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Cómo ayudar y alentar al tuitero en jefe

Guerra de insultos en Washington

Fuentes: TomDispatch

Traducción del inglés para Rebelión de Carlos Riba García

Yo no tuiteo, sin embargo tengo un breve mensaje para nuestro presidente: ¿Podría usted, por favor, quitarse de en medio unos minutos? ¡Usted y sus payasos no nos dejan ver este maldito mundo, y este es un mundo al que deberíamos prestarle atención!

Tal vez el momento fue, hace algo más de una semana, cuando me descubrí a mí mismo leyendo un tweet de Donald Trump dirigido a Joe Scarborough y Mika Brzezinski, de la MSNBC, quienes habían sugerido en Morning Joe que el presidente estuviera «quizás mentalmente incapacitado».

«Oí que», tuiteó el presidente, «el despreciable @Morning Joe habla mal de mí (no lo miro más). Después la Loca Mika y Psico Joe… vinieron a Mar-a-Lago cerca de Fin de Año tres noches seguidas e insistieron en verme. Ella estaba sangrando feo de un lift de cara.¡Les dije que no!»

En respuesta a la inquietante fascinación de Trump por la sangre femenina, Brzezinski tuiteó la frase que esta en el dorso de una caja Cherrio: «Hecha para Manos Pequeñas», Y ahí empezó todo, varios días de lo mismo, incluyendo el apresurado anti-ciber de la Primera Dama a su marido (aunque indirectamente) vía el director de comunicaciones de ella, quien dijo: «Como declaró públicamente la Primera Dama, cuando su marido fuese atacado, él devolvería el golpe multiplicado por 10».

Pero hubo un tweet que realmente me llamó la atención, aunque fue en el comienzo mismo de una gresca que -con tuits y devoluciones, entre ellos reclamos por intento de chantaje a la Casa Blanca por un artículo del National Enquirer y réplicas de todo tipo por parte de Trump- llegaría a monopolizar durante varios días los titulares y espacios de chismorreo de la televisión por cable. Ese tweet había sido enviado por el ídolo conservador Bill Kristol, editor por libre para el Weekly Standard. Decía: «Querido @realDonaldTrump. Eres un cerdo. Atentamente, Bill Kristol».

No vemos nuestro planeta y sus problemas

Extrañamente, en ese entonces otro momento -tan distante que bien podría haber sido de otro planeta o, como por cierto fue el caso, de otro siglo- vino a mi mente. Donald Trump estaba terminando sus años de estudiante universitario en una academia militar y yo era un novato en Yale. Quizá fuera un fin de semana del final de la primavera de 1963. Uno de mis compañeros de habitación era un chico de la clase obrera nacido en Detroit; algo muy raro en esa escuela de elite exclusivamente masculina, este judío de Nueva York (en los años en que Yale estaba eliminando su cupo de judíos). Otra rareza más: ambos teníamos cita con dos chicas del Instituto Católico de New Haven.

Aquella noche, debido a nuestra ignorancia, violamos las normas que regulan las visitas de personas del sexo opuesto a los dormitorios de la residencia de estudiantes de Yale -algo propio del siglo pasado que hoy ya nadie conoce-. Aquellas jóvenes se quedaron en nuestra habitación más tiempo del que la escuela consideraba adecuado; en ese mundo de blancos, anglosajones y protestantes, puede que legal no sea la mejor palabra, pero el lector sabrá lo que quiero decir. Permítame que me apresure y le diga que, en esos minutos prohibidos, no creo que siquiera le diera un beso a mi amiga.

Nota: sed pacientes. Pensad en que esto podría ser mi versión de un cuento del perro lanudo (o tal vez el de un repeinado Donald). Pero podéis estar seguros de que no me he olvidado ni un segundo de nuestro tuitero en jefe. ¿Cómo podría olvidarle?

