Recomiendo:
0

De Paisaje a territorio: tres días en el sur de Túnez (I)

Gafsa

Fuentes: Rebelión

Fotos de Ainara Makalilo

«Francia es París, el resto es paisaje», afirmaba con desprecio el centralismo francés del siglo XIX. Habíamos estado muchas veces antes en el centro y sur de Túnez, pero nunca habíamos visto otra cosa que rebaños y nubes, montañas estriadas y desiertos limpios, y gente que parecía aceptar pasivamente, en las aldeas y cafés de carretera, su condición de filigrana o de arruga en el tapiz. Nuestro corto e intenso viaje -paralelo al de esta conmoción que desde hace más de un mes ondula el país- refleja la transformación decisiva, mental y material, de un paisaje en un territorio. Lo que distingue un paisaje de un territorio es que, mientras que el paisaje es objeto de contemplación, el territorio es objeto de disputa. La intifada tunecina es ante todo eso: la resistencia de todo un pueblo a seguir formando parte del paisaje. El centro y suroeste de Túnez es ya un territorio vivo, hirviente por tanto de seres humanos, en el que la lucha reivindicativa de estos días adopta desiguales intensidades y formatos: en unos sitios hay revolución, en otros revuelta, en otros pura desesperación. De cómo se articulen estos distintos niveles dependerá el que se produzca o no una nueva transformación: de paisaje a territorio y de territorio a sociedad libre -o a tierra rasa.

1. Gafsa.

Salimos el jueves por la mañana bajo el aguacero, en un día de perros, con la premonición de obstáculos, policías, milicias embozadas en mitad de la carretera. Pero mientras nos acercamos a Kairouan, a 130 km ya de la capital, el cielo se va aclarando sin haber tropezado con ningún control. El primero, militar, nos detiene a la afueras de la ciudad santa, en la rotonda donde debemos tomar la desviación hacia Gafsa, primer destino de nuestro viaje. Pocos metros más allá recogemos a un joven de aspecto campesino que hace auto-stop y que va en nuestra misma dirección. Tiene rasgos ásperos, nítidos, sencillos. Es un policía. No es extraño. Túnez pulula de policías, ex-policías, policías que niegan serlo, policías que se disfrazan de matones, policías anfibios que pasan de una especie a otra. Nuestro huésped forma parte de la Guardia Nacional y le han concedido un permiso para visitar a su familia después de un mes de servicio en el Aouina, el cuartel general en la capital. Le preguntamos, obviamente, por el zaura , por la revolución, y se defiende de lo que enseguida interpreta como una insinuación.

– Nosotros no hemos hecho nada. Han sido la policía y la guardia presidencial. La guardia nacional ha protegido al pueblo en colaboración con el ejército. Hemos detenido a unos 600 hombres de las milicias de Sariati, el antiguo director de la guardia de Ben Alí.

Mientras nos cuenta algunas historias legendarias, patrimonio ya de la mitología común en torno a la familia del dictador, somos adelantados por tres jeeps de la policía que escoltan un furgón blindado. La verdad es que no podemos dejar de sentirnos amenazados. Son los primeros que vemos y no veremos muchos más. Al parecer trasladan a las sedes locales de los gobernorados el dinero necesario para pagar los subsidios de desempleo prometidos y los salarios de los trabajadores contratados a jornal en las obras públicas. Eso es lo que nos explica nuestro compañero antes de bajarse en el cruce de Hajeb Al-Ayoun.

– Procurad no conducir de noche – nos advierte gentilmente antes de despedirse. -Las milicias aprovechan la oscuridad para sus asaltos.

Estamos entrando en la zona más convulsa, foco radial de las revueltas, entre Sidi Bouzid y Qasserine, y a partir de ese momento todos los pueblos que atravesamos presentan alguna huella de la batalla del último mes.

En Jelma hay dos coches quemados en la cuneta y sobre los muros podemos leer: «No nos robaréis la revolución» y «no se vende la sangre de los mártires».

En Bir Haffey pasamos junto a la sede local del gobernorado, también quemada.

