Una de las cosas que más sorprenden al viajero que llega a las costas de California son unas señales triangulares que hay en las autopistas cercanas a la frontera con la silueta en negro de una familia corriendo. La señales avisan a los apresurados conductores de la presencia de inmigrantes indocumentados cruzando la vía y […]
Una de las cosas que más sorprenden al viajero que llega a las costas de California son unas señales triangulares que hay en las autopistas cercanas a la frontera con la silueta en negro de una familia corriendo. La señales avisan a los apresurados conductores de la presencia de inmigrantes indocumentados cruzando la vía y son tan populares que en los barrios de playa se venden camisetas estampadas con la peculiar señal. Alguien podría argumentar que estas señales son puramente denotativas, que no implican ningún juicio de valor. Después de todo en las carreteras de montaña se encuentra la misma señal con un oso, un ciervo saltando, rocas a punto de caer, mientras que en las carreteras de playa se puede incluso ver a un surfero con su tabla y todo. Alguien podría decir, entonces, que no hay que rajarse las vestiduras, porque estas señales simplemente avisan de lo que hay en la carretera -piedras, surferos, osos, inmigrantes indocumentados–, son signos puramente deícticos, señalan sin juzgar.
Sin embargo, de lo puramente denotativo hay que sospechar como del apoliticismo, la objetividad y la neutralidad. No es lo mismo cruzar la carretera en busca de la mejor ola para surfear, que cruzar la frontera huyendo de tu país en busca de trabajo para no morirte de hambre. En el momento que dotamos de contenido a estas señales se hace evidente que, en el caso de los inmigrantes, se trata de una forma de violencia epistémica. Por violencia epistémica entiendo una forma de violencia que acontece en la representación, en los espacios simbólicos, pero que tiene consecuencias materiales palpables para los grupos implicados, puesto que los excluye de la pertenencia a la comunidad, los transforma en objetos deshumanizados y por lo tanto justifica la violencia racista.
Si no me creen, escuchen cuál es la última moda en disfraces para este Halloween . La compañía Hollywood Toys and Costumes ha puesto en el mercado este otoño un disfraz de «inmigrante ilegal» que hasta hace poco podía comprarse en Amazon.com y en la mayoría de las grandes superficies norteamericanas. El disfraz se compone de un overol naranja, exactamente igual que el que llevan los condenados a muerte y los reclusos, una máscara de extraterrestre que en algunos casos lleva unos largos bigotes zapatistas y una gorra de béisbol. Por si quedara alguna duda, el modelo de la compañía porta en la mano además una tarjeta verde de residente. Cualquier ilusión de neutralidad deíctica queda hecha pedazos, se trata de marcar al otro como criminal, como alguien que ni siquiera pertenece a la raza humana y al que, por lo tanto, se puede no sólo despojar de sus derechos, sino también alguien sobre quien se puede ejercer violencia sin que haya consecuencias legales.
Por suerte, en este caso, las organizaciones de inmigrantes latinos consiguieron en menos de una semana que las grandes superficies retiraran el disfraz de sus estantes. Sin embargo, el problema no termina con la retirada del disfraz que, en cualquier caso, se puede seguir comprando por Internet. Estas representaciones son un elemento consustancial al proceso de dominación y explotación de los inmigrantes indocumentados en Estados Unidos. En este sentido, la campaña publicitaria de la película District 9 se puede interpretar también como parte de esta lógica. Desde mediados del verano pasado, los productores de District 9 lanzaron una campaña subliminal de marketing para promocionar su película. Para ello, colocaron grandes carteles en las paradas de autobús, en los vagones del metro, en las puertas de los cines y en otros lugares públicos en los que se podía leer «Autobús solo para Humanos» o «Los No-humanos tienen prohibido sentarse en este banco». Estoy seguro de que estos carteles tuvieron un efecto perturbador y siniestro para la mayoría de la población negra de los Estados Unidos, porque su lenguaje y su ubicación podían interpretarse como un retorno espectral de otros carteles desaparecidos no hace tanto tiempo, aquellos que durante la época de la segregación prohibían a la gente de color sentarse en los mismos bancos que los blancos. Para los inmigrantes indocumentados de hoy la campaña no ha de ser más placentera, puesto que en Estados Unidos el transporte público lo utilizan de manera mayoritaria las clases trabajadoras más pobres. Además el Gobierno de los Estados Unidos clasifica a los trabajadores indocumentados como «Ilegal Alliens» (aliens ilegales, el otro sin derechos), con lo cual en su caso el mensaje es menos subliminal que directo.
Irónicamente, el objetivo de la District 9 es denunciar en clave alegórica y fantástica las prácticas segregacionistas de los gobiernos contemporáneos. La película transcurre en la ciudad sudafricana de Johannesburgo y cuenta las peripecias de un grupo de extraterrestres que viven en el distrito 9 de la ciudad a quienes el gobierno trata de reubicar en un campo de concentración a 200 kilómetros de la ciudad. La estructura legal del campo y del proceso de desalojo se parecen sospechosamente a los centros de detención para inmigrantes que han aflorado en los últimos años tanto en España como en Estados Unidos. Sin embargo, la película, a pesar de sus «buenas intenciones», termina reproduciendo lo mismo que trata de combatir. Los aliens son en general sucios, desordenados, violentos, adictos a la comida de gatos y, curiosamente, íntimos colaboradores de los inmigrantes indocumentados nigerianos que les siguen en la jerarquía racial de la película.
¿Es casualidad que todas estas formas de violencia epistémica surjan con más fuerza en plena crisis económica y ahora que vuelve a ponerse sobre la mesa la posibilidad de una reforma de la ley de inmigración en Estados Unidos? Evidentemente no, aunque esto no implique suscribir teorias conspiratorias. La CIA no coordina (todavía) la producción de películas y campañas de marketing, el funcionamiento es hasta cierto punto autónomo, pero por eso mismo mucho más significativo y peligroso. La realidad es que esta violencia racial anti-inmigrante es consustancial a las dinámicas de explotación laboral del capitalismo norteamericano. Una de las cosas que más me llamó la atención al llegar a la frontera San Diego/Tijuana es que cada día cruzan legalmente 300.000 personas para trabajar en San Diego. Si los Estados Unidos, el país con mayor potencial militar del mundo, quisieran cerrar completamente la frontera, ya lo hubieran hecho hace tiempo. No les interesa. La frontera es como un embudo violento y cruel que se abre y se cierra en función de los intereses del capital norteamericano. Cuándo la economía crece y se necesita mano de obra barata se relajan las medidas, cuando hay depresión el embudo se cierra, aumenta la represión y el racismo.
La economía capitalista del norte necesita a los trabajadores del sur, pero los quiere inscritos en esa lógica de la violencia epistémica que he descrito arriba: al borde de la deshumanización total, despojados de sus derechos, aterrorizados para que no se les ocurra organizarse sindicalmente, sometidos a un cruce de fronteras en el que miles pierden la vida. Cualquier discusión sobre la reforma migratoria debería empezar por aquí y sobre todo por el primer capítulo de esta historia: ¿Qué sucede con estos trabajadores antes de llegar a Estados Unidos? ¿Qué responsabilidad tienen los países del norte en la pobreza de los países de los países del sur? Tal vez estas preguntas logren perforar la violencia epistémica de las representaciones racistas dominantes.
Rebelión ha publicado este artículo a petición expresa del autor, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.