De todos modos, los cuatro dejamos nuestra habitación justamente cuando un guardián del campus estaba dejando entrar a un estudiante que había olvidado la llave de su cuarto, enfrente del nuestro. Cuando nos vio, el guardián nos pidió el nombre a mi compañero y a mí y los anotó en su libreta por haber violado las normas de visita (lo que significaba que estábamos en un verdadero problema). Cuando bajaba por la escalera, mi compañero de habitación -probablemente un poco bebido- se asomó sobre la barandilla y empezó a gritar al guardián. Más de medio siglo después, no recuerdo qué fue exactamente lo que le gritó; excepto una palabra. Como Bill Kristol hizo el otro día con nuestro presidente, él llamó «cerdo» al guardián.

Ahora bien, yo no era un muchacho de la clase trabajadora. En la peor época de mi familia -los ‘dorados’ cincuenta- cuando mi padre estaba cargado de desudas y a menudo sin trabajo, yo ya estaba preparándome para subir en la escalera social de Estados Unidos. Espiritualmente, yo pertenecía a la clase media superior tal como era entendida entonces. Era maravillosamente educado. Era un auténtico buen chico de esa época. Y los buenos chicos no imaginan eso; en la vida real, incluso con un par de cervezas entre pecho y espalda, nadie llamaría ‘cerdo’ a la versión universitaria de un policía. Nunca en mi vida había oído algo parecido. Sencillamente, no era la forma en que uno hablaba a un policía en ese entonces ni (hasta hace una semana) la forma en que uno se dirigía a un presidente de Estados Unidos; tampoco la forma de hablar de un presidente estadounidense. Ni siquiera Donald Trump.

En otras palabras: cuando Kistol hizo eso, me escandalizó. Lo que significa que -para eterna vergüenza mía- yo debo seguir siendo un buen chico, si bien ahora de un tipo completamente antidiluviano. ¡Cuidado!, pocos años después de ese incidente, entre los activistas de izquierda (sin embargo, debo admitir, que a mí nunca me pasó), el llamar cerdo a un policía; más aún: «los cerdos» -a aquellos que en la calle fastidiaban a los manifestantes contra la guerra, a los militantes negros y a otros- se convirtió en un lugar común.

Entonces, he aquí una pregunta que hoy me hago a mí mismo: si Kristol puede hacerlo impunemente, ¿por qué no lo haría Tom Engelhardt? ¿Por qué no yo, después de tantos años de presidentes estadounidenses permitiendo las prisiones clandestinas y la tortura; invadiendo y ocupando países en todo el mundo; enviando robots asesinos a cualquier sitio del planeta para ejecutar -con apenas su ‘visto bueno’- a aquellos identificados como terroristas o enemigos (y de paso a cualquiera que ande por ahí, incluso niños); ayudando a desarraigar a poblaciones enteras en números que no se veían desde la Segunda Guerra Mundial; supervisando la creación de un estado de vigilancia global y nacional cuyo quehacer habría asombrado a los gobernantes totalitarios del siglo XX; y proporcionado más dinero al presupuesto de las fuerzas armadas de Estados Unidos que el que gastan los otros ocho países más importantes del mundo juntos -por supuesto, esto es apenas el comienzo de una larga lista-?

En estas circunstancias, ¿por qué no traer una animal de corral para que en el siglo XXI se ocupe de la presidencia, un cargo que en sus días de gloria hace unas décadas acostumbraba llamarse «la presidencia imperial»? Después de todo, como ya he escrito alguna vez, Donald Trump no es una anomalía en el Despacho Oval, aunque incluso, como pasó con Scarborough y Brzezinski, tuitee y despotrique de una forma pasmosamente anómala para un presidente. Por el contrario, él es un extravagante síntoma de la decadencia de Estados Unidos, da la mismísima cuestión por la que apostara en su carrera hacia la presidencia: el hecho de que este país ha dejado de ser «grande».

Por supuesto, si hablamos en términos de táctica, involucrarse en un intercambio de insultos con Donald Trump es fundamentalmente ayudar y alentar su presidencia (algo que los medios hacen cada día, incluso hora tras hora). La infantil mentalidad del presidente y sus asesores postula aquello de «A palabras necias, oídos sordos». Tal como informó recientemente el Washington Post, ellos piensan que esta guerra de insultos es una manera de «ganar» y la forma de tener continuamente enganchados a los medios especializados en «noticias falsas», en un terreno que ellos consideran favorable, para proporcionar alimento incesante a la base que todavía sigue siendo fiel al presidente.

