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Cuatro inmigrantes que intentan desde el Magreb saltar a una vida mejor

Historias de la extraña tierra de nadie

Fuentes: El País

Se calcula que unos 2.000 subsaharianos están acampados actualmente entre Melilla y Oujda

1 HISTORIA DE A.-«He venido a trabajar y no puedo volver atrás. Hace un año que mi hijo no come de su padre», dice. A. lleva más de tres meses en el Centro de Estancia Temporal de Inmigrantes (CETI) de Melilla. Cuenta A. que saltó la valla el 3 de diciembre de 2006, aprovechando un gran aguacero que mantuvo a los soldados marroquíes dentro de sus garitas de guardia. Parece que aquel día lo intentaron cinco y pasaron dos. A. se rompió la muñeca y el tobillo y se hizo un enorme corte en la barriga. El salto de A. desmiente dos cosas a la vez: que la valla sea inexpugnable y que, como dijo la propaganda del Gobierno en su momento, la valla esté pensada para que los inmigrantes que la desafíen no se hagan daño.

La valla que cierra Melilla, metiéndose incluso en el mar para ponérselo difícil a los que intenten pasar a nado, es metálica y tiene unos doce kilómetros de largo y una altura de ocho metros. En realidad, no es una valla, son cuatro. Cuatro barreras ligadas entre ellas por unas tramas de acero para atrapar, en el segundo o en el tercer paso, al que osa emprender la carrera de obstáculos, catapultado por la fuerza de la desesperación. La parte alta de la valla es móvil para hacer más difícil el intento. A medida que te aproximas, el silencio se impone. Un silencio que me recordó el muro de Berlín. Es la vergüenza la que hace que las personas bajen la voz e incluso la cabeza cuando se acercan a ella. En el lado español hay una carretera de servicio por la que circula de vez en cuando la Guardia Civil. En un punto, la valla toca con las labores de construcción de un campo de golf: valiosa aportación al esperpento del inefable Imbroda, presidente de Melilla. En el lado marroquí, una garita cada cincuenta metros con soldados armados que no dudan en tirar si los inmigrantes se acercan a la barrera. Se ven tiendas de campaña y movimientos de militares marroquíes en una franja que, en realidad, es española, porque la valla está entrada en el territorio de Melilla y los mojones que marcan la vieja frontera quedan a cinco o seis metros de distancia en el lado marroquí. A unos trescientos metros del mar, en la parte este de la ciudad, la valla sube un montículo desde el cual se ve una larga perspectiva de esta reja hecha para que los ciudadanos del Primer Mundo se sientan protegidos de los parias de la Tierra. Es un ignominioso monumento que Europa erige a sus propios miedos, y, por tanto, una expresión de su vulnerabilidad.

A. está desesperado porque la recuperación de las operaciones que le hicieron por las lesiones que se produjo en la valla le impiden trabajar. A su familia le cuesta mucho entender que después de un año no haya podido mandar todavía un euro, no haya podido siquiera alcanzar la tierra prometida. En los países desde los que salen estos desesperados en busca de mejor suerte viven envueltos en fantasías tanto sobre el viaje de los inmigrantes como sobre lo que se van a encontrar cuando alcancen el paraíso. A. repite, como todos, que llegar a Europa es su obligación. Y que sólo Dios puede impedírselo. No conseguirlo no es solamente un fracaso personal, es una traición a la familia. A. no ha sentido miedo en su aventura, excepto cuando se ha encontrado con los militares marroquíes o con la policía. El miedo es un privilegio de los que tienen algo que perder.

Los inmigrantes pueden entrar y salir del CETI siempre que quieran, pero ningún externo puede acceder al centro sin permiso. Es de noche, hace fresco. En las afueras del recinto, un grupo de subsaharianos ha encendido un fuego para cocinar a su gusto. Hay rencillas entre ellos, generalmente relacionadas con los orígenes o con el grado de compañerismo demostrado en situaciones delicadas. No todos son bienvenidos a compartir la comida. A. cuenta que cada vez hay menos subsaharianos y más asiáticos en el CETI. Tiene una explicación: la valla ha hecho aumentar las tarifas que las mafias cobran para hacer entrar a los inmigrantes en Melilla a través de la frontera oficial. Y con ella el poder de las mafias. Ahora cuesta, por lo menos, 2.000 euros. Una cantidad sólo asequible a los que vienen de Oriente. La valla -ésta y la de Ceuta- ha desplazado el problema: los que pasaban por aquí mueren ahora por millares en el Atlántico.

