El pasado 23 de octubre se cumplió un año de las primeras elecciones democráticas en Túnez en una atmósfera distante de la celebración festiva. Con el ejército desplegado de nuevo en las calles, protegiendo embajadas, bancos, supermercados y centros oficiales, dos manifestaciones de signo contrario frente a la Asamblea Constituyente, y otras dos más pequeñas […]
El pasado 23 de octubre se cumplió un año de las primeras elecciones democráticas en Túnez en una atmósfera distante de la celebración festiva. Con el ejército desplegado de nuevo en las calles, protegiendo embajadas, bancos, supermercados y centros oficiales, dos manifestaciones de signo contrario frente a la Asamblea Constituyente, y otras dos más pequeñas en la Avenida Bourguiba, daban buena medida de la agudísima confrontación política que atenaza al país. En sólo 12 meses, Túnez ha hecho una ejemplar transición a una democracia sin mucho contenido real. Ejemplar porque toda la pluralidad inicial ha desembocado en tiempo record en un bipartidismo paralizador, a imagen y semejanza del de las fallidas democracias occidentales. Sin mucho contenido real porque esta confrontación no sólo no expresa vitalidad democrática sino que, al contrario, impide incluso establecer las condiciones mínimas para el ejercicio de una democracia al menos formal, según los estándares europeos.
La fecha del 23 de octubre ha estado marcada por la polémica sobre la legitimidad e incluso legalidad del gobierno de la llamada «troika», formada por los tres partidos mayoritarios en la Asamblea Constituyente. Según el consenso recogido en el artículo 6, el Parlamento se concedía a sí mismo un año para redactar la nueva constitución y convocar elecciones presidenciales y legislativas. Concluido hoy ese plazo, aunque no las tareas de la Asamblea, la oposición considera al ejecutivo desprovisto de autoridad legal y moral para seguir gobernando y exige su dimisión. En las manifestaciones antigubernamentales del pasado martes, en efecto, se coreaba el mítico eslogan de la revolución: «el pueblo quiere derrocar al régimen». Y algunos pedían -lo habían hecho ya desde distintos medios- la intervención del ejército contra la «dictadura islámica» en ciernes. Una semana antes, 70 diputados de la Constituyente, tras unas declaraciones del líder islamista Rachid Ghanouchi, habían exigido también la disolución de Nahda, ignorando irresponsablemente las lecciones de la historia más reciente. La confrontación es tan palpable que, cuando el 22 por la noche una avería interrumpió la emisión de las cuatro cadenas nacionales de TV, muchos nos temimos lo peor.
En los días previos a la «celebración» del primer aniversario se produjeron dos acontecimientos de muy distinto signo pero reveladores de la tensión dominante. El día 16 el sindicato mayoritario UGTT, fuerza transversal y siempre decisiva, convocó a todos los partidos a una Mesa de Diálogo desde la que se pudieran consensuar acuerdos de transición entre el gobierno y la oposición, una iniciativa parcialmente fracasada por la ausencia de Nahda y del Congreso por la República, cuyos representantes, Ahmed Jebali y Moncef Marzouki, acudieron al Palacio de Congresos en nombre del gobierno y no de sus respectivos partidos.
Dos días después, el día 18, en Tataouine, en el extremo sur del país, una manifestación convocada por la Liga de Defensa de la Revolución para exigir la «depuración» de la administración de viejos «recedistas», hoy camuflados en distintas organizaciones, desembocó en la muerte de Lotfi Naguedh, secretario de la Unión Regional de Agricultores y representante local de Nidaa Tunis, el partido «derechista» encabezado por Caid Essebsi, ex ministro del interior de Bourguiba y ex primer ministro del gobierno de transición previo a las elecciones de 2011. Aunque parece probado que el asalto a la oficina de la Unión de Agricultores fue la respuesta a la agresión desde el interior de un grupo armado, la oposición denunció enseguida el primer «asesinato político» de la «dictadura islámica» y se refirió a la víctima con el nombre de «mártir de la revolución». Como bien dice el periodista Seif Soudani en las páginas de Nawaat, «la derecha tunecina buscaba un mito fundacional» sobre el que construir su legitimidad «revolucionaria» frente al «victimismo» de los partidos que se reclaman herederos de la revolución.