Sin embargo, pienso que eso está muy lejos del problema fundamental de este tipo de lenguaje. Yo sospecho que los tweets y los insultos -tanto los de Trump como los de Scarborough o de Kristol- son una especie de cortina de humo. Respecto de lectores y televidentes, por supuesto, son maná caído del cielo para esos mismos medios especializados en «noticias falsas» a los que Trump odia cordialmente. También son «ganancias». En el proceso, sin embargo, la sangre, los cerdos y todo el resto de insultos manejados en esta guerra de Washington ayudan a que nuestros ojos se mantengan eternamente pegados a la imagen del presidente y no veamos ninguna otra cosa de nuestro mundo. Nos dejan ciegos para con nuestro planeta y sus problemas.

¿Puede negarse que el mayor talento de Donald Trump es su permanente habilidad para vaciar el espacio mediático. Fue una destreza que él demostró sorprendentemente durante la campaña electoral de 2016, acumulando un monto sin precedentes -unos 5.000 millones de dólares- en cobertura gratuita en su camino a la Casa Blanca. Creo que se puede decir sin temor a equivocarse que jamás en la historia ha habido tantas cámaras, tantos periodistas y tantos ojos centrados durante tanto tiempo en un solo hombre. En nuestro mundo lleno de pantallas, parece ser más importante que la vida, más importante que cualquier otra cosa. Fundamentalmente, él impide ver, día y noche.

En este sentido, hace poco lo catalogué -probablemente lo más cerca que haya estado de un insulto- como nuestro «pequeño gran hombre». Es mezquino, ínfimo, pero con cada maldito tweet da la impresión de ser tan grande, que por el árbol que arde resulta difícil ver el bosque en llamas.

El recalentado presente y un futuro recalentado

Fijémonos en Corea del Norte. El jueves 30 de junio, cuando el revuelo Scarborough-Brzezinski estaba bullendo, Trump se encontró con el nuevo presidente surcoreano, Moon-Jae-in; ambos hablaron con los medios en el Rosedal de la Casa Blanca sin responder preguntas. Los comentarios del presidente respecto de la situación coreana fueron sorprendentemente sombríos y categóricos. «La paciencia estratégica con el régimen norcoreano», dijo, «ha fracasado. Francamente, la paciencia se ha acabado». Y después, agregó: «Respecto de Corea del Norte, tenemos muchas opciones».

Da la casualidad que sabemos (o al menos podríamos saber) algo sobre la naturaleza de esas «opciones». Apenas un día antes, el asesor presidencial en materia de seguridad nacional, teniente general H.R. McMaster, confirmo la información de que ciertamente se había preparado un nuevo conjunto de opciones para el presidente. «Lo que debemos hacer», dijo a un comité asesor de Washington, «es preparar todas las opciones ya que el presidente ha sido claro: no aceptaremos una potencia nuclear en Corea del Norte ni una amenaza dirigida a Estados Unidos y a su población». El propio McMaster fue claro: «todas las opciones» implicaban las militares, supuestamente golpear duramente a ese país y su programa nuclear.

Ahora, recordemos que, aparte del todavía modesto pero amenazante arsenal nuclear, se cree que el poder de fuego convencional que Corea del Norte ha dispuesto en su frontera con Corea del Sur apuntando a la capital de este país, Seul, una ciudad con 25 millones de personas a solo 48 km, es potencialmente devastador. Agreguemos a esto la presencia de 28.500 soldados de EEUU acantonados en este país, la mayor parte de ellos relativamente cerca de la frontera, por no hablar de los 200.000 civiles estadounidenses que viven allí; sin duda, tenemos aquí uno de logares más explosivos del mundo. Si estallaran hostilidades y estas escaparan a todo control, como bien podría ocurrir, moriría una incontable cantidad de gente; ciertamente, podrían emplearse armas nucleares por primera vez desde 1945 y grandes zonas de Asia podrían (entre ellas, algunas de Japón) podrían quedar asoladas. Lo que podría significar una segunda guerra de Corea está más allá de lo imaginable.

