo están pagando. ¿Quién lo va a pagar entonces?

Estados Unidos aún es la economía más fuerte del planeta y dos terceras partes de las reservas financieras mundiales están hechas todavía en dólares, contra un cuarto acuñadas en euros, lo cual significa que desde Washington todavía se impone el ritmo mundial. Pero esto está cambiando. El pasivo que mantiene el país es técnicamente cada vez más impagable; tanto la deuda familiar (cada persona adulta tiene un promedio de 5 tarjetas de crédito y una deuda de 7.000 dólares) como el déficit del Estado. Estados Unidos, como potencia, no está derrotada, en absoluto. Pero ha iniciado un ciclo de regresión, de no expansión como proyecto de unidad nacional, con indicadores macroeconómicos que muestran insostenibilidad en el largo plazo. Ante ese déficit fiscal impagable, ante ese nivel de consumo irreal (se gasta mucho más de lo que se produce), su actual grandeza depende de la guerra, que es siempre una salida -monstruosa- ante las crisis (viejo recurso de todos los imperios). Pero esto es un elemento definitorio: no hay economía sana que pueda estar eternamente en dependencia de la guerra. Eso, tarde o temprano, cae.

Y en Estados Unidos, ya empezó la caída.

La economía de los seres humanos se basa en la producción de bienes y servicios necesarios para la vida; muchos de estos son inventados, prefabricados («creación de necesidades y deseos» nos decía el publicista). Buena parte de las guerras actuales que tienen que ver con Estados Unidos, esta nefasta industria de la muerte, aunque parezca patético, trágico, inhumano, aborrecible y toda la larga cohorte de etcéteras condenatorios que quiera agregarse, eso está entre las «necesidades creadas» de la actual economía estadounidense. ¿Por qué? Porque la gran potencia, expresión máxima del sistema capitalista, está agotada. Más aún: el sistema económico mismo da señales de ir estando agotado, por eso cada vez más apela a estos recursos bestiales para sobrevivir. La industria de la muerte (la fabricación de armas y de guerras, el manejo de la producción y distribución de drogas ilegales, la destrucción bélica de países para su posterior reconstrucción…), todo eso pasó a ser el sector más dinámico de la economía mundial; es, dicho de otra manera, una tabla de salvación. Estados Unidos y el capitalismo desarrollado necesitan guerras.

Si a principios del siglo XX el presidente de Estados Unidos Calvin Coolidge podía decir que el negocio de su país consistía en «hacer negocios», hoy eso se ha trocado en «hacer negocios con la guerra». Que los otros se peleen, y ahí estamos nosotros para venderles armas. ¡Viva la guerra! El negocio de la muerte cada vez más va entronizándose como el ámbito que más crece, que más ganancias da. Y junto a ello, todo lo que se relaciona con la muerte. A título de ejemplo: en estos últimos 35 años el negocio de las drogas ilegales dentro del territorio estadounidense (otro negocio de la muerte) creció de un promedio de 17 a 400 toneladas, es decir: un 2.353%, lo que da como resultado un 67% de crecimiento anual (índice que ningún otro rubro comercial siquiera sueña con alcanzar).

El negocio de la muerte rinde mucho, sin dudas (25.000 dólares por segundo). Y para eso, cada vez más en forma creciente, se han ido entretejiendo poderosas telarañas de relaciones entre los fabricantes de armas y los fabricantes de guerras. Es decir: la gran industria productora de tecnología militar se apoya en un entramado de políticos de derecha, pensadores e ideólogos conservadores que justifican las guerras (los think tanks) y medios de comunicación absolutamente tendenciosos que crean las condiciones para que las mismas sean posibles. Así, de esa manera, la tan ansiada «paz» que se proclamó terminada la Segunda Guerra Mundial en 1945 y para la que se creó la Organización de Naciones Unidas, parece muy pero muy lejos de alcanzarse. La guerra es negocio. Y… business are business.