La zona aduanera es un trasiego permanente: miles de marroquíes entran y salen cada día de Melilla, donde tienen su trabajo. Mujeres marroquíes cargadas con enormes fardos, a menudo más voluminosos que su propio cuerpo, se arruinan físicamente pasando productos para vender al otro lado. Hay un estrecho pasadizo destinado a ellas en que a determinadas horas se agolpan por centenares. Por la noche aparecen unos seres fantasmas que vacían los containers de basura de Melilla para reciclar los materiales de desecho en Marruecos.

2. HISTORIA DE S. Y DE T.-S. y T. son dos amigos tamiles de Sri Lanka. Tienen 19 y 21 años. Uno de ellos lleva un chándal de la selección española del Mundial 82. Ninguno de los dos había nacido entonces. Pero el tiempo no significa lo mismo para ellos que para nosotros. Hace dos años salieron de su país. Con orgullo exhiben un documento de identidad en el que están fotografiados sonrientes y aseados, vestidos con corbata. Lo único que no han perdido es la sonrisa. Pasaron por Arabia Saudí, y de allí en avión a Senegal. Trabajaron un tiempo porque el dinero se les había acabado y Europa quedaba todavía lejos. Naufragaron hace un mes frente a las Canarias. Las autoridades marroquíes, primero les metieron -a ellos y a todos los supervivientes- en un campo militar, en lo que un día fue el Sáhara español; de ahí fueron trasladados al otro lado de Marruecos, a la frontera con Argelia en Oujda. Las autoridades practican juegos increíblemente sádicos con los inmigrantes, sólo explicables por un trasfondo de racismo y desprecio. La frontera con Argelia está cerrada desde hace veinte años. De modo que les dejan allí tirados, a su suerte. A estos absurdos desplazamientos de inmigrantes los llaman «reconducciones». En esta extraña tierra de nadie, un nigeriano amenazó con un cuchillo a S. y a T. y les robó el poco dinero que les quedaba: 200 euros. Una fortuna para ellos. Otro nigeriano, quién sabe si conchabado con el primero, les acogió durante cuatro días en una de las casas de labor abandonadas que las mafias nigerianas ocupan en la zona fronteriza, en los arrabales de la ciudad. Pero no les dio nada de comer. S. y T. tenían los pies destrozados y las huellas de su periplo en su cuerpo. «Tengo a dos chicos de Sri Lanka aquí», dijo por teléfono el nigeriano a un médico de MSF. «¿Y qué me quiere decir con esto?». «Que están enfermos». El médico fue a visitarles y el nigeriano se desentendió de ellos. Horas después se incorporaron al campamento de ilegales -unos quinientos inmigrantes- que hay en la parte trasera del campus de la Facultad de Derecho de Oujda. S. y T. se sostienen con una sola muleta: una sonrisa a todo el que se les acerca. El mero hecho de escucharles provoca un agradecimiento infinito a quienes son rechazados en todas partes. Nada más llegar a la facultad, alguien les reconoce: «Mira, los de Sri Lanka». Es un compañero de naufragio que está errante por Marruecos, como ellos. En el campus les han sugerido que se cortaran el pelo: por razones de higiene, pero también de seguridad. Las melenas no gustan a las autoridades. Se han negado. Es el último rasgo de identidad que les queda.

Oujda es una ciudad marroquí de corte francés, de 400.000 habitantes, situada a 14 kilómetros de la frontera argelina. Desde que la policía marroquí empezó a desplazar inmigrantes hacia los alrededores de Oujda, el decano de la Facultad de Derecho decidió poner una parte del campus a su disposición. Los inmigrantes no tienen permiso para colocar tiendas. Se protegen del frío con unos simples plásticos. Y con los anoraks que alguna ONG ha repartido. Llegan, están allí un tiempo, que no se sabe muy bien quién controla, y de pronto desaparecen. Muchas veces, sus compañeros desconocen si llegaron a España o se los tragó el mar.

