Más de un millón de personas -según datos del ministerio del Interior- acompañó ayer a Chukri Belaid hasta el cementerio de Al-Yalaz, en lo que es sin duda no sólo el entierro sino la manifestación más grande de la historia de Túnez. Como dice el sociólogo Jabib Ayeb, hubo un 6 de enero (la fecha […]
Más de un millón de personas -según datos del ministerio del Interior- acompañó ayer a Chukri Belaid hasta el cementerio de Al-Yalaz, en lo que es sin duda no sólo el entierro sino la manifestación más grande de la historia de Túnez. Como dice el sociólogo Jabib Ayeb, hubo un 6 de enero (la fecha en la que comenzó en 2008 la revuelta minera), hubo un 14 de enero (día del derrocamiento de Ben Ali) y hay ahora un 8 de febrero, tercer jalón de un proceso que el asesinato del líder de Frente Popular puede reconducir y acelerar. Esta enorme movilización, en un país paralizado por la huelga general, ha tenido sin duda una dimensión catártica: la re-liberación de ese miedo nuevo que amenazaba con atenazar los corazones y paralizar, como en tiempos de la dictadura, el pulso popular. El entierro de Chukri Belaid, tiene razón Gilbert Naccache, es un signo de salud revolucionaria, de vitalidad intravenosa, la prueba de que el aliento rugiente que derrocó al dictador no se ha apagado. Un aliento liberador que ha tenido ya su traducción en una conquista en apariencia diminuta, pero de un alcance subversivo: por primera vez en la historia de Túnez y quizás de todo el mundo árabe, contra lo que es la tradición, las mujeres han entrado junto con los hombres en el cementerio y participado con ellos en el funeral.
Pero la multitudinaria movilización de ayer tiene también una evidente dimensión simbólica. Hay como un déjà vu que retrotrae la memoria colectiva al 14 de enero y que, por un trampantojo mecánico, pero comprensible en el marco de la confrontación actual, contribuye a identificar de manera engañosa el partido Nahda con Ben Alí, hasta el punto de que durante algunas horas se difundió en la red -y en algunos medios digitales- la falsa noticia de que el líder islamista Rachid Ghanouchi había abandonado el país para refugiarse en Londres. Este trampantojo se ve reforzado por las propias cifras de participación, que alimentan la conciencia de una especie de unanimidad nacional. Ahora bien, no se debería ceder a la ilusión de que, frente a Nahda, el pueblo está unido como lo estuvo fugazmente frente a Ben Ali. En primer lugar porque no hay que olvidar que Nahda, pese a su desgaste, cuenta con un apoyo que no tenía el dictador y que su criminalización sólo puede nutrir los sectores más radicales y reaccionarios de esta formación y atizar las formas más violentas de confrontación. En segundo lugar porque esa aparente unidad oculta en realidad intereses políticos muy diferentes encarnados en fuerzas muy dispares vinculadas ayer en el espacio, pero que no lo están ni en los programas ni en los métodos ni en los objetivos. Basta pensar en las declaraciones del «viejo zorro» Caid Essebsi, máximo dirigente de Nidé Tunis, pidiendo la disolución de la Asamblea Constituyente o en algunas llamadas al golpismo que circulan por la red (a las que la presencia del ejército protegiendo el sepelio ha dado también alas «revolucionarias»). La gigantesca, emocionante movilización del viernes pone en manos del Frente Popular un capital que es suyo sólo de refilón y que podrían utilizar otros actores en dirección contraria a la que Chukri Belaid deseaba. Es como si a toda velocidad la misma revolución que derrocó a Ben Ali estuviese ahora a punto de derrocar, o de dejar a un lado, a la fuerza política que esa misma revolución llevó al poder y que ayer apareció encogida, arrinconada, con su puñado de seguidores, un poco afónicos, pidiendo respeto a la legalidad frente al Parlamento del Bardo. Pero descartar a Nahda, ¿para ir a dónde? ¿Para que gobierne quién?
Es aquí donde hay que introducir la otra dimensión, la propiamente política, que es la que en definitiva va a definir, si lo hay, el reemplazo a medio plazo de Nahda. El asesinato de Chukri Belaid y la demostración colectiva de ayer no permiten mantener ni un minuto más el impasse institucional. La formación de un nuevo gobierno provisional aceptado por la mayor parte de las fuerzas políticas es la única garantía de que no se produzca un peligrosísimo vacío de poder. La insistencia ayer del primer ministro Jebali, tras el funeral de Belaid, en proponer un gabinete «técnico» y apartidista plantea algo más que dudas legales de procedimiento. Como sabemos, no sólo el Frente Popular y las otras fuerzas de oposición, no sólo el presidente Marzouki, socio de gobierno; también sus propios compañeros de partido han manifestado su rechazo a esta solución. Lo que el miércoles por la noche, horas después del asesinato del líder marxista, parecía una iniciativa valiente y esperanzadora se revela ahora una cabezonería casi suicida. Incluso si llegara a formar gobierno sin negociaciones previas con los partidos y al margen de la Asamblea Constituyente, una moción de censura podría dejar sin efecto sus nombramientos. Por lo demás, la idea de un gobierno de unidad nacional, propuesta por la coalización de izquierdas, quedó ayer refrendada por la movilización popular. Esa movilización debe servir, en efecto, para relegitimar la Asamblea Constituyente, única emanación concreta de la voluntad popular, acelerar la aprobación de la carta magna y celebrar nuevas elecciones lo antes posible. La prolongación de la incertidumbre abre grandes escotes a las maniobras de todas las manos negras y alimenta el riesgo de que un nuevo atentado convierta esa multitud poderosísima de ayer, potencialmente de izquierdas, en la justificación misma de una trágica involución a la argelina.
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