Siguiendo con la cuestión que abordaba hace unos días, la silenciada revolución islandesa, que ha supuesto un vuelco en el panorama político de esta pequeña nación europea, hay que preguntarse cuál es el motivo de que un hecho de estas características no haya tenido reflejo mediático, mientras que cada día nos desayunamos, comemos y cenamos […]
Siguiendo con la cuestión que abordaba hace unos días, la silenciada revolución islandesa, que ha supuesto un vuelco en el panorama político de esta pequeña nación europea, hay que preguntarse cuál es el motivo de que un hecho de estas características no haya tenido reflejo mediático, mientras que cada día nos desayunamos, comemos y cenamos (TVE ha llegado a tener tres periodistas en El Cairo) con los sucesos del Magreb, con las revueltas populares de Túnez, Egipto o Libia.
Vaya por delante que entiendo que lo normal es lo que está sucediendo, informativamente hablando, con el Magreb, es decir, que sucesos de tal transcendencia sean recogidos por los medios. Lo que resulta sorprendente, desde esa presunta objetividad de los medios, encargados, en teoría, de contarnos lo que sucede, es el silencio que se cierne sobre Islandia. Porque, si en Islandia ocurren cosas, ¿por qué no nos las cuentan? Por ello, me atreveré a proponer una hipótesis explicativa.
El tratamiento que los medios están realizando de los acontecimientos del Magreb subraya que son movilizaciones de carácter democrático contra regímenes de carácter autoritario. No vamos a entrar ahora a valorar que, de la noche a la mañana, regímenes amigos, y en algunos casos puestos como ejemplo, véase Túnez, se hayan convertido en feroces dictaduras a las que ese faro de la libertad y la democracia que se llama Occidente exige respeto a los derechos humanos y libertades. No vamos a hablar de ello, ni de esa hermana monarquía marroquí, tan amada por nuestra Corona. Lo que sí voy a subrayar es que se describen las movilizaciones como movilizaciones de ciudadanos, se ha dicho textualmente, que «quieren ser como los europeos». Es decir, somos tan magníficos que todo el planeta desea ser como nosotros. Resulta difícil saber con qué objetivos se mueven las masas en el Magreb, incertidumbre que, en el fondo, carcome a nuestros gobiernos. Sin duda, los proyectos políticos serán diversos: desde islamistas radicales hasta liberales, pasando por comunistas, nacionalistas, etc. Pero el mensaje mediático es claro: quieren ser como nosotros. Es una manera de subrayar lo afortunados que somos, pues no tenemos que recurrir a poner en peligro nuestras vidas para alcanzar la libertad: ya somos libres. Tanto, que somos la envidia del planeta. Podemos continuar con nuestra siesta democrática, abismados ante la televisión, y decidir con tranquilidad, y muy democráticamente, quién nos representa en Eurovisión o si la mano del defensa en el área fue o no penalti. ¡Vote, vote usted!
Las movilizaciones en Islandia, ésas que se han cargado dos gobiernos, que han exigido el encarcelamiento de los jerifaltes económicos del país, que se han negado a asumir las deudas de los bancos, que han promovido una asamblea popular para redactar una nueva Constitución, que han dado un corte de mangas al FMI y a los mercados, esas movilizaciones no pueden ser presentadas por los medios con simpatía, sino con preocupación. Porque subirían al escenario a un pueblo que, lejos de doblegarse, de asumir deudas ajenas e imposiciones irracionales, ha dicho basta. El efecto de imitación que provocan los medios es brutal. La televisión estuvo en el centro de las revueltas de los países del Este, que comenzaron a imitarse los unos a los otros; lo ha estado en las revueltas del Magreb, con los efectos que estamos advirtiendo. Por eso es preciso silenciar a Islandia, o poner sordina a las diez huelgas generales de Grecia, no vaya a ser que a los europeos nos dé por pensar que, hombre, igual tienen razón los islandeses y ya vale de que nos tomen el pelo. Y empezáramos a reunirnos en las plazas, y a coger cacerolas, y a decirles a los Tanto-monta-Monta-tanto (PP-PSOE-CIU-PNV-PAR-CC) que hasta aquí hemos llegado.
Aquel volcán islandés de nombre impronunciable, aquel que llenó Europa de cenizas, sirve de perfecta metáfora para lo que acontece. El volcán político del norte debe ser silenciado, pues su nombre -no recuerdo bien si es democracia o participación popular-, en nuestras geografías políticas neoliberales, resulta impronunciable. Es preciso borrar las huellas de su erupción.
Juan Manuel Aragüés es profesor de Filosofía. Universidad de Zaragoza.
Artículo publicado en el El periódico de Aragón, 26/02/2011.