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¿Fin de la hegemonía o fin del sistema?

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Para quien se propone ver la historia como proceso, como movimiento en el mediano y largo plazo y no como expresión de coyunturas, la pregunta anterior resulta decisiva. No se inquiere sobre el fin del capitalismo pero sí acerca de la terminación de este período histórico iniciado a finales de la Segunda Guerra Mundial, en […]

Para quien se propone ver la historia como proceso, como movimiento en el mediano y largo plazo y no como expresión de coyunturas, la pregunta anterior resulta decisiva. No se inquiere sobre el fin del capitalismo pero sí acerca de la terminación de este período histórico iniciado a finales de la Segunda Guerra Mundial, en que Estados Unidos asumió la hegemonía; o, dirán otros, el sistema es tal que el fin de la hegemonía estadounidense encarna forzosamente la liquidación del sistema. Veamos.

La opinión casi unánime es que Estados Unidos no conserva hoy, ni de lejos, el poderío económico de hace seis décadas. La competencia dentro y fuera del sistema se ha multiplicado: Europa, Japón, los Tigres Asiáticos, India y, desde luego, China, que desde el otro borde, el socialista, encarnan ya una formidable competencia económica para Estados Unidos (los dos últimos países mencionados con tasas de crecimiento de más del 10-11% anual). Sin perder de vista lo que parece ser una renovada expansión económica de Rusia.

Claro que Estados Unidos continúa siendo militarmente la gran potencia, lo que supone enormes inversiones en ese campo, no necesariamente productivas. Como es sabido las inversiones militares, en el desarrollo económico a largo plazo, no son las más eficientes sino más bien un fardo insostenible. ¿Recuerdan que después de la caída del muro de Berlín y del hundimiento del bloque socialista muchos nos preguntábamos si Estados Unidos sería capaz de la gran reconversión de una economía de «guerra fría» por otra al servicio de la sociedad? Quince años después la respuesta es muy clara: no, la economía de Estados Unidos continúa sirviendo a las «élites» que sólo buscan incrementar ganancias, y uno de los sectores más atractivos es el de la variedad de empresas que se benefician con las inversiones militares. Por lo demás, en este sector se encuentra el origen de las revoluciones tecnológicas que continúan sosteniendo a la primera potencia.

El problema a que se enfrenta esta visión del mundo es que está anclada en los tremendos gastos improductivos, el desperdicio y los enormes déficits que se generan en el plano internacional. Y esto debilita fuertemente a la potencia. Si a esto sumamos el competitivo mundo internacional (sin olvidar, por supuesto, la multitud de gobiernos al servicio de la potencia del norte), y el hecho del surgimiento de un amplio rechazo al neoliberalismo, en que se empeñan muchos países del sur pero también importantes sectores al interior de los propios países ricos, nos encontramos, por decir lo menos, frente a un gigante fuertemente asediado (pero no con los pies de barro).

Desde la oposición la realidad ha cambiado mucho: entre 1945 y 1990 la alternativa parecía tajante: capitalismo o socialismo. Hoy las críticas antisistémicas tienen un carácter menos definido, más diversificado, sin olvidar que aún hay muy importantes sectores que juzgan los desastres actuales de la sociedad humana (desde las enormes desigualdades hasta la catástrofe ecológica), con raíz en el insaciable apetito de ganancias de la clase o clases que sostienen al sistema. Este alejamiento de la solución socialista tiene que ver con la memoria hondamente antidemocrática que dejaron los sistemas estalinianos, pero también con las traiciones y abandonos de la socialdemocracia: la exigencia socialista se ha desplazado de su exigencia masiva de hace unos años a bandera importante de sectores intelectuales relativamente reducidos.

Pudiera decirse que las movilizaciones antisistémicas plantean más bien una «superación» del capitalismo que nos acercaría otra vez a su etapa keynesiana, en algunos de sus aspectos: ampliación de la democracia, recursos mejor distribuidos y economía distributiva, inversiones sociales (educación, salud y vivienda) y, tal vez, restricción de los abusivos márgenes de ganancia reinantes. La idea, en síntesis, de que el desarrollo depende del pleno empleo y del gasto público. En todo caso, los destrozos del neocapitalismo están a la vista y son, a no dudarlo, causa principal de la movilización generalizada en contra de la actual fase del sistema; todo indicaría, sin embargo, que en favor de sus retoques reformistas y no por su abolición revolucionaria.

En México, en sentido estricto, el programa de las amplias izquierdas se acerca mucho más a las tesis esenciales del keynesianismo que a las del socialismo como objetivo, sin negar que las ideas del socialismo pudieran abrirse paso en el futuro.

Las batallas en contra del capitalismo neoliberal, sumadas a la exigencia de una democracia radical y auténtica, fechan al mediano plazo al sistema imperial encabezado por Estados Unidos. Esto no significa que hará crisis pasado mañana, sino que se verá sometido a múltiples presiones internas y externas, y a hechos objetivos de alcance mundial, que terminarán por mellar sus dientes más afilados, como los de la administración Bush.

Hay una necesidad innegable de transformación al interior de Estados Unidos, pero claramente estamos ante un proceso histórico y no ante hechos que ocurrirán de la noche a la mañana. Crisis de la hegemonía actual pero no necesariamente del sistema, y menos final, cuando por otra parte actúan ya conforme a las reglas del capitalismo más ortodoxo grandes países que históricamente, como se quiera ver, han formado parte de las filas del «socialismo real».