Los tres presidentes con mayor responsabilidad en que la deuda nacional de Estados Unidos haya sobrepasado la línea roja del desastre son -lo hemos dicho ya- Ronald Reagan, George H. Bush y George W. Bush; como si dijéramos: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Esta trinidad non sancta es responsable de cerca de […]
Los tres presidentes con mayor responsabilidad en que la deuda nacional de Estados Unidos haya sobrepasado la línea roja del desastre son -lo hemos dicho ya- Ronald Reagan, George H. Bush y George W. Bush; como si dijéramos: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Esta trinidad non sancta es responsable de cerca de 8 de los 10 trillones a que asciende actualmente la deuda.
Lo más lamentable es que parte sustancial de ella no tuvo su origen en el desarrollo de obras de infraestructura ni de los servicios de salud y educación, ni de otro aspecto positivo de la economía, sino en los recortes de impuestos a los ricos, sin que se vieran por parte alguna los supuestos beneficios de esta medida anunciados por las teorías neo-conservadoras.
Otra parte no menos importante de la deuda fue creada por inflados presupuestos militares, aventuras intervencionistas, y por la injusta, costosa y prolongada guerra de Irak. A pesar de la complejidad de las modernas teorías económicas, aún conservan su valor principios básicos simples que nos pueden servir de orientación. Por ejemplo, si determinada cantidad de recursos humanos y materiales los empleamos en fabricar tanques de guerra, habremos construido máquinas de acero que sólo sirven para destruir y matar y que, en muy poco tiempo, no serán más que toneladas de chatarra; sin embargo, si esos mismos recursos los utilizamos en construir tractores para labores agrícolas, podremos alimentar con ellos a miles de personas durante decenas de años. ¿Qué es mejor entonces para la economía, construir tanques de guerra o construir tractores?.
Thomas Jefferson señaló en cierta ocasión a James Madison que pasar una deuda a las generaciones por venir era «estafar al futuro» («swindling futurity»). Solamente teniendo en cuenta la deuda nacional, cada niño de los Estados Unidos viene al mundo debiendo ya 32,700 dólares y esta cifra continúa creciendo. No es la única, por otra parte. El mismo descontrol, corrupción y despilfarro ha tenido lugar en todos los niveles de gobierno. Deudas estatales y locales son, a su nivel, con frecuencia tan alarmantes como la deuda nacional, a pesar de las leyes que obligan a balancear los presupuestos.
Existen además, las deudas personales. ¡Sin crédito no hay sueño americano!. Sólo el 2 % de las familias estadounidenses no tienen que pagar hipotecas sobre sus casas (aunque las pierden cuando no pueden cubrir el seguro y los impuestos). Es decir, en éste, el país de la propiedad privada por antonomasia, el 98 % de los ciudadanos no son verdaderos dueños del techo que los cubre y tampoco, por cierto, del auto en que se mueven. Al igual que en las sagas medievales, en los tiempos modernos la población tiene que pagar tributo a los dragones, en este caso a los monstruos financieros. Mediante los intereses de las tarjetas y otras formas de crédito se produce una transferencia neta y continua de riqueza de las clases media y trabajadora a los banqueros y especuladores -garroteros en esmoquin de Wall Street-. «Colosales ladrones» les llamó José Martí.
Desde que la deuda nacional comenzó su crecimiento exponencial bajo gobiernos republicanos de ultraderecha, el sentido común le grita al oído a cada ciudadano norteamericano que la nación se hunde si no se reducen los gastos y su aumentan los ingresos. Sin embargo, nunca el Congreso ha tomado este camino para dar solución a los déficits presupuestarios que generan la deuda. Siempre, ha preferido realizar cambios de procedimiento que no tocan la raíz de los problemas. Por ejemplo, la respuesta a los déficits de los años setentas y ochentas fueron la Ley de Presupuestos de 1974 (Congressional Budget Act) y la Ley Gramm-Rudman-Hollings de 1985 (Balanced Budget and Emergency Deficit Control Act) respectivamente.
Cualquier solución que implique un aumento de los impuestos a la clase media o a la clase obrera es sumamente impopular porque en ambos casos se ha llegado al límite de las posibilidades de pago (o, como dirían los economistas: se ha sobrepasado el punto m en la curva de Laffer). Por otra parte, aumentar la carga fiscal al 5 % más rico de la población -lo cual sería más justo y productivo- se da de cabeza contro uno de los pilares básicos del sistema capitalista: la desigual e injusta distribución de la riqueza.
Disminuir los egresos tropieza igualmente con los pilares del sistema. No es posible, en las actuales circunstancias, tomar medidas fiscales que afecten las prioridades establecidas por los políticos guerreristas y por el complejo militar-industrial. Lo mismo puede decirse con respecto a todos los poderosos intereses especiales que actúan a través de sus cabilderos («lobbysts») en el Congreso. Estos tienen hoy más influencia que nunca debido al exorbitante crecimiento del costo de la elección o reelección para un asiento en el Congreso. Quien no disponga de unos cuantos millones de dólares para impulsar su campaña electoral no tiene posibilidad alguna de obtener una victoria en las urnas. Por consiguiente, las contribuciones económicas de los intereses especiales son imprescindibles para el aspirante. No es de extrañar, por tanto, que se produzca con frecuencia una estrecha vinculación entre las contribuciones recibidas por el congresista y su record de votación en el Congreso.
Un vicio muy extendido es la legislación llamada «pork barrel» («barril de puerco») en el argot del Congreso. Se trata de asignaciones de fondos para la ejecución, en los distritos de los congresistas, de proyectos que poco o nada tienen que ver con el interés nacional pero que benefician a contribuyentes a sus campañas y ayudan al legislador a reelegirse. La expresión alude a la antigua costumbre, frecuente entre los amos, de entregar barriles de carne salada de puerco a los esclavos para verlos competir frenéticamente entre sí por conseguir un pedazo, y se compara con la avidez de los legisladores por obtener dinero del fisco para sus objetivos particulares. Proyectos a veces descabellados se aprueban fácilmente mediante el «log-rolling», otro término del argot del Congreso que puede describirse simplemente de este modo: «Apruebo los proyectos (‘pork barrels’) de ustedes si ustedes aprueban el mío». Estos proyectos, que inflan el presupuesto, se aprueban generalmente como «perchas» de leyes importantes y forman parte de la estructura corrupta del poder legislativo.
Otra posible medida para la reducción de los déficits del presupuesto -tentación permanente de los gobiernos neo-conservadores-, es la eliminación o recorte de los programas de asistencia social. Sin embargo, no se han atrevido a ir más allá de ciertos límites porque, en un país con creciente desempleo, 45.7 millones de personas sin seguro médico, 3.5 millones de «homeless» (personas sin hogar), 39 % niños, y donde los pobres son cada vez más pobres, sería una medida contraproducente y peligrosa.
Lo peor de todo es que no se observa por parte alguna la voluntad política necesaria para revertir la situación. Esto se debe a que se ha traspasado el punto de no retorno y no vale ya enfrentar la crisis con simples medidas reformistas. Sin profundos cambios estructurales no es posible hallar solución duradera ni a la deuda ni a los demás aspectos de la crisis financiera. Sin cambios revolucionarios, la única salida, provisional e insegura, será hipotecar otra vez (¿última?) el porvenir, transferir el problema a nuestros hijos y a nuestros nietos o, como diría Jefferson, estafar al futuro.