En el encuentro Trump-Moon del Rosedal, el presidente también anunció sanciones contra un banco chino vinculado con Corea del Norte y una venta de armamento a Taiwan por un monto de 1.400 millones de dólares; ambos anuncios significan claramente unas bofetadas al liderazgo de China. Para decirlo de otra manera, en tanto se trataba de conseguir la ayuda de China en relación con la situación coreana, la paciencia estratégica de Trump empezó a desgastarse a principios de abril en su encuentro de Mar-a-Lago con el presidente chino Xi Jinping y parece haberse agotado muy rápidamente.

En este contexto, si el lector creía que la pelea Trump-Scarborough-Brzezinski era una caja de yesca, vuelva a pensarlo. Pero dígame, ¿se ha enterado usted de las noticias sobre Corea? Si me dice que no, de ninguna manera me sorprende. En la mañana de ese sábado, el periódico de mi ciudad, el New York Times -ya sabéis; ese pasquín que pretende ser imparcial y no lo es – hizo que «La Batalla de Morning Joe: una pelea presidencial» fuese la nota central de la primera plana (que continuaba en toda una página interior. Además, aparecían una segunda nota sobre el tema y la principal nota editorial, «El señor Trump es muy criticado»).

En cuanto a la cuestión coreana, apareció en el final de la página 8 («Trump adopta una posición más agresiva con los aliados de Estados Unidos y los adversarios en Asia») y hasta el párrafo 16º no mencionó los comentarios del presidente acerca de su «paciencia estratégica» (en la página 8, también había una nota sobre las sanciones de Trump a un banco chino y el acuerdo de venta de armas a Taiwan).

Y lo del Times no fue la excepción. Dadas las circunstancia, debería perdonarse al lector por haber pensado que la más grandiosa historia de nuestro mundo (y su mayor peligro) se encuentra en la esfera del tuiteo. Hizo falta que Corea del Norte hiciese su primer ensayo de un misil balístico intercontinental -cuidadosamente programado para el 4 de julio- para que las noticias de ese país irrumpieran en el campo de lo perceptible, e incluso entonces los tweets de Trump estaban en el centro del reportaje.

Del mismo modo, si Trump y sus payasos no hubiesen cogido tanto espacio en nuestro actual mundo estadounidense, podría ser más fácil captar muchos otros peligros potenciales en un planeta en el que parece haber tantas cerillas y astillas preparadas pare el incendio. Echemos una mirada a Oriente Medio, por ejemplo, y la veloz transformación de la guerra contra el Daesh, que podría en poco tiempo convertirse en una hoguera encendida por la administración Trump en la que se verían envueltos Turquía, Irán, Arabia Saudí, Qatar e incluso Rusia, entre otros países y organizaciones. Otra cuestión alarmante en el futuro es el posible pasaje a una versión republicana de programa de cuidado de la salud y las más de 200.000 muertes evitables que probablemente produciría este programa en la próxima década.

O podríamos centrarnos en un presidente que ha abandonado el acuerdo climático de París y ahora machaca no solo con la «independencia energética» de América del Norte sino también con el «dominio energético de Estados Unidos» en un planeta para el que él promete una nueva «era dorada estadounidense» alimentada con combustibles fósiles. En una era como esta, con un presidente como este, que acapara la atención de todo el mundo, ¿quién piensa acaso en los aproximadamente 1.400 millones de «refugiados climáticos» que podrían producirse por la inundación de las tierras costeras más bajas del mundo? Por hacer una comparación, según el organismo de Naciones Unidas que se ocupa de los refugiados, el número -calculada en 2016- de «personas forzosamente desplazadas» en el mundo al terminar la Segunda Guerra Mundial fue de 65.600.000 -una cifra pasmosa-, que sería apenas una gota en el cubo lleno de agua de nuestro recalentado futuro si los guarismos previstos para 2060 resultan cercanos a la exactitud.

El mundo de un tuitero en jefe y «algunos musulmanes alborotadores»

Los recientes tweets de Donald Trump dejaron en claro una cosa: en las últimas cuatro décadas hemos estado en un viaje totalmente estadounidense, un viaje que en cierto modo puede ser el que va de Brzezinski (el asesor en seguridad nacional de Jimmy Carter -Zbigniew-, que falleció hace poco tiempo) a Brzezinski (Mika, su hija).

