Hace días que venimos oyendo la denuncia de la transgresión de Derechos Humanos en China. Los juegos olímpicos han sido ocasión estupenda para airear lo que para muchos estaba oculto y no darle justificación bajo ningún pretexto. La injusticia y la opresión son lo que son, hay que llamarlas por su nombre y, cuando se […]
Hace días que venimos oyendo la denuncia de la transgresión de Derechos Humanos en China. Los juegos olímpicos han sido ocasión estupenda para airear lo que para muchos estaba oculto y no darle justificación bajo ningún pretexto. La injusticia y la opresión son lo que son, hay que llamarlas por su nombre y, cuando se dan, deben ser publicadas, rechazadas y corregidas.
Pero, no es este el problema. Lo que al ciudadano normal sorprende es que el mandatario del país más poderoso de la tierra se atreva a salir a palestra y hacer la denuncia de la conculcación de derechos humanos en China. No necesito aclarar, pero por si acaso: no me refiero al pueblo estadounidense, a su primigenia tradición democrática ni a los muchos ciudadanos y movimientos que combaten la política despiadada de su país. Pero, es el colmo del cinismo que el presidente Bush, con una carga inconmensurable a su espalda, de una política que patrocina y mantiene dictaduras, urde invasiones y atentados, derriba regímenes democráticos, quiera dar lecciones a la humanidad de democracia, derechos humanos y libertad.
Es gravemente sintomático que la guerra del Irak, decretada en contra de la ONU, contra muchos gobiernos, contra el Papa, contra el sentir mayoritario de los pueblos y que ha supuesto y está produciendo la más bárbara conculcación de todos los derechos humanos, no le provoque náuseas a la hora de denunciar la transgresión de derechos humanos en otros países.
Se ha perdido en esa política lo que recientemente Javier Valenzuela comentaba en un artículo de El País: ese espíritu humanista, profundamente democrático, que inspiró a la revolución norteamericana, a sus fundadores y que le llevó a sembrar respeto y entusiasta admiración en el mundo.
Me descompone que, a diario, los periódicos, la televisión y la radio tengan que hacer crónica de las decenas de asesinados en el Irak y, a la postre, se vaya reduciendo cada vez más el espacio para la noticia. Un acontecimiento, con el mínimo de muertes causadas en el Irak un día cualquiera, sería motivo en Europa y Estados Unidos para remover cielo y tierra y aplicar medidas drásticas inmediatas. Y al presidente de esta real política se le recibe con honores allá donde va y no hay gobierno en Europa que se desmarque y le cante las verdades que están en el corazón de la inmensa mayoría de los ciudadanos.
Estados Unidos sigue decidiendo el destino de no pocos pueblos y gobiernos. ¿Quién recuerda lo ocurrido en Haití? ¿Qué maniobras no está gestionando contra los nuevos regímenes de Bolivia, Venezuela, Ecuador, Brasil, etc.? ¿Cuál es su papel en la guerrilla colombiana? ¿En virtud de qué derechos y con qué objetivos mantiene más de 160 bases en el mundo entero? Cuando se trata de aplicar a su país normas del Derecho Internacional sobre temas de interés y responsabilidad común, ¿qué caso hace? ¿Le guía el derecho o la fuerza? Los atletas, al protestar contra la conculcación de ciertos derechos en China, debieran escribir una carta también y antes que a nadie al presidente de Estados Unidos, -puesto que estará y encabezará a su gran país en los juegos olímpicos- y exigirle que respete los derechos humanos tan gravemente conculcados en Irak y en otras partes del mundo. Nadie tiene derecho a hablar y dar consejos a los demás, cuando él mismo rebosa en los males que condena; primero hay que sacar la viga que atraviesa el propio ojo y, luego, sacar la pajuela del ajeno.
Mi pregunta, a estas alturas, es: la sociedad de Occidente y sus gobiernos ¿qué pretenden con sus política: el bien, la promoción, la justicia y liberación de la humanidad o humillarse ante el imperio dominante y pecar de complicidad? Hay gobiernos pequeños, infinitamente lejos del poder y de la riqueza de Estados Unidos, pero a cada uno le asiste una dignidad y poder moral que nunca debieran enajenar. No es que no podamos, es que no queremos. Hemos convertido en meta y paradigma del progreso de un pueblo, el bienestar material, -¿sólo nos salvará el bienestar material?- y hemos perdido la conciencia y coraje morales de no claudicar, aunque tal cosa acarrease represalias de afrontar niveles más bajos de progreso material. Es la gran nube que llega por una y otra parte, nos amilana y empequeñece y sucumbimos a la barbarie del consumismo indiscriminado. Y, bajo esa nube, se nos cierran los horizontes de la verdad, de la verdad esencial del ser humano, de la igualdad de todos y de los mismos derechos para todos.
Siempre he recordado con preocupación las palabras que George Kennan , jefe del Departamento de Estado en 1945: «Poseemos cerca de la mitad de la riqueza mundial. Nuestra tarea principal consiste en el próximo período en diseñar sistemas de relaciones que nos permitan mantener esta posición de disparidad sin ningún detrimento positivo de nuestra seguridad nacional». Idéntica política expresaba el senador Brown: «Manifiesto la necesidad en que estamos de tomar América Central; pero si tenemos necesidad de ello, lo mejor que podemos hacer es obrar como amos, ir a esa tierra como señores». Y Alberto J. Beveridge, uno de los máximos exponentes de la ideología del «Destino Manifiesto»: «El destino nos ha trazado nuestra política; el comercio mundial debe ser y será nuestro».
Acaso desde esta histórica y realpolitik, podemos entender perfectamente las palabras del ilustre estadounidense Noam Chomsky, al referirse a la quinta libertad de que dispone su país: «Cuando en nuestras posesiones se cuestiona la quinta libertad (la libertad de saquear y explotar) los Estados Unidos suelen recurrir a la subversión, al terror o a la agresión directa para restaurarla».
– Benjamín Forcano, Sacerdote y teólogo