Que haya guerras (más de 20 frentes de combate abiertos en la actualidad), que se compren (¡y usen!) armas por doquier (un muerto por minuto a escala planetaria como consecuencia de una detonación de algún arma de fuego), que se viva un clima de zozobra, de histeria colectiva por los nuevos fantasmas que nos atacan (¡el «sanguinario» terrorismo islámico!, ¡el narcotráfico!, el crimen organizado desbocado, etc.) -climas prefabricados, por supuesto-, todo eso es funcional a esa gran industria que, hoy por hoy, es pieza fundamental de la economía estadounidense. Dato patético: en Latinoamérica uno de los rubros comerciales que viene creciendo más aceleradamente en estos últimos 20 años es el negocio de las empresas de seguridad. Y eso -ahí está lo conmovedor-, lejos de asegurar la seguridad de la población, el clima de paz y concordia, no disipa el clima de violencia creciente que se va viviendo (muchos de esos países atraviesan epidemias de violencia con índices de criminalidad por arriba de los 20, 30 y 40 muertes anuales por 100.000 habitantes, cuando lo esperable sería no superar los 5 muertos). ¿Será que se necesitan estos climas hostiles? ¿Quién hará los business en ese caso?

Alrededor de dos terceras partes de todas las armas exportadas en el mundo provienen de la industria de Estados Unidos. Business are business. Y sus propias fuerzas armadas consumen hoy casi la mitad de todos los gastos militares del mundo; gastos, por supuesto, que, pagados en dólares, van a parar como ganancias a las cuentas de ese gran complejo militar-industrial que no dejó nunca de crecer, ni siquiera habiéndose terminado la Guerra Fría. Dicho sea de paso, esos gastos militares representan casi una cuarta parte del presupuesto federal total de la nación. ¿Quién paga todo eso?

Ese fabuloso complejo militar-industrial-mediático-ideológico sabe lo que hace. Dicho conglomerado fue la espina dorsal de la rehabilitación económica de los Estados Unidos luego de la depresión de los años 30 del siglo pasado, y también fue pieza clave de su larga prosperidad de postguerra. Hoy continúa siendo el motor de la economía, moviendo impresionante cantidad de recursos, creando puestos de trabajo y manteniendo activa la capacidad investigativa y creativa de la vanguardia científico-técnica del país.

Toda esta monumental maquinaria bélica decide la política y la cultura de Estados Unidos, tanto en lo doméstico como en su proyección internacional. Hoy por hoy su poderío se basa en las guerras, siempre de los otros, nunca en su propio territorio. En todo sentido la guerra es su eje: su economía doméstica está alimentada en un alto porcentaje por la industria de guerra y su hegemonía planetaria (apropiación de materias primas e imposición de reglas de juego económicas y políticas a escala global con el primado del dólar) también depende de ellas. Hoy día Washington necesita de las guerras, el país entero necesita de ellas para continuar viviendo. Sin las guerras, la potencia no sería potencia. Es más: sin las guerras no podría siquiera mantenerse. ¿Cómo haría, por ejemplo, para mantener ese hiperconsumo de agua dulce por ejemplo, si sus reservas están por agotarse y no se asegurase otras nuevas por medio de la fuerza? Ahí están los boys entonces, siempre listos para defender la «libertad» y la «democracia» en el mundo. Por cierto, y para graficarlo, una de las bases militares más grandes de que dispone en Latinoamérica se halla en la triple frontera argentino-brasileño-paraguaya, donde «casualmente» se ubica el Acuífero Guaraní, la segunda reserva subterránea de agua dulce más grande del mundo. Por supuesto, la justificación para la creación de ese destacamento militar es muy otra: ¡la presencia de fanáticos musulmanes y escuelas coránicas de Al Qaeda en la zona! (Bueno…, además de imponerse con la fuerza bruta, parece que también nos toman por estúpidos).

