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Ideas para Bush

Fuentes: La Jornada

La semana pasada George W. Bush dijo estar abierto a «cualquier idea» que ayudara a derrotar al «terrorismo internacional». En realidad está urgido de una fórmula que le permita escapar al desastre que él mismo ha causado. A estas alturas, es razonable suponer que el gobierno de Estados Unidos no tiene la menor idea de […]

La semana pasada George W. Bush dijo estar abierto a «cualquier idea» que ayudara a derrotar al «terrorismo internacional». En realidad está urgido de una fórmula que le permita escapar al desastre que él mismo ha causado. A estas alturas, es razonable suponer que el gobierno de Estados Unidos no tiene la menor idea de qué hacer con Irak ni de cómo manejar la marejada de rencor y odio generada por el atropello regular a las sociedades islámicas. También es posible que el punto al que Washington y Londres han llevado la confrontación, Bush esté sinceramente preocupado, así sea un poquito, por devolver al genio al interior de la botella. Cabe dudar, en cambio, que sus estructuras mentales sean capaces de asimilar esta mancuerna de noticia buena y noticia mala: la primera es que sí hay una manera de acabar, o de reducir al mínimo, el terrorismo islámico; la segunda es que no se trata, ni de lejos, de una victoria militar de Estados Unidos, aunque no sería obligatorio denominarla derrota. Ahí va.

En primer lugar, la Casa Blanca tendría que reconocer de manera pública y explícita que se equivocó al ordenar la invasión a Irak. Luego, tendría que convencer a la Secretaría General de la ONU de que aceptara hacerse cargo del conflicto en ese país y, una vez logrado tal propósito, financiar el despliegue de una fuerza militar de interposición en la nación árabe. Estados Unidos sufragaría el costo de la operación, pero las decisiones sobre la composición, el número de efectivos y la naturaleza y misión de la fuerza quedaría en manos del organismo internacional. Durante la integración y el traslado a Irak de los contingentes internacionales (cascos azules) las tropas invasoras renunciarían explícitamente a toda acción ofensiva y se limitarían a actuar estrictamente como cuerpo de seguridad pública. Una vez desplegada la fuerza internacional, los efectivos estadunidenses e ingleses abandonarían de inmediato el país y los cascos azules se encargarían de proteger su retirada. De inmediato, una administración de la ONU convocaría a pláticas de unidad nacional a todos los bandos enfrentados ­incluido el gobierno, por supuesto­ y ofrecería garantías de seguridad a los rebeldes de todas las facciones.

Washington indemnizaría a los deudos de los iraquíes fallecidos durante el conflicto y a los lesionados, cubriría los gastos de reconstrucción del país ­incluyendo la reparación de los daños causados directa e indirectamente por la intervención estadunidense­ y elaboraría y pondría en práctica un programa de reactivación semejante al Plan Marshall. En forma complementaria, Washington procedería al desmantelamiento de sus bases militares situadas en países árabes o islámicos, especialmente las que tiene en la península arábiga.

El gobierno de Bush dejaría sin efecto todas las disposiciones públicas y secretas que ha adoptado desde septiembre de 2001 a la fecha que vulneran las libertades individuales y los derechos humanos, tanto en territorio estadunidense como fuera de él.

La representación de la Casa Blanca ante la ONU se abstendría de bloquear las resoluciones del Consejo de Seguridad de contención a Israel y de condena por las agresiones regulares contra la población palestina en Gaza, Cisjordania y Jerusalén oriental. Washington se comprometería a acatar y respaldar todas las disposiciones aprobadas por el organismo internacional ante el conflicto palestino-israelí, incluidas eventuales sanciones económicas al gobierno de Tel Aviv o el posible despliegue de cascos azules a lo largo de las fronteras israelíes de 1967.

Con el auxilio de científicos sociales reconocidos, el Departamento de Estado se comprometería a elaborar una definición precisa de terrorismo y otra de lucha de resistencia y liberación nacional, y se comprometería a revisar con esos criterios su actual listado de «organizaciones terroristas» y de gobiernos que supuestamente las promueven. A renglón seguido, buscaría normalizar sus relaciones con países como Irán, Siria, Cuba, Corea del Norte y Venezuela. Asimismo, establecería contactos con organizaciones como Hamas y Jihad, para intentar persuadirlos de que aceptaran la existencia de Israel dentro de fronteras seguras y reconocidas, a cambio del establecimiento de un Estado palestino en Gaza, Cisjordania y la porción oriental de Jerusalén.

Si la Casa Blanca, en acuerdo con el Capitolio, emprendiera estas acciones, en unos pocos meses las amenazas del terrorismo de origen islámico que penden sobre Estados Unidos quedarían reducidas a unas cuantas expresiones menores y marginales a las que podría hacerse frente con medios policiales y ya no militares. El gobierno estadunidense tendría que dedicarse, en lo sucesivo, a enfrentar los peligros del integrismo ultraderechista que procede de su propio territorio y que es, no hay que olvidarlo, responsable del peor atentado que ha sufrido el país después del de las Torres Gemelas: el de 1995 en la ciudad de Oklahoma.