En el campus hay una mujer con un niño a la espalda, que el médico se llevará a Rabat para tratar de encontrarle mejores condiciones para vivir. El embarazo es una de las formas de explotación de la mujer que aparecen en la inmigración ilegal: una mujer en estado de gestación o con un niño pequeño es más fácil de pasar, y una vez en España goza de privilegios que facilitan el reagrupamiento familiar. Algunas calculan el embarazo, para hacerlo coincidir con la llegada a la frontera.

S. y T., como todos, no tienen otro pensamiento que alcanzar Europa. De nada sirve intentar persuadirles de que no es el paraíso. «Somos tamiles y no podemos regresar, nos matarían», dicen. Como todos, dicen estar en manos de la divinidad. «Ya sé que en Europa la gente es muy descreída», me dice un cristiano de la República Centroafricana que me toma la mano y reza para que Dios haga un milagro en mi corazón. «Es Dios el que nos ha dado la fuerza para llegar hasta aquí, y sólo alcanzaremos Europa si ésa es su voluntad».

3. HISTORIA DE F.-F. es una chica nigeriana de 15 años, bella, de cuerpo diminuto. Médicos Sin Fronteras la ha ingresado en el hospital de Oujda por una infección tropical. Las autoridades marroquíes respetan a los enfermos protegidos por MSF y no los detienen aunque sean ilegales. A F. le han dado de alta. Salió de su país hace tiempo -dos meses dice ella, aunque a menudo se contradice- por presión familiar. Y algunos indicios hacen pensar que, sin ella saberlo, podría haber sido comprada a su familia por una red de prostitución española. Es un trato habitual: pagan algunos pocos miles de euros por la compra de las chicas y las retienen por lo menos hasta que han devuelto 40.000 euros con su trabajo. Cuando F. fue ingresada, el médico recibió tres llamadas en una tarde de los nigerianos que la tutelan, insistiendo en que no era apendicitis lo que la chica tenía y que sobre todo no la operaran: una cicatriz devalúa la mercancía. F. sale del hospital. La disyuntiva es simple. Si se la pone en manos de las autoridades marroquíes, la devolverán a su país, cosa que ella no quiere bajo ningún concepto, y no hay ninguna garantía de que en el camino no sea vejada, violada o agredida en cualquiera de los lugares por los que se le obligará a pasar. Si se la devuelve a sus amigos protectores, que es lo que ella quiere, lo más probable es que su destino sea la prostitución y la explotación. La hemos acompañado a una casa de labor construida en torno a un pozo, a las afueras de Oujda, donde la aguarda un grupo de compatriotas. Dos de ellos llevan la voz cantante, vestidos con pantalones estrechos y jerséis arrapados, y con vistosos relojes, y con un teléfono móvil y una agenda en la mano: son probablemente el último eslabón de la trama mafiosa. Al despedirla quedaban pocas dudas de que aquella misma noche tendría que someterse a las exigencias de aquellos pequeños matones que apenas la saludaron al recibirla, porque a las mujeres sólo se las ignora y se las usa.

Unos 2.000 subsaharianos deben estar actualmente acampados por campiñas y bosques de la zona que va de Melilla a Oujda. Hombres, algunas mujeres, e incluso algunos niños, útiles como pasaporte a la tierra prometida. Algunos de ellos morirán en el mar, la mayoría llegarán a Europa. Por más que se empeñen los Gobiernos europeos es imposible poner puertas al campo. Estas vallas ignominiosas no son para impedir que vengan, son para ganar el voto de los miedosos ciudadanos europeos. Ésta es la verdad concreta que nadie quiere reconocer. El precio de este voto es que algunos miles mueran en el mar, como carneros sacrificados a los dioses por el bienestar del Primer Mundo. Todo el mundo sabe que por estas vías entran muy pocos inmigrantes, todo el mundo sabe que la inmensa mayoría llega por los aeropuertos o por la frontera francesa. Los que rondan la frontera sur de Europa son unos pocos miles de parias, chivo expiatorio de las paranoias de las sociedades bienestantes.