Tras quince años de resultados magros en el ámbito educativo estadounidense, Diane Ravitch -ex vicesecretaria de Educación- Investigadora en Ciencias de la Educación de New York University. Publicó en particular The death and life of the great american school system: how testing and choice are undermining education, Basic Books, Nueva York, 2010. Este artículo fue publicado inicialmente en The Nation (Nueva York) el 14 de junio de 2010, bajo el título «Why I changed my mind». testimonia cómo cambió de perspectiva en materia educacional y denuncia el modelo de gestión empresaria que, en detrimento de la calidad de la enseñanza, provoca graves problemas en el sector. (Traducción de Florencia Giménez Zapiola.)
Cuando asumí como vicesecretaria de Educación de la administración de George H.W. Bush en 1991 no tenía ninguna idea firme sobre el tema de la «libre elección» en materia de educación ni sobre la cuestión de la responsabilidad de los docentes. Y cuando dos años más tarde dejé el gobierno, defendía el principio de la remuneración al mérito: estimaba que los docentes cuyos alumnos obtenían mejores notas debían ser mejor pagados que los otros. Sostenía también que las pruebas de evaluación debían ser generalizadas y que eran útiles para determinar con precisión qué escuelas necesitaban una ayuda suplementaria. Por eso aplaudí con entusiasmo cuando, en 2001, el Congreso votó la Ley No Child Left Behind (NCLB, ningún niño dejado atrás) y nuevamente cuando, en 2002, el presidente George W. Bush firmó su entrada en vigor.
Hoy, observando los efectos concretos de estas políticas, cambié de opinión: ahora considero que la calidad de la enseñanza que reciben los niños es más importante que los problemas de gestión, de organización o de evaluación de los establecimientos.
La ley NCLB exige que cada estado evalúe la capacidad de lectura y de cálculo de todos los alumnos, desde el equivalente de 3º grado hasta el equivalente de 2º año. Los resultados son presentados según distintos criterios: el origen étnico, el nivel de dominio del inglés, la presencia de una eventual discapacidad y los ingresos parentales. Los miembros de cada uno de estos grupos deben aprobar el 100% de las pruebas antes de 2014. Si en una escuela un grupo no demuestra progresos constantes hacia ese objetivo, el establecimiento se ve sometido a sanciones cuya severidad va en aumento. El primer año, la escuela recibe una advertencia. Después, a todos los alumnos -incluso a los que tienen buenas notas- se les ofrece la posibilidad de cambiar de establecimiento. El tercer año, los alumnos más pobres gozan de cursos suplementarios gratuitos. Si la escuela no logra alcanzar sus objetivos en un período de cinco años, se expone a una privatización, a ser convertida en charter school, a una reestructuración completa o, simplemente, al cierre. En ese caso, los empleados pueden ser despedidos. Así, actualmente se ha identificado cerca de un tercio de las escuelas públicas del país (más de 30.000) que no cumplen con los «progresos anuales satisfactorios».
Punto crucial: la ley NCLB dejó que los estados definieran sus propios modos de evaluación, lo que condujo a algunos de ellos a bajar su nivel de exigencia para que los alumnos alcanzaran sus objetivos más fácilmente. En consecuencia, la mejoría del nivel escolar proclamado localmente no siempre se refleja en las pruebas federales.
El Congreso obliga a las escuelas a someter aleatoriamente a algunos de sus alumnos a una evaluación nacional, el National Assessment of Educational Progress (NAEP), para poder contrastar sus resultados con los suministrados por los estados. Así, en Texas, donde se habla de un verdadero milagro pedagógico, las notas en lectura están estancadas desde hace diez años. Del mismo modo, Tennessee calculaba en un 90% la cantidad de alumnos que habían alcanzado los objetivos del año 2007, mientras que la estimación del NAEP -26%- resultó menos halagüeña.
