En Estados Unidos han surgido amplios grupos de supremacistas blancos y el suceso ha dado lugar a un análisis de sus orígenes y las razones que los motivan, sin embargo parece que se recurre con demasiada frecuencia a preguntas equivocadas que no hacen sino conducir a laberintos conflictivos de la psicología de masas.
Aquí propongo un punto de vista apartado de esos grupos mayoritarios en el contexto electoral y me enfoco en circuntancias historicas que considero más relevantes.
EE.UU. está en guerra, aunque las batallas no se celebren en su territorio, tiene una larga historia de guerra por el dominio estratégico y territorial, que ascendió a su fase hegemónica al terminar la Segunda Guerra Mundial en 1945. En virtud de mantener una estabilidad interna y una amplia reserva de carne de cañón, se exacerban los valores nacionalistas, en un aparato de propaganda continuo que va desde el sistema educativo, pasando por los centros religiosos, los periódicos y medios de comunicación, hasta las redes sociales, no hay voces que se atrevan a ponerse en contra del llamado interés nacional.
Pero ¿qué es el nacionalismo? El estratega militar alemán de principios del siglo veinte, Carl von Clausewitz, afirmaba que había que conducir el descontento natural del pueblo en favor del nacionalismo, esto es: en favor de los intereses políticos de la élite del país, con la finalidad de fortalecer su posición en un escenario de conflicto, en contra de otras élites, intereses y/o países; de ahí se desprende su frase: «la guerra es la continuación de la política, por otros medios». Una lógica que Hitler y sus asesores no sólo aplicaron, sino que perfeccionaron en la instrumentalización absoluta del pensamiento colectivo, a través de lo que hoy conocemos como «polarización de la sociedad». El fenómeno surgió en el escenario posterior a la Primera Guerra Mundial bajo el yugo de una crisis económica exacerbada por la política de austeridad; el descontento social debía ser conducido, como aconsejaba Clausewitz, en contra de los enemigos de la élite, una labor complicada para un momento en que era visible el modo en que la industria, la banca, el gremio militar y demás miembros de la élite nacional se protegían de la crisis económica transfiriendo los costos al pueblo a través de las políticas de austeridad, era también un momento en que se había hecho popular el socialismo con su peligrosa consigna de «lucha de clases». Los nazis utilizaron la clásica estrategia demagógica de darle al electorado lo que pide y crearon el exitoso oximorón del «nacional-socialismo», metieron una efectiva cuña en el desconcierto de las masas que terminaron dividiéndose, cambiando la lucha de clases por el conflicto al interior de la sociedad: la polarización. La estrategia fue ampliamente aceptada por las élites, pues sacaba sus intereses del foco del descontento, poniendo en su lugar los chismes de lavadero y las diferencias de opinión entre unos y otros segmentos del mismo pueblo.
La polarización dio además al partido nazi un éxito electoral inevitable al desarmar a sus contrincantes políticos con la utilización del mismo discurso nacionalista que aquellos habían forjado durante décadas y del cual habían perdido la autoridad al haber fracasado en la Primera Guerra Mundial. Así el proyecto de Hitler le otorgó el orgullo de un nuevo liderazgo a un proyecto largamente promovido por la clase política alemana, siendo su destino inevitable el del regreso revanchista al escenario de la guerra. Este ejemplo histórico debería de servir de lección al pueblo norteamericano que, sumergido en una crisis económica, producto de la obsesión militar de sus élites, ha caído ya en el escenario de la austeridad y su subsecuente instrumentalización y/o polarización, que no es sino la radicalización del fascismo histórico oculto en el discurso cotidiano bajo el nombre de nacionalismo.
Pero este problema no se limita a las fronteras de Estados Unidos; es particularmente escandaloso que la sociedad europea trate de explicar el resurgimiento del fascismo, dentro de su propia sociedad en orígenes «culturales» añejos, cuando hay ejemplos tan vergonzosos como Frontex y la politica antimigrante, espejo de la norteamericana, que revelan la naturaleza profunda de la Unión Económica Europea, misma que ha sabido instrumentar la propaganda para conseguir apoyo en el electorado, formando mentes que convierten el juego de palabras «cultura popular» en un arbitrario sinónimo de ignorancia, que se esgrime desde la supremacía intelectual de la clase media: el segmento de la sociedad que, por su mayor capacidad de adaptación al proyecto económico nacional, obtiene un lugar de privilegio en la pirámide social.
No debe haber lugar a confusión: las consecuencias atroces del fascismo son responsabilidad de los mandos militares que instrumentan las masacres y genocidios, de los comerciantes de armas que sin regulación proveen, lo mismo a gobiernos represores externos, que a fanáticos autores de masacres domésticas; el fascismo es también reaponsabiludad de las farmacéuticas que, siguiendo la tradición nazi, experimentan con nuestra salud, de las industrias que contaminan y monopolizan el medio ambiente, de los bancos que especulan con la economía y de todo el conjunto de élites irresponsables que prefiren dejar las riendas del estado en manos de políticos, fascistas a perder una mínima fracción de su riqueza, el resto son electores manipulados. Quienes culpan a las masas marginadas no hacen sino exhibir su ignorancia y contribuir con ello al discurso de la polarización y el fascismo. Es importante criticar y contener expresiones como el racismo, pero más aún es entender que estas expresiones se ven apoyadas por un discurso nacionalista que unicamente beneficia a las élites. Bertolt Brecht advirtió: «no podemos luchar contra el fascismo, sin antes luchar contra sus orígenes capitalistas «.
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