Ben Alí ha terminado por esconderse en Arabia Saudí, eso ya lo sabemos todos. Pero lo importante, lo que nos puede mostrar algo más sobre nuestra realidad, es que en un primer momento había elegido a Francia como escondite. La «democrática» Francia, o mejor dicho, su clase dirigente y dominante, ha decidido no otorgarle asilo […]
Ben Alí ha terminado por esconderse en Arabia Saudí, eso ya lo sabemos todos. Pero lo importante, lo que nos puede mostrar algo más sobre nuestra realidad, es que en un primer momento había elegido a Francia como escondite. La «democrática» Francia, o mejor dicho, su clase dirigente y dominante, ha decidido no otorgarle asilo político, pero no debemos llevarnos a engaños: si Ben Alí no ha recalado en el país que dio lugar a la Comuna de París no ha sido porque Sarkozy y sus allegados no lo consideren digno de sus arrumacos y carantoñas. En más de una ocasión Sarkozy señaló a Ben Alí como un buen aliado, indudable demócrata y más que legítimo dirigente. Del mismo modo Dominique Strauss-Kahn ya dedicó diversos elogios a la evolución económica tunecina sin mencionar al régimen allí instalado, lo que equivalía a otorgarle su bendición implícita.
En realidad, Ben Alí no ha acabado en Francia porque la burguesía francesa sabe perfectamente lo que podría haber provocado en un país ya de por sí soliviantado: su llegada habría incendiado de nuevo a la juventud de las banlieues, descendiente en su mayor parte de los emigrados del magreb, otrora posesión colonial francesa. Sarkozy sabe que cualquier pequeña chispa puede provocar un inmenso fuego en una pradera repleta de hierba reseca tras años de discriminación, desempleo y brutalidad policial. El mero hecho de pensar que los probables miles de coches incendiados en las periferias se conectasen, aunque fuese mínimamente, con la desesperanza de ciertos sectores en el interior de sus pulcras ciudades, hace que la clase dominante francesa tiemble.
Aunque hay, al menos, otra lectura más sobre el exilio de Ben Alí, forzado por la rabia de la juventud tunecina. Y es que, ¿no es posible que, quizás, Francia y Arabia Saudí sean más parecidas de lo que se nos vende? En la constelación del capitalismo del siglo XXI las diferencias son cada vez menos patentes: el hilo conductor en cada Estado lo marca precisamente la consecución de beneficios y no la fachada con la que cada quien se presente ante el mundo. Eso lo demuestra, entre otras cosas, la tez «comunista» de China, por ejemplo, ya desde hace tiempo miembro de pleno derecho del sistema imperialista de dominación. Sus cada vez mayores intereses en regiones del globo terráqueo tan alejadas como África o América Latina son una clara prueba de que tras su «socialismo con características chinas» se esconden su imperialismo y explotación con fachada comunista.
Y algo similar sucede, como decimos, cuando Ben Alí intenta volver como hijo pródigo a la potencia colonial pero acaba llegando al régimen de la monarquía Al-Saud. Tras el velo aparentemente «progresista» o «anti-dictatorial» francés se esconden el miedo a la rebelión en la propia Francia y el deseo de entablar relaciones económicas con el nuevo gobierno tunecino, que deberá desmarcarse de Ben Alí para obtener una mínima confianza de su pueblo y así poder proseguir con el régimen capitalista de explotación y obtención de beneficios. Asimismo, tras la fachada de fundamentalismo islámico de Arabia Saudí se esconden los intereses de los petrodólares y la tonelada y media de oro que ha llegado a Riad, y poco importa que en su suelo aterrice un ex miembro de la clase dominante tunecina más proclive a la laicidad que al islamismo (junto a los partidos de izquierda, los islamistas permanecían hasta ahora como ilegales). En uno y otro caso, los hilos que recorren sus intereses no son en absoluto la «democracia» ni el Islam, sino las relaciones de explotación capitalista.
El rechazo francés y la aceptación saudí ponen de manifiesto, pues, su indudable cercanía, pese a lo que pueda parecer en un primer momento. Y aquí podemos hacer una interesante analogía con los explotados, con aquellos que no tienen nada que perder, como no sean sus cadenas: si la burguesía trata de hacer pasar por incompatibles los intereses del proletariado dentro de cada país (género, etnia, etc.), aún más se esfuerza por dividir a la clase obrera a nivel internacional; en este caso, la tendencia «islamista» que se nos hace creer como innata en el Magreb actúa como freno a la empatía y solidaridad con lo que pasa al otro lado del Mediterráneo. Sin embargo, el cada vez mayor número de inmolaciones en la región, práctica contraria al Islam, y la rebelión tunecina, ponen de manifiesto nuestra innegable cercanía y por tanto nuestra unidad de intereses como clase.
El hilo que va de Francia a Arabia Saudí es hoy el del beneficio capitalista, pero bien podría ser esa preciosa trenza carmesí que recuerda el amanecer y todo lo puede. De nosotros depende ir sacando las conclusiones pertinentes para la construcción del nuevo mundo con base en ella.
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rCR