Miles de millones de dólares fueron gastados para poner a punto -y después llevar a cabo- las baterías de pruebas necesarias para estos diferentes sistemas de evaluación. En muchas escuelas, la enseñanza común se interrumpe varios meses antes de la fecha de los exámenes para dar lugar a la preparación intensiva que se les dedica a estos últimos. Muchos especialistas han determinado que este trabajo no beneficia a los niños, quienes aprenden a dominar las pruebas más que las materias correspondientes.
A pesar del tiempo y el dinero invertido, los puntajes en la NAEP apenas aumentaron; a veces, simplemente se estancaron. En matemáticas los progresos fueron incluso más importantes antes de la adopción de la ley NCLB que después. En lectura, el nivel parece haber mejorado para el equivalente de 4º grado. Sin embargo, para el equivalente de 2º año, el puntaje de 2009 es el mismo que el de 1998.
Sin embargo, el problema principal no procede de los propios resultados o de la manera en que los estados y las ciudades manipulan las pruebas. La verdadera «víctima» de este encarnizamiento es la calidad de la enseñanza. La lectura y el cálculo se volvieron prioritarios. Los docentes, conscientes de que estas dos materias deciden el futuro de su escuela y por lo tanto de su empleo, descuidan las otras. La historia, la literatura, la geografía, las ciencias, el arte, las lenguas extranjeras y la educación cívica son relegadas al rango de materias secundarias.
Las charter schools
Desde hace aproximadamente quince años, la «libre elección», idea que se materializó especialmente en las «charter schools» y que surgió a fines de los años 1980, se ha arraigado en la imaginación de fundaciones poderosas y de opulentos representantes del sector patronal. Estos establecimientos forman desde entonces un vasto movimiento que reúne a un millón y medio de alumnos y más de 5.000 escuelas. Financiadas con el dinero público, pero administradas como instituciones privadas, las charter schools pueden sustraerse a la mayoría de las reglamentaciones vigentes en el sistema público. Así, más del 95% de ellas se niega a contratar docentes sindicados. Cuando la administración del estado de Nueva York quiso auditar a las charter schools que había autorizado, estas últimas fueron a la justicia para impedirlo: el estado debía tenerles confianza y dejarles cumplir a ellas mismas esta auditoría.
El nivel de estas escuelas es muy desigual. Algunas son excelentes; otras, catastróficas. La mayoría se sitúa entre ambos extremos. La única evaluación a escala nacional fue realizada por Margaret Raymond, economista en la Universidad de Stanford (1). A pesar de estar financiada por la Walton Family Foundation y de ser acérrima partidaria de las charter schools, Raymond revela que únicamente el 17% de estos establecimientos exhibe un nivel superior al de una escuela pública comparable. El 83% restante obtiene resultados similares o inferiores. En los exámenes del NAEP, en lectura y en matemáticas, los niños que frecuentan las charter schools obtienen el mismo «puntaje» que los otros, se trate de negros, hispánicos, pobres o alumnos que viven en las grandes ciudades. No obstante, el modelo se presenta como un «remedio mágico» para todos los problemas del sistema educativo estadounidense. Para la derecha, por supuesto, pero también para gran cantidad de demócratas. Estos últimos formaron un grupo de presión: los Democrats for Education Reform (Los demócratas para la reforma de la educación).
Algunas charter schools están dirigidas por intereses privados, otras por asociaciones sin fines de lucro. Su modelo de funcionamiento descansa sobre un fuerte índice de renovación del personal, pues los docentes deben trabajar intensamente (a veces 60 ó 70 horas por semana) y dejar su teléfono celular prendido para que los alumnos puedan encontrarlos en cualquier momento. La ausencia de sindicatos facilita tales condiciones de trabajo.
