Me topé por primera vez con una manifestación contra el líder libio Muammar Gadafi en febrero pasado, en la plaza Tahrir de Bagdad, la capital iraquí. En Túnez, Zine El Abidine Ben Ali había abandonado el poder unas semanas antes, y el presidente egipcio Hosni Mubarak sería derrocado pocos días después. En el contexto de […]
Me topé por primera vez con una manifestación contra el líder libio Muammar Gadafi en febrero pasado, en la plaza Tahrir de Bagdad, la capital iraquí.
En Túnez, Zine El Abidine Ben Ali había abandonado el poder unas semanas antes, y el presidente egipcio Hosni Mubarak sería derrocado pocos días después.
En el contexto de la Primavera Árabe, una multitud de molestos iraquíes protestaban también contra su gobierno corrupto y por la falta de oportunidades.
A la vez, muchos de ellos llevaban fotografías de líderes que gobernaban los países árabes vecinos con mano de hierro desde hacía décadas. «Gadafi ha estado en el poder por más de 40 años hasta ahora, ¿no cree que es más que suficiente?», me preguntó entonces un joven bagdadí que portaba una caricatura del líder libio.
Recuerdo haberle dicho que Gadafi podría continuar en el poder otras dos décadas más hasta morir pacíficamente en su cama. El joven asintió con la cabeza, pero el tiempo nos demostró a ambos que estábamos equivocados.
Pocos en el mundo saben que la principal plaza de Bagdad se llama también Tahrir («liberación»), como la más famosa del mismo nombre en El Cairo, escenario de varios «días de ira» contra el régimen de Mubarak.
Entonces era obvio para todos que el norte de África se había convertido en el lugar más interesante para trabajar como periodista.
Para comienzos de la primavera boreal, los medios internacionales se inudaron de informes desde la nororiental ciudad libia de Bengasi, convertida en baluarte de los rebeldes.
La Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) había bombardeado Trípoli durante semanas, así que pensé en ingresar al país con una visa para informar, entre otras cosas, del real impacto de la ofensiva en la población local.
Las condiciones de trabajo, sin embargo, estaban lejos de ser lo ideal para una investigación independiente. Las autoridades libias me dijeron que solo podía salir del hotel escoltado por agentes de seguridad o en los autobuses en donde las propias autoridades trasladaban a los periodistas extranjeros.
Pronto me di cuenta de que para informar desde Libia solamente había dos opciones: «encarcelarse» voluntariamente en la prisión de oro del régimen de Gadafi o trabajar en forma integrada («embedded») a las tropas rebeldes. Yo elegí la segunda.
Conforme fueron pasando las semanas, la guerra libia se estancó en el frente oriental, así como en la cercada ciudad noroccidental de Misurata.
No fue sino hasta mediados de mayo cuando descubrí un «misterioso» y poco informado tercer frente en el oeste de Libia. Sorprendentemente, solo unos pocos periodistas ingresaron al país a través de la frontera tunecina por las montañas Nafusa, donde habita la mayor población bereber.
Había leído todas esas declaraciones en las que Gadafi describía a los rebeldes como un grupo de «drogadictos y miembros de Al Qaeda» asistidos por «mercenarios extranjeros». Tenía curiosidad sobre qué me encontraría una vez que pusiera pie en Libia.
Para fines de mayo, la cadena montañosa de Nafusa sufría constantes bombardeos lanzados desde las posiciones de Gadafi en el valle. Mi primera y obvia constatación fue que el régimen atacaba a la población civil, al menos donde yo me encontraba.
En cuanto a la verdadera naturaleza de las filas rebeldes, me encontré con agricultores, profesores, contadores… Todos se habían visto obligados a tomar las armas, cuando éstas estaban disponibles. La mayoría eran bereberes, la principal minoría del país, que ha sufrido una dura represión del régimen.
«Llámense como quieran dentro de sus hogares: bereberes, hijos de Satanás, lo que quieran… Pero son solo libios cuando salen de sus casas», habría afirmado Gadafi según un cable diplomático de 2008 revelado por Wikileaks.
En un asentamiento bereber llamado Yefren, conocí a Madghis y a Mazigh Buzakhar, dos hermanos que habían sido arrestados y torturados cuando el servicio secreto de Gadafi les confiscó material «comprometedor».
Portaban unos 500 volúmenes escritos en lengua amazigh que se habían colado a través de varios viajes a Argelia y Marruecos, países que también poseen una significativa población de esa etnia autóctona.
«Nos encarcelaron con los sentenciados a cadena perpetua o pena de muerte», contó Mazigh Buzakhar. «Llegamos a pensar que la única forma de salir de esa prisión sería ejecutados».
Madghis y Mazigh fueron liberados por la revolución que estalló el 17 de febrero.
Mohammad al- Bakker, un libio de raza negra de la aldea Nalut, a 70 kilómetros de la frontera con Túnez, no tuvo tanta suerte. «Simplemente me pusieron en la cárcel y nadie me dijo por qué hasta seis años después», contó.
«Dijeron que estaba acusado de ser espía y que la prueba era que hablaba inglés», me dijo Mohammad con un impecable manejo de ese idioma, que aprendió por sí solo. Había pasado 18 años en prisión por culpa de la paranoia de Gadafi, un hombre que veía «agentes occidentales» y «terroristas de Al Qaeda» detrás de cualquier oposición al supuesto «gobierno de las masas» que lideraba.
El desenlace no pudo haber sido más diferente a lo que esperaba un líder convencido de que todos los libios lo «amaban», como le dijo a la cadena británica BBC en una entrevista realizada en febrero, en medio de un levantamiento contra su régimen que ganaba fuerza día a día.
Después de una serie de ataques coordinados con las fuerzas aéreas de la OTAN, los combatientes anti-Gadafi tomaron Trípoli el 21 de agosto. La poca resistencia que ofrecieron los leales al régimen fue una sorpresa para los civiles y rebeldes, así como para la prensa extranjera.
Las enormes grúas amarillas abandonadas en la Plaza Verde (ahora «Plaza de los Mártires») habla a las claras de la megalomanía de Gadafi. Se suponía izarían el retrato más grande del mundo: del líder libio, por supuesto, para celebrar el 42 aniversario de su llegada al poder, el 1 de septiembre. Las celebraciones planificadas fueron reemplazadas por el clamor de victoria de quienes lo derrocaron.
La gente estaba eufórica. Nadie pensó que la batalla por Trípoli sería una «cuestión de horas». Ahora sabemos bien por qué: los duros combates en Ben Walid y Sirte -ciudad natal de Gadafi- mostraron que los leales al régimen no se habían rendido, sino abandonado la capital para ofrecer resistencia en sus últimos baluartes.
Karlos Zurutuza ha informado exhaustivamente para IPS desde Libia en las últimas semanas.