En cierta forma, el lector podría decir que -regresando a 1979- Brzezinski padre nos introdujo en una nueva época global de conflicto imperial. Después de todo, él fue el responsable mayor de hacer que Estados Unidos se implicara en una guerra en Afganistán para que la Unión Soviética tuviese su propio Vietnam o, lo que el líder soviético Mihail Gorvachev llamaría más tarde su «herida sangrante». Lanzó lo que se convertiría en un gigantesco programa -organizado por la CIA y respaldado por Arabia Saudí y Pakistán- para financiar, adiestrar y armar el más fundamentalista de los fundamentalismos afganos y otros yihadismos antisoviéticos, incluyendo a un joven saudí conocido como Osama bin Laden (un tiempo después, el presidente Ronald Reagan llamaría a esos rebeldes islamistas afganos «el equivalente moral de nuestros Padres Fundadores»). Al hacerlo, Brzezinski puso en movimiento un proceso que metería profundamente una cuña islámica en el corazón de la Unión Soviética y, después de que la intervención rusa en Afganistán se tradujera en una desastrosa guerra que duraría una década, mandaría de regreso a casa a un renqueante y derrotado Ejército Rojo, todo lo cual -a su vez- sería fundamental en el derrumbe de la Unión Soviética. De esta cuestión, Brzezinski jamás se arrepentiría; en 1998, diría, «¿Qué es más importante para la historia del mundo: el Taliban o el colapso del imperio soviético?, ¿algunos musulmanes alborotadores o la liberación del centro de Europa y el final de la Guerra Fría?». Y respecto de esos millones de afganos que acabarían muertos, heridos o arrancados de su casa y su vida, bueno… en realidad, ¿a quién le importaba?

Por supuesto, ahora estamos de lleno en ese mundo de «musulmanes alborotadores» y, casualmente, Estados Unidos continúa peleando una guerra en Afganistán mientras la nueva administración se prepara para intervenir militarmente en ese país, quizás por cuarta o quinta vez desde octubre de 2001; ¿hay alguien que le preste atención a esto? ¿Quién podría hacerlo con los últimos tweets presidenciales ocupando los titulares de la prensa y todo el mundo en Washington esperando su turno en la guerra de insultos?

Si en 1978 el lector hubiese vaticinado que entre 1979 y 2017 Estados Unidos se vería dos veces envuelto en una guerra (durante más de un cuarto de siglo, hasta ahora) en -entre todos los lugares posibles- Afganistán, y sin un final de su segunda guerra afgana a la vista, todo el mundo se habría reído de usted. Y si hubiera intentado explicar que, casi 40 años más adelante, un presidente milmillonario, literalmente un capitalista de timba, estaría gobernando en la Casa Blanca como adjunto de sus negocios familiares y enviando extravagantes mensajes sobre la hija de Zbigniew Brzezinski que se constituirían en las noticias de ese momento, con toda seguridad lo ingresarían en un establecimiento de salud mental por considerarlo loco de remate. ¿Unos medios obsesionados por las labores de Mika Brzezinski, la hija de Zbigniew, en las febriles manos del presidente Donald Trump? ¿Quién pensaría en eso?

¿Hacer que Estados Unidos vuelva a ser grande? Usted debe estar bromeando. Ya es hora de dejar de insultar a los cerdos y centrarse en cambio en la situación del mundo.

Tom Engelhardt es cofundador del American Empire Project, autor de The United States of Fear y de una historia de la Guerra Fría, The End of Victory Culture. Forma parte del cuerpo docente del Nation Institute y es administrador de TomDispatch.com. Su libro más reciente es Shadow Government: Surveillance, Secret Wars, and a Global Security State in a Single-Superpower World

Fuente: http://www.tomdispatch.com/post/176304/tomgram%3A_engelhardt%2C_aiding_and_abetting_the_tweeter-in-chief/#more

Esta traducción puede reproducirse libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, al traductor y Rebelión como fuente de la misma.