En Sidi Ali ben Aoun están quemados el tribunal y otro edificio junto a la carretera.

En todo el centro y suroeste de Túnez, según nos cuentan y como comprobaremos nosotros mismos en los próximos días, casi todos los puestos de policía, sedes del RCD y oficinas locales del gobernorado han ardido bajo la furia selectiva del pueblo.

Pero también arde el cielo. A pesar de las advertencias no podemos dejar de parar el coche en la cuneta. Las revoluciones no curan las gripes, pero tampoco impiden la puesta del sol. Se diría más bien que uno se vuelve más sensible a esta belleza natural del crepúsculo, cuya fragilidad acentúa nuestra ansiedad maravillada. Por encima de la extensión pelada del llano, en medio de un frío intenso, el azul helado del cielo, iluminado por un sol ya oculto tras Jebel Twuil, ha ido absorbiendo las nubes hasta dejar sólo algunos grandes grumos aislados, muy negros, atravesados por vetas horizontales de fuego vivo. Cenizas y llamas: revolución en el cielo. Estamos patidifusos ante esta constancia de la naturaleza, indiferente ante la historia, pero también nos sorprende nuestra nueva sensibilidad histórica frente a su indiferencia. En algún sentido, este crepúsculo del 3 de febrero de 2011 no es paisaje sino que también forma parte ya del territorio.

Unos pocos kilómetros antes hemos recogido a un segundo autoestopista. Se trata de un hombre grande, cuarentón, de cara de pan, envuelto en un burnus marrón claro, de ojos inexpresivos y astutos. Es un producto claro del antiguo régimen. Le preguntamos por la revolución y trata de respondernos en un absurdo inglés hecho de retales, para darnos lo que él cree que pedimos y demostrar al mismo tiempo su distanciamiento frente a su propio país. ¿Qué sacamos de él? No tiene hijos, está en paro, no le apetece responder preguntas. Nos dice únicamente que quiere emigrar a Libia, donde hay todo lo que falta en Túnez. Es el perfil típico -nos explica luego nuestro amigo Bunjida- del traficante de gasolina, amenazado en sus intereses por la caída del régimen. Como en todas las carreteras del sur, hemos visto a derecha e izquierda, mientras avanzábamos, los característicos bidones azules y rojos de estos vendedores irregulares que transportan el combustible desde Libia y lo despachan ilegalmente a los automovilistas tunecinos con la complicidad de la policía, beneficiaria indirecta del negocio. Ahora nuestro amigo, expuesto a la ruina, sueña con viajar al país de donde procede la gasolina y que imagina por ello de leche y de miel, fuente de abundancia ilimitada.

Gafsa, a 390 km. del punto de partida, es la capital del gobernorado del mismo nombre; con 90.000 habitantes, es la novena ciudad de Túnez y centro de la industria del fosfato, uno de los principales recursos económicos del país. A las 18.30 de la tarde, hora de nuestra llegada, es ya de noche; las calles, ocupadas densamente por el ejército, están casi vacías. Quedamos con Mehdi y Lutfi en Le coin bleu , una cafetería céntrica, situada justo enfrente de la comisaría de policía, quemada durante las revueltas. Mehdi estudiaba tercer año de matemáticas en la facultad cuando fue expulsado por «copiar en un examen»; es decir, por su militancia política. Lutfi es maestro de primaria. Los dos son muy pesimistas respecto de las esperanzas de un cambio real.

– Ahora hay un poco más de libertad para expresarse – dice Mehdi-. Durará diez días, como en 1987. Es verdad, nos permiten hablar de revolución, pero no hacer la revolución. No hay dictador, pero sí dictadura.

Mehdi nos recuerda que sigue habiendo presos políticos y que de los 24 nuevos gobernadores nombrados por el gobierno 19 pertenecen al RCD y 9 están implicados en casos de corrupción. Nos enseña, por lo demás, el comunicado fundacional de la Unión General de Jóvenes de Gafsa, una tapadera del RCD que, con retórica revolucionaria, llama a recobrar la normalidad y trabajar por el país. Se infiltran por todas partes cambiando de color.