A propósito, valga decir que oficialmente Estados Unidos posee 737 bases en todo el orbe, con un valor total de 127.000 millones de dólares cubriendo casi 2.800 kilómetros cuadrados en alrededor de 130 países. Evidentemente las armas no son sólo para ir de cacería…

La estrategia en curso de los sectores más conservadores y ligados a este complejo militar-industrial-mediático con el que las grandes corporaciones dominan la política de la Casa Blanca -y por tanto el mundo- consiste en desplegar fuerzas ofensivas infinitamente superiores a todos sus contrincantes (de hecho, en la actualidad, las fuerzas armadas estadounidenses tienen un poder de fuego similar a la suma de todo el resto del mundo) y promover guerras preventivas como parte definitoria de la iniciativa. A través de ellas (con la excusa que sea, por supuesto) Washington se asegura: 1) recursos vitales (energéticos, agua dulce, minerales estratégicos, biodiversidad para la industria transgénica), 2) posicionamiento militar cada vez más amplio en todo el orbe con lo que seguir controlando, 3) movimiento en su economía interna con una formidable industria bélica que no se detiene, y 4) otros negocios (venta de armas a terceros, y destrucción de países para reconstruirlos por medio de leoninos contratos). Complementando este sensacional business encontramos la promoción de un consumo irracional de armas por cantidades inconmensurables de gobiernos que son forzados a armarse hasta los dientes en consonancia con ese clima bélico que lo inunda todo. ¿Necesitan acaso las naciones pobres del Sur renovar sus flotas de tanques de guerra cada tanto? ¿Se termina el problema del narcotráfico con toda la tecnología militar que compran continuamente los países productores de sustancias básicas? ¿Por alguna remota casualidad despunta la paz por algún lado pese a esta parafernalia monumental de armas que no cesa de crecer? ¿A quién ayuda verdaderamente todo esto?

El negocio de la guerra, en definitiva, mantiene con vida la economía nacional estadounidense. Y en ese proyecto queda ya más que claro que no se trata de qué administración está de turno, si demócratas o republicanos (otras opciones no hay). Aparentemente los republicanos son más funcionales a los proyectos de ultra derecha militarista, pero la experiencia de estos años muestra que el ¡Premio Nobel de la Paz! Barack Obama, demócrata, y todo su gobierno, no pueden despegarse de una línea ya trazada: la economía de guerra ha llegado para quedarse en este capitalismo en decadencia que representa Estados Unidos manejado por los halcones fundamentalistas.

El nuevo presidente, más allá de las honestas expectativas de cambio que pudo generar en su momento, terminó ampliando las guerras de Afganistán y Pakistán, al par que enviaba al Congreso un presupuesto con gastos militares siempre en expansión, mayor que el de su antecesor, un guerrerista declarado. Pero ese recurso de salvamento tiene sus bemoles. Las economías de guerra, si bien pueden ser un tubo de oxígeno que refresca por un tiempo, no permiten construir una sociedad sana, por la sencilla razón que toda esa maquinaria de muerte se ha tornado impagable. Y, como decíamos al principio, alguien debe responsabilizarse de los gastos. El matón del barrio puede vivir asustando a todos, pero si está insolvente, ¿cómo hace para sobrevivir? El chantaje, las presiones, la actitud mafiosa todo eso tiene límites. El crédito alguna vez se agota.

Como acertadamente lo dijo el brasileño Luiz Alberto Moniz Bandeira, «el incomparable poderío militar de los Estados Unidos tiene límites económicos. Irresponsabilidad fiscal, descontrol de los gastos públicos, altos déficit presupuestales, continuo déficit en la balanza comercial, elevado endeudamiento externo, corrupción inherente al conjuro entre industria bélica y el Pentágono, representado por el complejo industrial-militar, recesión -factores similares a los que produjeron la crisis de Grecia- representan la mayor amenaza y pueden derrotar a la superpotencia».

En definitiva: la industria de la muerte no puede conducir sino a la muerte. Muerte para la potencia americana como gran centro de poder por su endeudamiento sin salida, muerte para la humanidad toda si se pone en marcha el aparataje bélico instalado: si se disparase el potencial atómico hoy día disponible en el mundo, la onda expansiva llegaría hasta Plutón. Más allá de la ¿proeza? tecnológica que esto último pudiera representar, ¿de qué nos sirve a los mortales de a pie?

Los muertos y mutilados los sigue poniendo el pobrerío de todo el mundo, del Sur fundamentalmente, mientras los dólares quedan en las grandes firmas con sus cuentas en el Norte o en paraísos fiscales. ¿No es hora de ir cambiando eso de una buena vez?

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.