Cuando los medios de comunicación se interesan por el tema, frecuentemente se focalizan en establecimientos excepcionales. Intencionalmente o no, dan entonces la imagen de verdaderos «paraísos» poblados de docentes jóvenes y dinámicos y de alumnos en uniforme, de modales impecables y todos capaces de entrar en la universidad. Pero estos informes descuidan algunos factores determinantes. Para empezar, los establecimientos de buen nivel seleccionan a sus alumnos entre las familias más motivadas escolarmente. Además, aceptan menos alumnos de lengua materna extranjera, discapacitados o sin domicilio fijo, lo que les da una ventaja respecto a las escuelas públicas. Por último, tienen el derecho de mandar de vuelta a la escuela pública a aquellos elementos que «desentonen».
Sin cambios con Obama
Cuando el movimiento a favor de las charter schools levantó vuelo, descansaba en la seguridad de que esos establecimientos serían fundados y animados por docentes valientes y desinteresados que saldrían al encuentro de los alumnos con mayores dificultades. Libres para innovar, podrían aprender a ayudar mejor a esos alumnos y favorecerían a toda la comunidad por los conocimientos adquiridos cuando se reintegraran al sistema público. Pero en la actualidad, estos establecimientos rivalizan abiertamente con las escuelas públicas. En Harlem, los establecimientos públicos deben lanzar campañas de comunicación a los padres. El presupuesto de 500 dólares (o menos) que consagran a los folletos promocionales dan una pobre impresión al lado de los 325.000 dólares ofrecidos por el poderoso grupo que trata de echarlos del sector.
En enero de 2009, cuando la administración de Barack Obama llegó al poder, yo estaba persuadida de que anularía la ley NCLB y volvería a partir de bases sanas. Se produjo lo contrario: abrazó las ideas y las opciones más peligrosas de la era George W. Bush. Bautizado Race to the Top (Carrera hacia la meta), su programa tentó con subvenciones de 4.300 millones de dólares a los estados que estaban asfixiados con la crisis económica. Para obtener este beneficio, estos últimos debían suprimir todo límite legal a la implantación de las charter schools. Así la expansión de las charter schools viene a realizar el viejo sueño de los businessmen de la educación y de los partidarios del mercado libre que aspiran a desmantelar el sistema público.
Ahora bien, es absurdo evaluar a los docentes según los resultados de los alumnos, pues esos resultados dependen, por supuesto, de lo que sucede en clase, pero también de factores externos tales como los recursos, la motivación de los alumnos o el apoyo que aporten los padres. Sin embargo, sólo se considera «responsables» a los docentes. En cuanto a «transformar» a las escuelas con dificultades, se trata de un eufemismo destinado a encubrir el mismo tipo de medidas que las impuestas por la ley NCLB. Si los resultados no mejoran rápidamente, los establecimientos son transferidos al estado respectivo, cerrados, privatizados o transformados en charter schools. Cuando las autoridades del estado de Rhode Island anunciaron su intención de despedir a todo el personal docente del único liceo de la ciudad de Central Falls, su decisión fue aplaudida por el Secretario de Educación, Arne Duncan, y por el propio presidente demócrata. El personal fue recontratado recientemente, con la condición de aceptar jornadas más largas y de dar más ayuda personalizada a los alumnos.
El acento puesto por la administración Obama en la evaluación empujó a los estados a modificar su legislación con la esperanza de obtener los fondos federales que tanto necesitan. Florida acaba de votar una ley que prohíbe el reclutamiento de docentes principiantes, somete la mitad de su salario a los resultados de sus alumnos, suprime los presupuestos dedicados a la formación continua y financia la evaluación de los alumnos con el 5% del presupuesto escolar de cada circunscripción. Padres y docentes unieron sus fuerzas y lograron convencer al gobernador, Charlie Crist, de que no firmara la ley, lo cual probablemente puso fin a su carrera en el Partido Republicano. Pero lo cierto es que se toman medidas parecidas en todo el país.
1 «Multiple choice: Charter School performance in 16 states», Center for Research on Education Outcomes (Credo), Stanford University, California, junio de 2009.
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