Hemos salido de Túnez capital en medio de un crepitar de huelgas sectoriales: transportes, personal del aeropuerto, incluso los imames de las mezquitas. Pero Mehdi y Lutfi relativizan su importancia.

– Hay pequeñas huelgas sectoriales con demandas particulares, pero el pueblo parece empezar a aceptar al gobierno. La estrategia del miedo está dando resultado. El chantaje económico y la amenaza policial obliga a la población a inclinarse ante un nuevo orden que, en realidad, disgusta a casi todos.

En ese momento entra en el café Redha Redaoui, el extraordinario abogado al que conocimos hace unos días en Túnez. Parece aturdido y cansado; la cara satinada, repeinado, con aspecto de haber salido pocos minutos antes de la cama. Tiene gripe y añade enseguida leña al pesimismo de sus compañeros.

– Vamos hacia la catástrofe. Las alternativas reales son éstas: o una dictadura aún peor que la de Ben Alí o una guerra civil. Los partidos y sindicatos tienen que dejar las reivindicaciones sectoriales para hacer reivindicaciones políticas. Es impresionante, es verdad, lo que ha logrado la revolución. Hay ahora mismo diez millones de tunecinos hablando de política. El problema es que no tienen cultura política ni una visión compartida que pueda servirles para incidir en el curso de las cosas. Todo marcha solo, por una especie de automatismo furioso, sin que nadie intervenga, salvo precisamente los agentes del viejo orden. Tenemos que defender la revolución del gobierno, pero sólo podremos lograrlo si la defendemos al mismo tiempo del pueblo.

Incluso malhumorado, Redha es de una imperiosa generosidad. Es fácil ponerse en sus manos y dejarse llevar. Lo seguimos sin saber a dónde vamos, a apenas ya dos horas del toque de queda, sin haber buscado tampoco un sitio para dormir. Nos alejamos un poco del centro detrás de su coche hasta llegar a una cancela en la oscuridad que da acceso a un recinto vigilado por el ejército.

– Aquí sólo vamos a cenar. Se duerme mejor en otro sitio.

Se trata del restaurante de un hotel donde comemos y, sobre todo, bebemos abundantemente. Redha pide una botella tras otra y, a medida que el vino va entrando en su cuerpo, va recuperando el tono, el color de su discurso, el calor de su inteligencia vivísima. A nuestro grupo se unen dos amigos suyos abogados, Adel y Mohsen, y Redha me invita a sentarme a su lado mientras él, en el extremo de la mesa, da cuenta de un codillo al vapor, especialidad de Gafsa.

– Habla con ellos – me dice-. Son más optimistas que yo.

En principio Adel comparte la opinión general de que el gobierno está tratando de imponer su legitimidad a través del terror. La propaganda agita el fantasma de las milicias, del islamismo, de la economía para detener la revolución. También le interesa permitir esa efervescencia de demandas sectoriales, pues de esa manera induce la ilusión de normalidad democrática al mismo tiempo que las cuestiones centrales, que son políticas y estructurales, se mantienen fuera de escena. Después de 56 años es normal que se desate esta explosión de reivindicaciones legítimas; el problema es que no se inscriben en ningún plan general de actuación.

– En Túnez ha habido una intifada con reformas y no una revolución.

Redha interviene para recordar una peculiaridad del proceso.

– Hay de entrada una contradicción que no podemos olvidar. La revolución nace en Sidi Bouzid, el lugar más agrícola, más atrasado, más cerrado, del país. Se trata de gente muy pobre, campesinos en su mayoría, que durante años han apoyado sinceramente a Ben Alí y que de pronto -y de ahí su reacción- se han sentido traicionados por él. El primer golpe contra el régimen se propina desde una mentalidad feudal, no desde la marginación del paro urbano más o menos cualificado, como se pretende.