En nombre de la revolución la oposición exige la disolución de las Ligas de Defensa de la Revolución, que considera no sin razón infiltradas y dominadas por Nahda, embriones de milicias al servicio del partido islamista. En nombre de la revolución, por su parte, Nahda apoya las Ligas, considerando que su disolución «equivaldría a disolver el pueblo» e identificando a la oposición, también con fundamento, con las «fuerzas de la dictadura recedista» y con la «nostalgia del pasado». Lo cierto es que esta búsqueda de la confrontación ha generado ya un efecto desastroso: Nahda y Nidaa Tunis o, lo que es lo mismo, el neoliberalismo islámico y el neoliberalismo occidental polarizan toda la vida política del país, obligando a una falsa y trágica alternativa. La erosión del CPR de Marzouki y del Ettakatul de Ben Jaafer -presidente de la República y de la Asamblea respectivamente- dejan a Nahda, solo y radicalizado, en su enfrentamiento electoral con Nidaa Tunis, el partido que va absorbiendo a todas las fuerzas «de orden»: bourguibistas, benalianos y élites laicas «amenazadas» por la «teocracia islamista». Curiosamente y como para demostrar su funcionalidad múltiple e interesada, las fuerzas salafistas -único foco de atención de los medios occidentales- han desaparecido en las últimas semanas, a medida que se agudizaba el conflicto bipolar y se aproximaba la fecha «catastrófica» del 23 de octubre.
Por eso, en este contexto de confrontación inútil, es tan importante el nacimiento de una «tercera fuerza», el Frente Popular, coalición de 12 partidos de la izquierda marxista y panarabista, reconstrucción del fracasado Frente 14 de Enero, cuyo líder, Hama Hammami (Partido de los Trabajadores), trata de reconducir el debate público hacia las causas olvidadas del levantamiento popular. Porque lo cierto es que la política de Nahda no es reprobable porque sea «islámica» sino porque, pese a los empujones impotentes de Marzouki, es manifiestamente de derechas y -en nombre de la revolución- contrarrevolucionaria: sus acuerdos económicos con Qatar y el FMI, su desprecio por los mártires y heridos de la revolución, su resistencia a transformar el aparato de justicia, el empleo de la represión policial, la corrupción administrativa, el abandono una vez más de las regiones del interior. Lo que empezó como una revuelta el 17 de diciembre de 2010 y fue una revolución durante los dos primeros meses de 2011, vuelve a ser hoy una revuelta; una revuelta endémica de los mismos jóvenes, desempleados, campesinos, trabajadores precarios, que han quedado fuera de las nuevas instituciones por las que arriesgaron sus vidas y que ven que nada o muy poco ha cambiado. Aunque los medios europeos guarden silencio, aunque la confrontación política distraiga la atención, Túnez hierve en una revuelta permanente. Basta pensar en los acontecimientos de las últimas semanas: huelgas en Sidi Bouzid, expulsión del gobernador de Qassrine, «independencia» de la pequeña ciudad de Tala, intifada de El-Omrane, batallas en Gafsa y la cuenca minera, choques en Jerba, toque de queda y manifestaciones nocturnas en Gabes. Mientras las derechas urbanas, islamistas o laicas, tensan la cuerda política, amenazando la «transición», el Túnez real pide una «segunda revolución».
Habrá que hacerla, sí. Entre tanto, el peligro de una «involución política» está más presente que nunca. El presidente Marzouki ha fracasado en su tentativa de «democratizar el islamismo» y va a pagar un precio personal y político muy alto. Pero la responsabilidad no es sólo de la corriente más radical de Nahda. La llamada oposición -incluida la izquierda- ha utilizado la misma propaganda islamofóbica que el régimen de Ben Ali para criminalizar de manera preventiva un gobierno identificado demagógicamente con una «nueva dictadura» mientras la «vieja», aún viva, encuentra así resquicios para reorganizarse desde dentro y tratar de asaltar el poder. Un golpe de Estado a la argelina en Túnez no es descartable y significaría una catástrofe mayor, un retroceso de un siglo en toda la región y la reactivación del islamismo fascista, momentáneamente fuera de juego tras la llamada «primavera árabe». Pero quizás no haga falta llegar a una solución que ni EEUU ni la UE desean. No sería la primera vez que una vieja dictadura, con otro ropaje, vuelve al gobierno por la vía electoral. Si no ocurre nada antes, la respuesta la tendremos a finales de junio de 2013, fecha provisional de las próximas elecciones.
Fuente original: http://gara.naiz.info/