Mientras comemos y hablamos, Al-Jazeera ofrece imágenes en directo de la plaza de Tahrir en El Cairo. Así será durante todo nuestro viaje: en cafés, en restaurantes, en hoteles, en casas particulares, la plaza de Tahrir es como el sol que nadie mira pero que ilumina y atempera la atmósfera. Las conversaciones sobre Egipto han sustituido a las habituales conversaciones sobre la meteorología.

– La similitud evidente entre Túnez y Egipto demuestra un plan estadounidense -dice Adel.

La preocupación de los EEUU es clara, como lo prueba el hecho de que su nuevo embajador en Túnez proceda de la embajada en Bagdad. Citamos, por lo demás, un artículo que hemos leído por la mañana en euobserver.com, en el que se da cuenta de la visita a Bruselas del nuevo ministro de asuntos exteriores tunecino, Mohamed Ounaies, y de las declaraciones de Catherine Ashton, portavoz de la política exterior de la UE: se han puesto de acuerdo para asegurar que los intereses fundamentales de Europa en Túnez -la liberalización de la economía y el control de la emigración ilegal- se mantengan a pesar del cambio de gobierno. La UE habla de «revolución», pero la da por terminada y la describe en realidad en términos de continuidad económica y geoestratégica.

– Así es -confirma Redha-. Se trata de que haya una revolución política, pero no económica. Es decir, de que no haya una verdadera revolución. La UE, junto a EEUU, vigila, explora, presiona sin parar.

Queda poco tiempo para el toque de queda; a los camareros les pone un poco nerviosos la parsimonia de Redha, que insiste en que acabemos con calma nuestros vasos de vino. Adel y Mohsen también se agitan en sus asientos, aunque aún tienen tiempo de expresar su anunciado optimismo:

– El impulso que puso en marcha la revolución fue emocional; todos nos dijimos: Mohamed Bouazizi soy yo. Pero nuestro pueblo está preparado para una democracia a la europea. Vamos por el buen camino. Túnez, ya lo veréis, se va a convertir en la primera democracia del mundo árabe.

El tiempo se agota. Todos los clientes se han ido, pero Redha aún nos sirve un último vaso de vino.

– Hay que acabárselo. Son tres minutos hasta el hotel.

Cuando salimos quedan, en efecto, tres minutos para el toque de queda. Pero treinta hasta nuestro destino. Seguimos el coche de Redha por las calles oscuras y vacías, ya fuera del plazo, y cada quinientos metros nos detiene un control militar. Unas veces nos piden los papeles y tenemos además que abrir el maletero; otras basta con enseñar la documentación. Algunos soldados parecen conocer a Redha y le dejan pasar con un saludo. Da la impresión de estar acostumbrado a violar el toque de queda; a violar en realidad todas las reglas si se trata, bien de divertirse, bien de defender sus principios. Es una buena mezcla -gozo y principios- que inspira tranquilidad y confianza.

El hotel Yugurta, a esas horas, un poco achispados, tras ese recorrido tenso, nos parece un decorado surrealista, el delirio kitsch de una imaginación sorprendida en plena digestión: lámparas europeas de araña, grandes estatuas africanas, tronos magrebíes en madera taraceada de marfil y en el enorme, desangelado y deshabitado bar, unos sillones dorados gigantescos, entre faraónicos y versallescos, deformados por una voluntad expresionista. Redha ha decidido por nosotros y ha comprendido también, correctamente, que no podemos permitirnos una noche en un hotel como ése. Una breve negociación con la recepción reduce el precio a la tarifa de una pensión barata. Después de todo no hay turismo y apenas clientes locales; y Redha parece imponer su calidez imperativa en todas partes.

Así que hay que beber y beber y escuchar a Redha, indiferente al toque de queda, cuyo discurso demoledor, sin gripe ya y a fuerza de tibarin y cerveza, se amplia en oleadas concéntricas de una lucidez y una potencia irresistibles, combinando detalles menudos de la política interior tunecina, que conoce muy bien, con análisis teóricos sutiles, valientes y retóricamente luminosos.

– Yo he visto cambiar de piel a una serpiente. Durante tres días, mientras produce una nueva desde su interior, está desnuda, expuesta a todos los peligros; es vulnerable. Es y no es una serpiente. Debe protegerse del calor y del frío. No puede atacar a nadie; no puede ni siquiera comer. Pero si no se le corta la cabeza en ese momento de debilidad absoluta, ya no hay nada que hacer. La serpiente va recuperando fuerzas poco a poco, se arma de nuevo y recobra su agresividad. Lo que hay ahora mismo en Túnez no es una revolución; es una dictadura que cambia de piel. La dictadura está sin piel. Y tan desprotegida se siente que puede aceptarlo todo; es y no es una serpiente y podría incluso convertirse en un ángel.

Sobre la mesa se van acumulando las copitas de licor, que él bebe mucho más deprisa que nosotros. Y sigue con su avalancha:

– Durante tres días, por ejemplo, entre el 14 y el 17 se suspendió la censura y el control sobre internet y el teléfono. Ahora se ha restablecido. Los nuevos gobernadores tienen manchadas las manos y la comisión establecida para investigar la corrupción está encabezada por Abdel Fateh Amur, condecorado por Ben Alí, y de ella forman parte también Mteri Abdel Al-Hamsa, abogado de Aimed Trabelsi, el cuñado del dictador, y Najib Bakush, decano de la facultad de Derecho de Sfax, hasta tal punto implicado en la corrupción que su nombramiento ha provocado una revuelta entre los sfaxianos. La serpiente se rearma muy deprisa. Pero al mismo tiempo no tiene más remedio que hacer concesiones todavía. El gobierno, por ejemplo, se ha visto obligado a firmar dos protocolos internacionales muy importantes: el relativo al Tribunal Penal Internacional y, más importante aún, el Pacto de Derechos Sociales, Económicos y Culturales de la ONU, del que están ausentes casi todas las grandes potencias. Es y no es una serpiente, digo, y que lo sea o no es cuestión de tiempo. Es cuestión del pueblo.

Aquí Redha Redhaoui toma aliento antes de abordar la parte más penosa de su análisis:

– Y ese es justamente el problema. Los intelectuales de izquierdas tienden a representarse un pueblo puro, revolucionario, y a sufrir por eso grandes decepciones. Pero el pueblo no es una construcción intelectual. El pueblo tunecino es como todos los pueblos: está lleno de vicios, defectos, mezquindades y tiene que cargar además con su propia historia reciente. Es rebelde, pero no revolucionario; y por la misma razón que se enciende rápidamente también se someterá enseguida. Nos encontramos, pues, en una encrucijada kafkiana. La serpiente está desnuda y hay que ejercer presión popular, pero esa misma presión popular, sin dirección ni programa, puede abortar la revolución. El pueblo tunecino no es todavía un pueblo sino, como decía Bourguiba en otra época, «una polvareda de individuos». Está por formarse. El gobierno de Ben Alí, además, implicó a todo el mundo en su corrupción, de los más pequeños a los más grandes, y es con ese material con el que hay que hacer la revolución. No hay otro y de nada sirve engañarse. De nada sirve soñar. Si no le cortamos la cabeza a la serpiente ahora, estamos perdidos. Y la paradoja sin fácil solución es ésta: si la revolución se para volvemos al punto de partida. Pero si no nos paramos para reflexionar y organizarnos, su propio movimiento la hará pedazos.

Y Redha Redaoui acaba con una frase lapidaria que resume los peligros de este movimiento espontáneo que pretende sacudirse fuera del tiempo y el espacio, de un coletazo o en una coz, una humillación de décadas; y que quiere obtener satisfacción inmediata, con la simple presión de un dedo en un interruptor, a justísimas reclamaciones democráticas, sociales y económicas que se le han negado durante medio siglo.

– No estamos haciendo la revolución -dice-; la estamos sencillamente padeciendo.

Es la 1.30 de la noche cuando Redha se despide de nosotros y se lanza a la calle, desdeñoso del toque de queda. Antes nos ha dado algunos contactos en Redeyef y Moulares, pueblos de la cuenca minera que visitaremos al día siguiente y donde pondremos a prueba el análisis de nuestro amigo.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.